Raso: en  torno a un ritual de paso fallido
        
          Por Carlos Henrickson 
         
        Hay un problema fundamental en las sociedades laicas,  modernas y racionales: su ausencia de rituales de paso. Existe una razón obvia:  estos rituales surgían por la evidencia de una pluralidad de mundos, que estaban  presentes en el nuestro. El niño vivía en el mundo de las mujeres, hasta que  una ritualidad particular lo hacía renacer en un mundo  distinto, y podía ser  llamado hombre, dar la entrada al mundo del padre, a través de los rituales de  la caza o la guerra. Desde la visible ritualidad de los kaweshkar a la  republicana y guerrera Roma, esto se mantuvo indemne, hasta que el mundo quiso  ser uno solo, evitarse complejos dibujos metafísicos, producir pasos graduales  y ojalá insensibles hacia una madurez cada vez más vaga e imprecisa.
distinto, y podía ser  llamado hombre, dar la entrada al mundo del padre, a través de los rituales de  la caza o la guerra. Desde la visible ritualidad de los kaweshkar a la  republicana y guerrera Roma, esto se mantuvo indemne, hasta que el mundo quiso  ser uno solo, evitarse complejos dibujos metafísicos, producir pasos graduales  y ojalá insensibles hacia una madurez cada vez más vaga e imprecisa.
          
          Este paso de una realidad a  otra alcanzó a ser en nuestras armadas naciones republicanas el llamado  “servicio militar”. En el insultante patrioterismo chileno, la figura de los  muchachos, uniformados (es decir, disueltos sus rasgos particulares para ser  todos una sola “arma”, cada uno la partícula indivisible de un solo útil de  agresión) y con rictus insensible, implicaba el paso a la adultez, a la  existencia dentro de la fallida, incompleta y mentirosa religión civil de  nuestras jóvenes copias de repúblicas. Inclusive cuando se trató de muertes  accidentales (Alpatacal y Antuco), toda la autoridad civil y militar les dio el  ridículo trato de héroes, aumentando –si se pudiera- la parodia de ritual que  aún significan para algunos estas instituciones. Algunos, por supuesto. Ya que  el aprendizaje de obediencia y desindividuación que implica tan sólo es  dirigido en Chile a aquellos a los que les conviene aprender a obedecer y  sumirse en una colectividad. Para otros, el aprendizaje será otro: para mandar  y especializarse, destacarse, ser alguien. Dentro de esta copia infeliz  de metafísica, el servicio militar es un ritual de paso incompleto, fallido e  inútil: su finalidad es entrar a una adultez obediente y “civilizada”.
          
          El sentido profundo de este  error en el alma perturbada de un conscripto es el blanco de Carlos Cardani  (Santiago, 1985) en Raso (Santiago:  Ed. Balmaceda Arte Joven, 2009), un blanco alcanzado con una singular  efectividad emotiva. Y digo emotiva, no en el sentido de una superficie en la  cual destaquen procedimientos literarios que provoquen emoción, sino en el  hábil trabajo de la forma poética, que logra dejar de decir lo que no se  puede decir, y conservar ese conocido monstruo de nuestro Oficio: la  profunda inefabilidad de la experiencia. Me explico: antes de intentar hacer  sentir al lector la completa irracionalidad de la vida de cuartel, Raso logra  presentar los hechos en su honda imposibilidad de comprensión. Y precisamente  esto es esencial en la experiencia posible de un raso.
          
          El carácter ritual de la  experiencia se fundamenta en su absoluto hermetismo ante la razón. Si paso  desde un mundo a un mundo b, es obvio que toda  norma y perspectiva debe ser profundamente trastocada, carecer de lo que  en nuestra civilidad se entendería como racionalidad. El deber militar toma el  lugar de lo sagrado, dejando a la religiosidad en un margen ridículo y  absolutamente carente de trascendencia (esa misa llevada a la cama, con los  remedios sin bendición), cuando no en la significativa paradoja del Cristo de la Paz, una suerte de testigo y  símbolo del absurdo, que da el tope a las pasadas proezas de guerra y las  imitaciones de proezas de los ejercicios actuales.
          
