CRISTIÁN HUNEEUS
UNA ESCALERA CONTRA LA PARED
[extracto]
Sangría Editora, 2011
Reserva de Narrativa Chilena, 7
Para Soledad
* * *
A fin de remontarse en sus recuerdos, aplique
una escalera contra la pared, pero no empiece a
subir sin haberse provisto de una cuerda, uno de
cuyos extremos será sólidamente fijado al piso y el
otro enrollado alrededor de su puño izquierdo.
Por no haber tomado esta precaución, muchas
personas nunca han vuelto.
Juan de Dios Martínez
BREVE INTRODUCCIÓN
Antes del comienzo de este libro han sucedido algunas
cosas, no se extrañe el lector, de las que debo dar cuenta;
son muchas y, sin embargo, por lo común, inconvenientes
para apreciar la presente historia: lo primero, y vamos
a limitarnos a lo primero, es que el infame verano del
56 ha quedado, por fin, atrás.
El verano ha sido infame –para Gaspar Ruiz, se entiende–
por la dispersión de sus amigos o más bien por
las causas que provocaron la dispersión de sus amigos. Veamos.
1. Santiago Cummings se halla en París de Francia,
donde, ojo, también debería hallarse Gaspar. Pero
el resultado vergonzante de los exámenes del primer
año de arquitectura hizo que Víctor Ruiz, el
padre hoy difunto de quien luego hablaremos
in extenso, cancelara, en castigo, el viaje de su
hijo. Santiago, en cambio, cuyo desempeño fue
aun peor si cabe, jugó su oportunidad de modo
más resuelto, «se aprovechó» (en las duras palabras
de un hermano suyo de nombre Joaquín) y voló entre gallos y medianoche, antes de que su partida
fuera interceptada. Gaspar se siente suplantado en
Europa.
2. Gonzalo Vega se halla en un lugar improbable y
distante, Quicha [o Quincha]mahuida, luego de
haberle levantado una prenda a Gaspar, la disoluta
y venal María. Quicha(o Quincha)mahuida no es
sino un modo de hacerse humo mientras se disipa
el primer impacto de la inamistosa hazaña. Gaspar
se siente suplantado ante una admiradora.
3. Hernán Martínez escribe cartas, crónicas, relatos
de ambiente agrario con el entusiasmo y la convicción
de quien produce obras maestras en tanto
que Gaspar, el verdadero escritor del grupo, destituido
de su desenvoltura, no puede con más
que un pobre diario mural doméstico. Esa es la
verdad: un pobre diario mural doméstico.
4. En cuanto a Guillermo Torres, acompaña a su
madre en El Quisco, conformando un cuadro
completo de lo que es o puede y debe ser la falta
de imaginación.
Diario mural doméstico
La infamia, la suplantación, la destitución (y la falta
de imaginación) arriba indicados indujeron a Gaspar
a refugiarse en el seno de su familia, solución clásica
ante el rechazo del mundo. Se volcó entonces hacia la
producción del diario mural doméstico.
En éste incluyó, a manera de corresponsalías, unas
cartas remitidas por las hermanas, Susana chica y Teresita,
desde sendos lugares de veraneo. Celebradas ampliamente
en su momento, hoy me inducen a revisar
carpetas en la papelería de Gaspar y a rescatarlas para
la posteridad. Así, he preparado una antología, 1950-
1954. El lector interesado la encontrará en el Apéndice
1, página 217. El lector desinteresado se dará por satisfecho
con el comentario que sigue, de mi propia mano.
