
        
        Sobre Anatemas, de  René Silva Catalán
        Por Carlos Henrickson 
        
        
        
        La vieja imaginería cristiana ha funcionado en nuestra conciencia  personal y social de forma permanente y efectiva, lo que hace imposible  borrarla de una sola vez y con un acto voluntario: la inquietud del ser humano por  su situación en el mundo parece depender de una búsqueda bastante más  enmarañada que la simple negación de un viejo principio trascendente. 
          
            Anatemas (Santiago: Ed. Fuga, 2010) de René  Silva Catalán (Santiago, 1971) muestra esa huella de inquietud trascendente que  queda tras casi tres siglos de racionalidad aplicada. En el fondo del poemario  resuena de forma permanente una serie de preguntas que asumen en sí mismas la  desesperanza de una respuesta desde un más allá imposible: todas aquellas  relacionadas a la interrogante fundamental del sentido de la existencia y los  actos humanos. Este gesto trascendente –que bien podríamos definir como de  retaguardia estética- logra salvarse de fáciles obviedades merced a una  permanente invocación a principios divinos y referencias al mito cristiano  subvertidos, desde la autoafirmación personal del autor como creador. En este  contexto, más que ninguna otra cosa es reveladora la concepción de los poemas  como anatemas.
            
          El anatema es en nuestra definición actual una condenación, y más  exactamente implica la marginación de alguien por parte de una comunidad  invocando principios superiores. Como consecuencia, se usa para designar el  acto verbal de imprecación, execración o condena, pero aun en estos contextos  con una oscura carga mística. 
          
          Sin embargo, éste no es el significado primordial de anatema. Si vamos  hacia la etimología, Ανάθεμα designa en griego a los bienes separados para ser ofrecidos a los dioses y, por extensión, a los objetos sagrados en  general. Por ello, el sentido de ofrenda fortalece la carga mística de  nuestro concepto de anatema, y probablemente la evolución de su  significado proviene de una idea sumamente primigenia en la historia espiritual  de la humanidad: el ser maldito es anatemizado (separado) de la comunidad,  con lo cual es ofrendado al dios para ser destruido. En el Antiguo  Testamento, vemos cómo esta relación entre ofrenda y destrucción es una marca  característica del monoteísmo mosaico, abarcando desde los impuros marginados  de la comunidad hasta ciudades enteras (y, de hecho, se produce la misma  asociación de significados en la palabra hebrea correspondiente a ofrenda).  Esta asociación se hace estrecha si se piensa en el elemento purificador por  excelencia: el fuego, cuya función más obvia es la de destrucción.    
          
          Precisamente, los nombres de ambas secciones del libro (Ignea Natura y Renovatum Integra) remiten a una expresión que se podría traducir  como La naturaleza se renueva completamente por el fuego –máxima  alquímica y masónica que reinterpretaba la sigla INRI, puesta según la  tradición a la cabeza de Jesús en la cruz. En el libro de Silva, esta necesidad  de sacrificio, como acto que le otorga sentido a la pérdida personal, forma  parte de los fundamentos esenciales de un mundo poético que continuamente sitúa  la plenitud de la existencia en un más allá inalcanzable –cuando no, lisa y  llanamente inexistente. La intensidad de esta inquietud trascendente  puede entregar tan sólo una señal ambigua que no revela certezas metafísicas  (ni siquiera la certeza nihilista), sino una estética fundamentada en la duda.  El hablante parece gritar con la máxima violencia que le es posible para evocar  una respuesta que ya sabe que no llegará jamás y que es imposible que  llegue.  
          
          Gran parte de estas intuiciones surgen, sin duda, de la influencia del  imaginario del metal en el poemario. Éste –visto en la perspectiva  histórica que nos da la distancia de los 70s de Judas Priest y la primera  producción de Iron Maiden- ha representado precisamente un modo contemporáneo  de plantearse este desafío propiamente luciferino, que si bien es ubicable muy  atrás en la historia de la cultura, la propuesta decidida, abierta y sin  tapujos de estas expresiones sólo se plantea desde el momento en que la cultura  de masas asume estos desafíos extremos en una época extrema. El hecho de su  carácter popular –en el sentido de su difusión y su superficialidad en  cuanto moda- no lo indispone en absoluto, por cuanto la prolongada existencia  de estos modos estéticos globales y su efectivo enraizamiento profundo  en amplias esferas de sociedades diversas, marca al menos su necesidad,  su validez.  
 
