
        En torno a La   Derrota del Paisaje,  de Antonio Rioseco Aragón
        Por Carlos  Henrickson
        
        La  nostalgia en poesía -cuando hablamos de efectiva transformación poética- ya no  tiene ese dulzón tono y carácter de la balada en su forma primitiva, aún hoy  viva en cualquier estación de radio que se respete. La nostalgia, en poesía,  implica el entendimiento y la vivencia profundos de la efectiva simultaneidad  de los tiempos y los espacios en la representación -poéticamente, lo que no  está está, y este acento lo hace aún más inquietante que la simple  ilusión sensorial.
          
          Pienso en  Ennio Moltedo cuando digo esto, y no voy lejos cuando me toca ahora presentar  el primer libro de Antonio Rioseco Aragón (Los Ángeles, 1980), La derrota  del paisaje (Valparaíso: Ed.  Inubicalistas, 2009): de hecho es una cita del gran maestro de la poesía  de Valparaíso la que encabeza uno de los poemas que me parecen centrales en el  poemario –me refiero a “El habitante engañado”. Leo de ese poema la tercera  estrofa:
        
          
            Sólo cuando comencemos
a ser  habitados por el         óxido
              comprenderemos  esa herencia 
              que,  como el polvo,
              comienza  a ocupar el espacio
              dejado  por lo ausente.
          
        
        Es la  herencia del rumor de las pisadas, los objetos que llevan / ánimas  atadas al relato: y este moltediano habitante debe sufrir estas cosas, ya  que para ello ha sido entrenado. Una conciencia difícil, ya que éste que habla  no es en absoluto un vate.
          
          Ser un  vate implicaría ser el puro canal de un mundo otro, como de algún modo lo  confirman los adivinos contemplando transparencias –piénsese en el agua quieta,  la esfera de cristal. Por ello, la tradición los desea ciegos a este mundo  lineal de cosas presentes. Pero, ¿cómo haces el mismo truco con los ojos  abiertos y sin ser Tiresias? La simultaneidad aterradora del mundo va a pasar  la cuenta a cualquier aspirante a la verdad del mundo, para hacerle elegir  obligadamente otro camino de verdad, de más vértigo y menos prestigio: la vía  poética. 
          
          Rioseco lo  sabe, y como tal, asume la débil realidad del mundo enfrente y de sí mismo como  observador. El sueño, o la pesadilla, puede coincidir con el sólido horizonte  urbano –que a su vez puede ser barrido por bombas o por el espectro de cisnes  elevándose desde humedales: Vietnam puede estar en la puerta del edificio de  Lennon, cuando la guerra ya había terminado. La consistencia de la  cotidianeidad logra desvanecerse, y el vaso de alcohol sólo confirma la  percepción anterior de un mareo mil veces más radical –de raíz. El paisaje enfrente cae efectivamente en la evanescencia –la conciencia poética le pasa  por encima.
          
          En la  poesía chilena contemporánea la entrada de esa otredad en esto mismo asume varias formas –basta recordar las alucinaciones futuristas de un  Maquieira o la palpable substancia intempestiva de la lengua latina o inglesa  en el centro de la anécdota en Germán Carrasco-; en Rioseco es clara la  elección por la entrada de lo desplazado. Se trata del apego a lo caído de lo que habla en esa ciudad deshabitada, con un depósito entero de  momentos que quedaron en la posibilidad o el olvido: 
        
          
            Hay ataúdes  que siguen intactos bajo tierra.
                  Hay una  ciudadanía oculta que corroe desde abajo.
                  Hay un  temporal que llega y que no llega.
          
        
        -como  señala en esa corrida de versos que parece indicar el manantial que se ha mal  llamado lárico, y que debiera calificarse de forma más precisa: lo que la  ciudad chilena moderna desplaza mientras deja su huella, como un combustible de  reacción para asegurar el flujo de sus imágenes propias. El poder de lo urbano  depende de la medida de su destrucción, y ésta sólo puede corroborarse por sus  ruinas: los muros bajo el suelo, los secretos mal guardados.  Teillier en esto fue fundacional, en su forma de trazar un sujeto poético que  más se definía mientras más se desdibujaba su entorno posible de afecto o  pertenencia.
          
          Pero  Rioseco no tiene interés en definir ese sujeto. Es más: me parece que se remite  una y otra vez a un sujeto múltiple, con lo que fragmenta más la posibilidad de  poéticas definidas como mayores. El apoyo estará, naturalmente, en el  desarrollo de la anécdota como posibilidad de vaciar la universalidad de la  poesía mayor, y construir un flujo propio de imágenes. La resistencia vendrá  entonces desde la inhabitabilidad del mundo, lo áspero de la situación del  hablante. El casi alarde de las versiones del poema de Carver me parece un  gesto nítido en esta dirección, así como la decidida y necesaria evasión que es  ostentada en el texto final.
          
          Como  primer libro de Rioseco, el poemario es una buena sorpresa con respecto a  búsquedas poéticas. Es fácil experimentar a estas alturas de la ruina de los  grandes discursos: lo difícil resulta dar los pasos conociendo el suelo que se  pisa –como las crisis financieras se resuelven capitalizando y no especulando  sobre el aire. El trabajo consciente del sonido, el sentido y la imagen en cada  uno de los textos de La derrota del paisaje es garantía del encuentro de  una voz poética propia, que me parece ya responder a ese mismo aire que  veo en Ennio Moltedo, Guillermo Rivera o Eduardo Jeria: distintas generaciones  pero un mismo entorno con una forma de vida y de sentido de lenguaje comunes,  situados decididamente de espaldas a la poética de capitalías, con su frecuente  tendencia a la hazaña literaria –artística, política o mediática. En  sentido estricto, esta pertenencia a una cierta disciplina escritural porteña  (por no decir “estilo” o “tradición”, lo que implicaría seguras falacias) más  que limitar la pluma de Rioseco, le da sustancia y cimienta una vía sólida.
          
  La  derrota del paisaje confirma desde el lugar de la autoría lo que ya confirmó Carta de Ajuste (Valparaíso: Ed. Cataclismo, 2007), antología de poetas inéditos de Valparaíso,  desde el sitio de coeditor y seleccionador de autores y textos junto a Juan  Eduardo Díaz: una decidida llamada a estar en la que es una de las trincheras  fundamentales de la cultura chilena contemporánea, que es la afirmación de la  poesía como visión de mundo, más acá de las consagraciones literarias  académicas o periodísticas. En éste, un lugar del que ya no se sale, Antonio  Rioseco Aragón confirma su carta de residencia.