Comentario a las cartas de las hermanas
Jane Austen no lo habría hecho mejor en la pintura
de las amables rondas veraniegas de tías y tíos, amigos
y amigas, primos y vecinos, convites a alojar, paseos
y picnics al campo y a la playa, estadías en balnearios
donde se gana en peso y color, algo tan bueno para los
menores que liberan energía acumulada y hacen nuevas
amistades, unión epistolar de la familia y nutrido intercambio
de noticias, besos con lengua inocentemente
incestuosos, Mambos con mayúscula en el apogeo
de Pérez Prado, pequeños accidentes y enfermedades
propias de la edad, involuntaria pérdida de un reloj por parte de la madre (que traduce el deseo secreto de ser
otra vez niña), cariñosos obsequios campesinos para
las patroncitas (cactos, liebres y palomas), ritual de los
cumpleaños, a diferencia de Gaspar y Teresita la pobre
Susana chica no recibe nunca cartas de saludo porque su
cumpleaños cae en pleno invierno, Gaspar, el deseado
por las hermanas, nunca lo pasa mal, se ve muy bien de
frac, es poco aficionado a cortarse el pelo tal como de
niño era poco aficionado al baño y la limpieza, produce
cierta innegable expectación en Algarrobo donde se
le espera aunque no llegue, colecciones de plumas o
piedras de colores u hojas prensadas o pétalos de flores
y huevitos de pájaros y ramitas, insectarios empezados
innumerables veces y nunca llevados a término, colección
de gusanos y cuncunas concebida un verano
por Gaspar para epatar a las niñitas, hay que botarla el
segundo día porque las niñitas sufren pesadillas, introducción
cautelosa de la estreptomicina, Rosita my Love,
disco preferido de Gaspar y destruido (sin querer) por
Teresita en acto de posesión incontrolable que la hunde
en el tierno éxtasis infantil del arrepentimiento, etc.
Teresita reemplaza el beso con lengua de Susana chica
por un chuic igualmente jugoso y además sonoro, lo
que supone una extensión del incesto y el inevitable
establecimiento de un triángulo de sofocado ardor.
Muchísimos tíos y tías. Unos viajan a Francia, otros son
políticos, otros inauguran grutas a la Virgen de Lourdes.
Abundante trama de relaciones sociales: modelo adulto
de los convites a alojar de las niñitas. Rosita my Love,
disco de Los Cuatro Ases. Otros discos de Los Cuatro
Ases: I’m Yours, Because of You, The Four Leaved-Clover,
It’s no Sin, Written in the Wind, etc. Propiedad privada
de Gaspar. Altamente respetada y por lo mismo codiciada,
en especial por Teresita, que no puede dejar de
acercársele, sea cual sea el objeto que la constituye,
acariciarla y exponerse a destruirla en actos de posesión
que después la precipitan en orgasmos de culpabilidad.
Juega con sus naipes y es un milagro que no le pierda
carta alguna. Pero pasa susto y las pone en el suelo, como él las pone, para ver si sobrevive completo el naipe, y
después, aliviada como quien despierta de un mal sueño,
le escribe para confesarle su peligrosa escapada. Un disco
78, quebradizos como son, no puede salir intacto de
prueba equivalente. Es revelador que, sabiendo como
sabe lo que a Gaspar le gusta Rosita my love –por algo es
precisamente Rosita my love el disco que pone en el pickup–
tenga que preguntarle a Gaspar si sabe cuál es –«por
si no te acuerdas, te digo que la letra empezaba así...»–
y que alcance, en el esfuerzo por borrar el surco de su
agitación, hasta el extremo de ofrecerle en reemplazo el
disco Ana, «con orquesta buena y más lento», como si no
supiera que Rosita my love, en la misma y única grabación
de Los Cuatro Ases, el disco exacto, reconstituido en la
integridad de sus rayaduras y deformaciones del orificio
central (iniciales grabadas con alfiler en el sello), es la única imposible compensación posible. O sea, no hay
forma humana de compensar. ¿Qué hace? Sufre de
angustia y amor por el hermano grande. Nada más.
Si las epístolas de Teresita han hecho sonreír a Gaspar,
además de actualizarle un poco la furia por esa manía de
la hermana de andarle tomando sus cosas (cuando años
más tarde y ya casado con su primera mujer Gaspar
pasea sus pensamientos y lecturas por la ancestral
Universidad de Cambridge, Teresita le desordena su
biblioteca entera, barriendo, quizá definitivamente, con
algunas arduas distinciones practicadas por nuestro
personaje entre la historia y la literatura), ciertamente no
puede comprenderlas –quiero decir las epístolas– como
las comprendo yo. Es toda una cuestión de distancia
y perspectiva, términos alcanzables para un cronista
como el que soy, adulto ya y sereno, y no así para el
objeto de su crónica, tanto menos si éste es el caldeado
y juvenil Gaspar Ruiz. En todo caso, no tiene mayor
sentido especular acerca de su reacción de entonces:
sabemos que no hizo para el diario mural doméstico
(lo tengo a la vista, con las colaboraciones de Víctor, el
difunto padre; del tío Adolfo; de Susana la madre; de
Coto Sagüés, personaje secundario; de Hernán Martínez,
escritor agrario hoy residente en alguna de las
hermanas repúblicas de la Unión Soviética, y las dos
cartas-corresponsalías de Susana chica y Teresita desde
sus lugares de veraneo) la antología o selección que, ya
lo he dicho, someto a la consideración del gentil lector
en el Apéndice I.