          
          Esta influencia es un notorio antecedente de la presencia en Silva de  una consciente elaboración de una subversión de la imaginería religiosa,  así como la parodia de los rituales y las conductas religiosas más básicas.  Esto no implica una mera negación de las expresiones replicadas: es más bien la  afirmación de la propia subjetividad humana a partir del desafío a una  divinidad que ha recuperado toda la fuerza y presencia de las deidades paganas,  asumiendo la máscara del destino ciego, de lo fatal, algo imposible de conjurar  e inaccesible. 
          
          Ante la tentación del tono épico –uno de los tropezones naturales  tradicionales del poeta chilenoprincipiante, junto al coloquialismo  fácil-, Silva elige un camino distinto: otorgarle esta inquietud a un hablante  que vive una cotidianeidad melancólica que se le revela vacía de sentido y le  obliga a resignificar las experiencias –en un gesto con cierta resonancia al De  Rokha de Los Gemidos. La imagen de un pueblo lluvioso, más que  representado, evocado, en la vaguedad de un recuerdo, resulta  absolutamente como bañado por una penumbra de emociones sordas e  imágenes violentas: 
        
          
            Aquellos ojos de  estoques enardecidos
              gimoteando como  lombrices
              en la noche de San  Juan 
          
        
        Imágenes que remiten, de alguna forma, permanentemente a la muerte y lo  fatal, señalándolos como claves para la entrada al poemario. Toda la  convivencia en este pueblo parece marcada tanto por la muerte como por un signo  ominoso y oscuro.
        
          
            Todos ellos han  muerto con la jubilación del diezmo
              se han llevado la  pensión para velas
              me lo contó la banca  donde ya no descansan las abuelitas
              sus trenzas de  tierras analfabetas
            Las capillas hoy ya  no conceden el mismo socorro hoy
              se diseñan plásticas                            mis animitas
              jugueteando a hacer  dedo      a orillas de la cinco sur
          
        
        Donde se puede apreciar, además, el ácido humor de Silva al momento de  representar la ritualística cristiana: sus ministros y templos se suman al  sinsentido reinante en la sociedad de los hombres como uno más de sus  elementos. Como contraste, se opone el goce de la naturaleza, solitario y  contemplativo. El poema HUELLAS DEL MEDIODÍA resulta clave en este  sentido:
        
          
            Resbala el ave 
              como un alfil en la  cerámica de la brisa
                                                 sobrevuela
              esta hierba  engordando en mis costillas
            Tengo un par de  nubes descosidas
                                      se me escapan
              en un soplo de la  leña
              tiñendo el otoño
          
        
        El hablante se hace efectivamente parte de la naturaleza, en lo que  parece una especie de pausa –necesaria, en cierto sentido-, dentro de lo que Anatemas expresa como poemario: la condena al condenador por excelencia –Dios-,  condena que por sí misma se impone la labor de recrear el sentido del mundo.  Las relaciones más íntimas del seno familiar están absolutamente traspasadas  por este deber, producto directo de aquella inquietud. La misma relación  sexual se presenta como mediada por esta religiosidad de segundo orden:
        
          
            Brindo cama a la  hembra en la garganta
              tengo en ella  legañas con el sabor a Cielo Santo
                                                                         su  perfume
                                                             impregnado  a ron
          
        
        Por fuerza natural, el hermetismo del texto viene a ser la  consecuencia de esta recreación de sentido: la necesidad expresiva se pone por  sobre cualquier otra exigencia de claridad o anécdota, lo que de por sí quita  toda posibilidad de “lenguaje llano”. Los términos de uso cotidiano aparecerán  como envueltos en una vorágine de violencia expresiva, hasta llegar a vaciarse,  en una progresiva revelación que lleva al poemario a un cierre: la dedicatoria,  puesta al final como si fuese una justificación de los anatemas.
          
          El primer libro de Silva Catalán lo presenta desde ya con una vibrante  fortaleza expresiva y un violento compromiso con su propia conciencia de autor,  lo que entrega una interesante y nueva voz al concierto de la poesía chilena.