          Se trata de algo más  significativamente propio, un carácter distinto de trascendencia. El raso, en  la soledad más extrema, tendrá que reconocer una nueva familia, una nueva  “camada”, y adaptar toda visión a esta nueva luz. La alternativa es ese otro  mundo, marcado por la maternidad y el cuidado, señalado a una distancia casi  cósmica. Es decir, la patria no es el Chile que se habita, sino un abstracto  imposible, para quien el mediador está claro:
        Usted sirve a la patria
          Cuando sólo me sirve a mí.
        Por cierto, nada de esto es  en sí extraño para los que algo conocemos del mundo. Pero el gesto de Cardani  es, en su simpleza, una absoluta revelación: el llevar a la existencia  literaria esta realidad con la cual llevamos la convivencia más cotidiana  posible en los tiempos de tranquilidad, y que posiblemente alguna vez nos toque  en nuestra vida aquella otra violenta convivencia: el mundo más allá del  cuartel, que parece esperar a despertar cuando alguna invocación horrorosa lo  saque más acá de esos muros. Cardani es capaz de repetirnos lo que sabemos,  pero quizá no nos guste saber: que convivimos con este mundo de puro e  irrazonable deber.
          
          Este mundo de puro e  irrazonable deber... Creo que este camino es necesariamente aquel a través del  cual recién se puede empezar a hacer una lectura política clara y precisa de Raso.  El mundo que muestra Raso es un interesante cristal en que se ve el  aprendizaje de la obediencia, de la gris mediocridad (absolutamente opuesta a  cualquier posible tono dorado), de la debida callada aceptación, que deben  pasar todos y cada uno de los hijos de la clase trabajadora de este país. El  mundo de la conscripción invade las obras de construcción a través de todo el  territorio (verdaderos ejércitos, con sus desplazamientos, sus alegrías y  sacrificios análogos a los de la guerra), todos los restos de nuestro mundo  industrial, el “servicio público” en la administración estatal, e incluso  nuestra moderna estructura de empleos de servicios. La estructura de esa gris  mediocridad es, en algún sentido, el alma del país, sobre el que la piel y el  vestuario de la civilidad se sostienen –y la razón de la diferencia que  esa racionalidad desea representar. 
          
  Raso es,  como el estado mental de conscripción que logra representar en su plena  sequedad emocional, un índice de cómo funciona en verdad la vida en el bárbaro  país que habitamos. La limpia intención descriptiva logra presentar una diferencia suficiente marcada con el lector, que de seguro se va a ver una y otra vez en  esa denominación, tan precisada que se convierte en el espacio o lugar desde el  cual se puede efectivamente leer el libro: el cinco por ciento: la  vergüenza del Ejército / Los que no merecen llevar el uniforme / Por  pobres      calambrientos     pollerudos, que no merecen ni orden  ni castigo. 
  
          Este trabajo de  representación de un ritual de paso incompleto –incompleto precisamente desde  el momento en que se ve desde el cinco por ciento- resulta así un objeto  tan inquietante como debe serlo un buen libro de poesía. La realidad se nos  vuelve una elástica entelequia, tan sólida en su calidad de simulacro (la  instrucción de tiro en que el blanco debe ser un peruano), como ilusoria  en lo que parecía más sólido: el sitio donde se habita (una imagen que se  desvanece) o la historia, que debería ser el fundamento de esta supuesta épica  (esas últimas guarniciones peruanas, los últimos pasos de Bolognesi...).
          
          Sin pretender ser manifiesto  político, testimonio esencial o epifanía estetizante, el libro de Cardani  resulta una de las más notorias y precisas de las muestras de poesía de su  generación, precisamente por el conocimiento claro que muestra de la esencia  del Oficio y su compleja relación con ese mundo externo del que, se supone,  debe dar cuenta. En la valentía, además, que implica la verdadera incitación a  lecturas erradas que constituye este libro, Raso se convierte en acierto  efectivo en un campo poético que llama a una verdadera crisis del modelo  literario bien pensante que ha impuesto un aparato estatal de oscura y venenosa  influencia en la escena poética nacional.