Sabemos igualmente que la carta-corresponsalía de
Teresita incluida en el diario mural, escrita el 27 de enero
de 1956 desde la hacienda Las Encinas de Collipulli, lo
sacó de quicio. El lector se preguntará, es natural, cómo
fue que la publicó. La verdad es que lo hizo en versión
censurada. Y los párrafos suprimidos proporcionan la pista
para saber qué fue lo que lo descompuso. (Haciéndonos
eco de su descompostura, hemos eliminado cordialmente
esa carta del Apéndice I.)
Primer párrafo: «Aquí estoy pasándolo regio y imaginándome
lo macanudo que lo pasarías tú, siendo
hombre, cuando viniste, y etc.»
Segundo párrafo: «Espero que no te aburras por
esos lados y que te puedas venir al sur. Si así fuera
posible te ayudaría a venir por estos lados ya que te
traen tan buenos recuerdos.»
Más claro echarle agua. El tipo se veía suplantado por
el mundo entero ese verano: por los imbéciles morones
que valían su décima parte y suplantaban su lugar en el
segundo año de arquitectura; por Santiago Cummings,
el suplantador europeo; por Gonzalo Vega, el último
y más reciente conquistador de la putesca María; por
Hernán Martínez que, en el acto de escribir sin trabas,
lo destituye de lo mejor de sí, su capacidad expresiva,
y ahora más encima, y para penetrar hasta el reducto
que estimaba invulnerable, el tibio y protector ámbito
de la familia, porque del árbol caído todos hacen leña,
venía su hermana Teresita, una mocosa de 13 años,
y lo pasaba regio en-su-lugar porque la Hacienda Las
Encinas era (o había sido) su-lugar y, muy consciente
Teresita, como señorita que era, de no ser hombre,
peor todavía, increíblemente pretenciosa la cabrita, viene
y le ofrece una manito, toma el cetro de ese reino
aprovechando su descuido (porque Gaspar, sea dicho
como corresponde, había descuidado su amistad con
Manuel Amster y con Tato y los demás de Las Encinas
una vez que se envolvió en el grupo nombrado en la
breve introducción y con el que pronto habremos
de volverlo a ver, el célebre grupo de los ausentes del
verano del 56), blande Teresita el cetro como si fuera
una cachiporra y se permite sugerirle que si él se lo
pide ella hará lo necesario para procurarle su reingreso,
como si Gaspar fuera un picante Napoleón en la Isla
de Elba –un reingreso a un reino que-era-suyo, porque él lo había descubierto y le pertenecía (por lo menos
teóricamente). O sea, con qué derecho. Resultado final:
a los 19, viejo y abandonado, suplantado, des-ti-tu-i-do,
vivía en una proustiana nata de recuerdos, sometido a
la impertinencia de las gauchadas de buena intención.
Hasta el idilio pastoril de la familia en el campo –liebres,
fruta verde y huevitos de paloma– estaba contaminado.
No había soluciones clásicas. La existencia misma se
descomponía en su propio centro. No tenía más camino
por delante que el rechazo íntegro y austero a los afanes
del mundo y los placeres terrenales. No tenía más que
el camino del cielo y la conversión religiosa.
PERO EN COMPENSACIÓN, Y PARA
PONER DE NUEVO LOS PIES SOBRE LA
TIERRA,
UN VIAJE MEMORABLE
Destino: Norte de Chile y Perú.
.. .. .. Fecha y duración: marzo-abril de 1956, tres semanas.
.. .. .. Medio de transporte: Ida: motonave Usodimare.
Vuelta: motonave Marco Polo.
.. .. .. Nómina de los viajeros: Víctor Ruiz, Gaspar Ruiz.
.. .. .. Razón del viaje: Todavía ensañados en contra de
Gaspar, los hados determinaron que, al repetir exámenes
en marzo, nuestro héroe fracasara por segunda (y
definitiva) vez en Geometría Descriptiva, ramo estúpido
entre los estúpidos, y perdiera su promoción al
segundo año de arquitectura. Con razón, y para colmo
después de todo lo sucedido anteriormente, Gaspar se
sentía maldito; estaba maldito; era maldito. Una prueba
irrefutable: estudió concienzudamente el F. T. D., se
convirtió en el as de las proyecciones verticales, incluso se
enamoró de la Descriptiva y decidió que efectivamente
desarrollaba la imaginación, como decían. Cuatro días
antes del examen lo llamó Barriga, desesperado; venía
llegando de Concón, sin haber abierto sus manuales en
todo el verano. Gaspar se ofreció, airoso, para hacerle
clases. Barriga apareció en San José con Pascal y con
Jaime González, que venían en la misma inopia. Se
produjo, a vista y presencia de la familia entera, un
acuartelamiento formidable: fueron una sola vez a
pescar pejerreyes al tranque nuevo: el resto del tiempo se
lo pasaron encerrados, ejercitando proyecciones bajo la
dirección sorprendentemente certera de Gaspar. El día
del examen, sus alumnos aprobaron. A él, el maestro,
lo rajaron sin misericordia. Lo peor del caso fue que no
pudo cargar contra el viejo Guzmán. El viejo Guzmán
no le tenía pica; al contrario, le tenía barra y hasta lo
quiso ayudar. Fue su mente la que funcionó mal, su
propia mente la que se negó a procesar la información
como correspondía, obedeciendo en cambio, enajenada,
a los designios de un azar confabulado en su contra.
Como todo en ese verano. Y la idea de ser una moderna
reencarnación de Job lo hundía en la melancolía más
profunda. Qué sufrimiento inmerecido para piedad tan
destacada.
Resultados del viaje
a. El norte de Chile y el Perú no eran Europa pero
un viaje era un viaje y lo pasó fenomenalmente
bien*.
b. Comprobó lo que siempre había oído de sus padres:
Chile es mejor que el Perú porque en Chile
no hay indios.
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*Documentos del viaje
1. Etiqueta de la Línea Italia, Nave/Ship Marco Polo, Cabina/
Cabin N° 18, donde Gaspar se tiró a la rucia.
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c. Se enamoró de una belleza limeña, veinte años
mayor que él, separada, de cuello delicado y brazos
largos, tostada por el sol de Ancón.
d. Se tiró –por fin– a una mujer separada. No a
la belleza limeña, inaccesible y prohibitiva; sí a
una belleza chilena, rubia y de curvas redondas.
Lugar de la escena: motonave Marco Polo, Societá di Navigazone Italia, a la cuadra de Antofagasta
(viaje de regreso).
e. Nunca supo –como en tantas otras oportunidades–
si el proyecto (del viaje) fue concebido por
su padre o por su madre, pero vivió con su padre
una experiencia inolvidable; se inició una etapa
de comprensión mutua intensa y parcialmente
duradera, vio perdonada su condición de maldito
y dejó de ser maldito.
f. Descubrió ciertas cosas acerca de su padre. Una:
Víctor le tenía admiración y lo hallaba entretenido.
Dos: Víctor ejercía un atractivo visible
sobre las mujeres, i. e., la belleza de Ancón perdió
la cabeza por él: pero sin éxito: además de
tímido y cortante con el sexo bello, Víctor era
esposo fiel.
g. Descubrimiento de Víctor: entretenido y admirable,
sí, pero había algo en Gaspar que no
entendía, un desparpajo, una desenvoltura, que
se superponían a su seriedad relativa y que en
cierto modo hacían temer por su futuro. Quizá
traerlo a este viaje había sido un error y se habría
impuesto en cambio un régimen disciplinario
estricto.
The Portrait of a Gentlemen
Como se podrá desprender de algunos documentos del
viaje que luego se proponen a la cuidadosa inspección
del lector, me encuentro en una posición que a Gaspar
le habría provocado escalofríos: tengo ante mí un repertorio
de palabras de su padre –las cartas a su mujer y
amigos de Arica y sus apuntes de viaje– y me dispongo
a presentarlas por medio de las mías. Bien podría limitarme
a reproducirlas sin intromisiones pero sucede
que tengo decidido entrometerme, si bien no pretendo
explicar a mi satisfacción por qué lo hago. Quiero decir,
explicar es lo que no pretendo hacer a mi satisfacción.
Y habría varias explicaciones plausibles, que debo a la
memoria del padre aunque no al caballero de industrias
que ha resultado ser el hijo.
Una primera estaría en un sentido de la oportunidad
narrativa. No parece oportuno reproducir cartas, ya lo
estoy haciendo en el apéndice. Pero, ojo, esta explicación
no es valedera, porque si me pareciese oportuno lo
haría: podría, si es por eso, estructurar esta crónica
entera en la forma de un epistolario. Pero reproducir cartas ahora sería contraindicado para los efectos que
persigo. Es difícil tener que dar explicaciones, es algo
siempre vejatorio: pero no tengo más remedio que
obligarme a darlas, ya lo he dicho, aunque no sea más
que ante esa forma virtual de mi caballero que pervive
en el recuerdo de quienes lo conocieron. Lo que pasa,
para evitar mayores dilaciones, es que al entrometerme
en sus palabras ejerzo una función de justicia poética,
en mí se encarna la némesis. No se olvide que en esta
crónica tiendo a identificarme con Gaspar. En este
momento soy Gaspar. Primera persona del singular,
Gaspar speaking. Unos escalofríos del carajo me han
venido y no es para menos. Apelando al estilo de mi
biógrafo, diré que lo que ocurre es lo siguiente: pervive
en mi recuerdo la permanente intromisión de mi padre
en mis palabras. No quiero decir que esto se haya dado
en la forma de una violación lingüística, ejercida en
contra de mi voluntad. Ante eso uno puede revelarse,
como en el hecho lo hice siempre que así fue. La parte
oscura del asunto iba por otro lado: su voz, su poder,
su presencia, su mera existencia, ejercían sobre mí una
presión hipnótica y su lenguaje nutría el mío, haciéndole
producir frutos que no me eran propios. A raíz del viaje
al Norte y al Perú me inicié como periodista. Utilicé
mi carnet de corresponsal de La Unión, dándole un
destino incásico y cuprífero ya que no europeo (como
se pensó que lo tendría en un primer momento. Ver «Breve introducción», punto 1). Cut.
Lo que ocurrió fue esto: Gaspar, a comienzos de
los años 60 y poco antes de emprender finalmente su
multianual wanderjahre a Europa, releyó sus artículos «incásicos» y «cupríferos», como los llama, y conoció
estos papeles de su padre, con lo cual se le vino el alma
a los suelos. El valiente, independiente y joven escritor
no hacía más que repetir, como un papagayo, las ideas y
opiniones de papá. Con la sola variante de que su prosa
era tensa y algo áspera porque de algún modo alentaba
en ella el contradictorio deseo de la diferencia. Cierto
es que en sus cartas, donde se tomaba mayores libertades,
ya practicaba un uso irónico del idioma coloquial
tendiente a sorprender ligeramente al público. «Esto de
viajar es una gran cosa», escribe a las niñitas, «y más
aun con un compañero correcto como es don Víctor».
«Nos tocó un camarote chico», agrega, «pero como es
el caso que los camarotes son para dormir y no para
jugar fútbol, el asunto no presenta inconvenientes».
Encuentra «el excusado muy cómodo». En cuanto a la
comida, «los platos italianos no son más que distintas
formas del tallarín».
Abulta considerablemente el relato de un episodio
que califica de «bochornoso e indecente» aunque «no
pasó de ser una guerra amable». Él y dos amigos de a
bordo, «un sujeto peruano y un alemán que peleó
en la segunda guerra, Hans Georg Muller», se disputaron
una tarde el control del pick-up de la Sala di
Sogiorno con «una peruana pésima que pasa el día con
un oficial del buque, flaco, farruto, viejo y pelado» al
que llamaban «comandante». La pareja ponía discos de
Raúl Show Moreno y Lucho Gatica, ellos los cambiaban
por discos de Benny Goodman y Gerry Mulligan, la
pareja los cambiaba por discos de Raúl Show Moreno y
Lucho Gatica, ellos los cambiaban por discos de Benny
Goodman y Gerry Mulligan.
Hay, por último, un ataque explícito a las blanduras
del burgués. «La palabra “agradable” se me pegó de los
gordos solemnes que venían en nuestra mesa de primera.
Para esta gente las cosas son agradables o desagradables.
Las emociones, medidas, sin gusto a nada. Las cosas no
son fantásticas, exquisitas, detestables o absurdas. Todo
es quieto, tranquilo».
Me imagino la angustia que ha de haberle producido
a Gaspar la relectura de este último pronunciamiento.
Me la produjo –ahora, en esta nueva relectura, lo
veo todavía más claro– puesto que mi exigencia de
pasión en la vida cotidiana aparece como bravata
juvenil, para exaltación retórica, cuando la pongo
junto a mi paupérrima miseria en materia de ideas
u opiniones propias. Cada vez que me presentaba en
público, cada vez que emitía un juicio, me descubría
inconscientemente apelando a mi padre, como quien
teme que no le otorguen crédito a la identidad que
muestra y se adelanta a sacar del bolsillo una carta de
recomendación: lo repetía con entusiasmo sin igual y
me sentía seguro y me venían palabras a la boca nada
más que cuando lo repetía. Avanzar un juicio opuesto a
los suyos era como querer tirarse de cabeza a una piscina
vacía: no conseguía poner mis músculos de acuerdo.
Sin embargo fueron tantas las veces en que me obligué
a hacerlo que me convertí en un herido permanente, un
contuso archigolpeado que no podía con la torpeza y la
vergüenza de sus movimientos mentales desviacionistas
u opositores. Para resumir: mis palabras no existían sin
las de mi padre.
Es lógico (desde el punto de vista de las leyes internas
del crecimiento orgánico) que Gaspar quiera hoy
reinvertir el proceso y dar cuerpo a las palabras de su
padre por medio de las suyas propias. Para empezar, it
takes a living man to do something about a dead man,
y quizá esta última frase decisiva debió haber sido la
primera y nos habríamos evitado tanto rodeo. Pero repito:
es embarazoso dar explicaciones, sobre todo en punto a
materias delicadas, más aun cuando participan de lo
profanatorio. Y ese embarazo tenía que quedar inscrito.
Era necesario lanzar la piedra y no sólo atender el golpe
contra el vidrio y al ruido de la quebrazón sino también
trazar la parábola de su recorrido desde el instante
mismo en que salió despedida de la mano agresora –o
desde antes.
A partir de la primera línea de la primera carta de
mi padre advierto el entusiasmo y la excitación del viajero,
librado al espacio infinito de la curiosidad y la
memoria*. Puede que vaya inquieto y hasta algo asustado
por el vuelo. La situación es imprevista y novedosa. «Mucho, pero mucho te extraño a ti y a los niños»,
escribe a mi madre. «Será que nos hemos acostumbrado mal», agrega, «a estar siempre todos juntos; a pesar de
lo lindo que es esto, los extraño mucho.»
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* Documentos del viaje
2. Carta de Teresita a Víctor y Gaspar: «Queridos papá y
Gaspar». En hojas perforadas de composición. Con
postdata de Susana mamá, San José, 22 de marzo de
1956.
3. Carta de Susana chica a Víctor y Gaspar: «Queridos papá y Gaspar». En hojas id. San José, 22 de marzo de 1956.
4. Carta de Susana a Víctor: «Querido Víctor». En papel de
escribir a máquina, tamaño carta. San José, 22 de marzo
de 1956.
5. Carta de Víctor a Susana: «Mi rucia querida». En papel
con membrete de Italia, Societé di Navigazione. A bordo
del Usodimare, lunes 23.4.56.
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Y más abajo continúa: «El pasearme por cubierta con
ese viento fantástico que quisiera guardar para llevártelo
es algo que no puede pagarse con nada. He dormido
mucho, a toda hora, pero créeme, despierto a las horas
más raras pensando en Uds., en mi rucia y en las niñitas –en la Susana con sus manías de limpieza, en la Teresita
peinándose como mi madre, en la Barbie con su
melenita rucia, en Vitoco con su radio a galena y en
la Clarita que ya empieza a hacerse oír. Pero pienso
sobre todo en que tú estás durmiendo mal, preocupada,
aburrida de llantos de niños, de papas y de leseras».
Se hace patente un ligero sentimiento de culpa.
Porque lo está pasando realmente bien. Me acuerdo
como si fuera hoy. Se levanta temprano –ni siquiera
en ese barco blanco deja la costumbre agraria de madrugar–,
me saca a la rastra de la cama y me pone a
correr la ducha. Puede parecer absurdo, y sin duda lo
es, que se moleste en echarme a correr la ducha a mí,
pero no lo hace más que por el automatismo de una
vida. Está habituado a salir de la cama provocando
actividad y movimiento inmediatos, dando órdenes,
llamando por teléfono, tocando la campana para convocar
al administrador y discutiéndole a través de la venta
abierta, mientras se afeita, el programa de faenas del
día. El asunto es que me tengo que levantar, no porque
haya nada en especial que hacer sino porque la ducha
está corriendo y la ducha no puede seguir corriendo
la mañana entera mientras yo decido si me levanto o
no. En tanto me seco con una sábana magnífica –ojalá
tuviéramos en Chile sábanas como estas, gruesas, pesadas,
absorben el agua como por arte de magia–, lo
observo afeitarse*.
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*Documentos del viaje
6. Fotografía de Víctor y Gaspar. M/N Usodimare, marzo de
1956. Se incluye más adelante.
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Todavía a los 18 años me produce fascinación observarlo
afeitarse porque me recuerda la fascinación que
me producía de niño. La cara cubierta de una espumosa
barba blanca, que crecía y crecía con los expertos movimientos
giratorios del hisopo empuñado que iba de un
lado a otro, subía y bajaba, con agilidad notable. Mirándose
al espejo, con religiosa concentración, acercaba
la cara hasta que la respiración empañaba la boca de
la imagen reflejada. Se alejaba un poco, y apretaba los
dedos a la altura de la sien, estirando hacia arriba la
piel. Entonces venía la afeitadora y abría caminos de
bajada en la espuma, uno tras otro, que recorrían el
bigote, la barbilla, y se juntaban por debajo de las
mandíbulas, dejando aquí y allá manchas mínimas de
sangre. Luego se repetía la ceremonia, sólo que ahora
los caminos se abrían en sentido inverso, hacia arriba.
En seguida me afeito yo, lo que no merece descripción
alguna. Me tomo mi tiempo en vestirme, no es cosa
de llegar y ponerse la misma ropa del día anterior o lo
primero que uno pilla. Hay que combinar materiales y
colores, jugando sobre la línea pero sin pasarse de largo. Mi padre es menos estudiado y más exitoso. Siempre
sobrio y exacto, no calcula ni piensa dos veces qué se
pone. No creo que sepa o recuerde que hay una línea.
Mano diestra. Experiencia. Años de circo.
Vamos al comedor invisiblemente escoltados por
el aroma fresco de la colonia de mi padre. Saluda con
aprobación a los camareros, perfectamente seguro de
que están ahí para servirlo, y satisfecho de la eficiencia
del servicio. Nos cruzamos con otros pasajeros por el
pasillo. Con algunos se produce un reconocimiento
mutuo de afinidades y una ligera inclinación de cabeza,
que más tarde o al día siguiente se convierte en una
conversación en la piscina, un trago en el bar o un
bridge en la Sala di Sogiorno. Al minuto de subir a
bordo en Valparaíso ha revisado la lista de pasajeros.
No va nadie conocido, lo que le parece raro; salvo un
señor Barletta que se va para siempre a Tahiti y con
quien alguna vez hizo una operación comercial. Tipo
pintoresco. Me intereso en él porque en alguna parte
de mí hay un tipo pintoresco que querría irse a Tahiti
para siempre.
Antes de sentarnos a un suculento desayuno de
huevos revueltos con tocino, jugo de naranjas, café con
leche y tostadas con mantequilla y mermelada, obtiene
el boletín de noticias elaborado por el radiotelegrafista
del barco. Nada de El Mercurio. «Guárdame los
Mercurios durante los días que esté fuera», le pedirá a
mi madre. «Me da mucha impresión ver niños a bordo,
que vienen muchos, con sus padres, especialmente de
oficiales de ejército que van destinados al Norte –por
cierto, ni uno solo le corre un metro a los tuyos. ¿Será
que me estoy envejeciendo prematuramente y me voy
poniendo chocho? Me imagino que cuando fuiste a EE.
UU. te debe haber pasado a ti algo parecido. Sabías,
como sé yo, que todos están bien y bien cuidados, pero
cómo quisiera hacer este viaje en barco –si yo no fui
marino me explico y comprendo el embrujo del mar–
contigo y con los niños. ¡Ya tendré la fortuna de hacerlo
un día!»
Por cierto que sabe que no envejece prematuramente
ni se está poniendo chocho. Y si así fuera, no le importaría,
a condición de que ese lamentable estado no se
tradujera sino en la contemplación orgullosa de sus seis
niños viviendo. Se considera un hombre feliz. Y no acierta
a comprender que alguien pueda no serlo, menos que
nadie sus hijos. Menos lo comprendería ahora, tendido
como va en un deck chair y con un libro abierto sobre
las rodillas, absorto en el espectáculo del mar y bajando
los párpados para resistir el golpe de la luz de la mañana
en las pupilas. La felicidad es completa, no hay pasado
que no sea un buen recuerdo –sus años de juventud en
el Norte, su estadía adolescente en Europa («las horas a
bordo me han hecho retroceder en el tiempo a mi viaje
a Europa con el papá y la mamá»– ni hay futuro que no
sea una promesa, los niños creciendo, desarrollándose,
como los árboles en San José, un ciclo infinito de primaveras
y veranos bajo cielo despejado. Una nube pasa
por su carta: «Sabías, como sé yo, que todos están bien
y bien cuidados» ¿Estarán bien? Por supuesto que sí,
están con la madre, qué tontería, pero a lo mejor la
madre no está bien, «pienso sobre todo en que tú estás
durmiendo mal, preocupada, aburrida de llantos de
niños, de papas, y de leseras». «Ojalá», continúa, «ojalá
no te sientas mal ni pierdas la paciencia. Que duermas
lo más que puedas pensando en que te tengo muy cerca
y muy al lado porque me haces mucha falta... Que ojalá
no tengas desagrados de ninguna especie para que yo
pueda desaprovechar en forma este viaje que en verdad
me hacía falta porque estaba cansado más de lo que
creía; el consuelo enorme es ir con Gaspar, que es tan
parecido a ti, tu prolongación absoluta».
* * *
Cristián Huneeus nació en 1937, en Viña del Mar. Desde su época
de estudiante del Instituto Pedagógico obtuvo premios en concursos
literarios por sus cuentos. En 1960 presentó su primer volumen, Cuentos de cámara. En 1961 recibió una beca del British Council
para asistir a Hull y a Londres como investigador. Luego de trabajar
por un año en el servicio latinoamericano de la BBC, cursó un
Doctorado en Literatura Inglesa en la Universidad de Cambridge y
se especializó en la obra de D. H. Lawrence. Durante sus años en
Inglaterra, reunió dos novelas breves en Las dos caras de Jano (1962).
Posteriormente, ya en Chile, presentó un nuevo compendio de
cuentos, La casa en Algarrobo (1968).
De 1972 a 1976 dirigió el Departamento de Estudios Humanísticos
de la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile, donde hizo
posible que escritores e intelectuales de su tiempo ejercieran la
investigación y la docencia, además de dar forma a iniciativas
como la revista Manuscritos (1975). En 1977 se radicó en el valle
de La Ligua para dedicarse a la agricultura y a la labor de cronista
de prensa. En 1980 publicó El rincón de los niños, novela que tuvo
pocos lectores y controversia crítica. Le siguió la nouvelle El verano
del ganadero (bajo el heterónimo de Gaspar Ruiz, 1983) y el volumen
de ensayos «Paradiso»: lectura de conjunto, escrito junto a Enrique
Lihn, Adriana Valdés y Carmen Foxley (1984). Fue célebre, además,
la serie de entrevistas a intelectuales chilenos de la época que realizó
para la radio de la Universidad de Santiago.
Cristián Huneeus murió en diciembre de 1985, en Santiago. Su
obra, sin embargo, está lejos de darse por concluida. En 2001,
Daniela Huneeus y Manuel Vicuña publicaron una recopilación
de sus Artículos de prensa (1969-1985), y la edición de su póstuma Autobiografía por encargo (2005) fue acompañada por la crónica de
Tony Gould, Un amigo en Chile. Tras la huella de Cristián Huneeus (2005). En 2008, Sangría Editora comenzó la reedición de su obra
novelística con El rincón de los niños., que continuamos con El verano
del ganadero en 2010.