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          Obra Completa de Gustavo Ossorio (Santiago: Ed.  Beuvedráis, 2009):
 
          una buena noticia
        
          Por Carlos Henrickson 
          
        
         
        Existe una obvia  dimensión espiritual “ascendente” de la que procede muy directa y visiblemente  nuestra cultura. Pensar en las divinidades como seres del cielo, en este  sentido, es de hecho la gran elección cultural de nuestras sociedades, desde el  castigador y terrible Yavé hasta el claro, luminoso y festivo Olimpo: aunque  bien pudiera haber  sido otro el camino. Los seres celestiales que rigen la vida  diaria de los hombres, que obedecen a su razón y a su deseo, siempre tuvieron  su opuesto despierto y vigilante en las entidades subterráneas y nocturnas. El  Olimpo podía regir la vida diaria e iluminada por el sol, podía dictar las  leyes e inspirar la discusión sobre el destino y las decisiones de la polis –al fin y al cabo, su creatura-; sin embargo, ante la muerte y todo aquello que  estaba más allá de la razón y los muros de la ciudad otros regían. En vez de  ofrendas que se queman hacia el cielo, ofrendas que destilaban suelo abajo; en  vez de la elevación del alma hacia Dios, el oscuro y doloroso descenso, la catábasis.
sido otro el camino. Los seres celestiales que rigen la vida  diaria de los hombres, que obedecen a su razón y a su deseo, siempre tuvieron  su opuesto despierto y vigilante en las entidades subterráneas y nocturnas. El  Olimpo podía regir la vida diaria e iluminada por el sol, podía dictar las  leyes e inspirar la discusión sobre el destino y las decisiones de la polis –al fin y al cabo, su creatura-; sin embargo, ante la muerte y todo aquello que  estaba más allá de la razón y los muros de la ciudad otros regían. En vez de  ofrendas que se queman hacia el cielo, ofrendas que destilaban suelo abajo; en  vez de la elevación del alma hacia Dios, el oscuro y doloroso descenso, la catábasis. 
          
          Este contraste  entre la búsqueda luminosa y la búsqueda oscura tiene sus ecos en todas las  manifestaciones culturales de nuestro mundo: habría que ver, por ejemplo, cómo  las poéticas chilenas tienden a asumir posiciones en una forma prácticamente  maniquea: poéticas claras (desde el modernismo de Rubén Darío, el obvio y  cívico Neruda post-Guerra Española, el larismo desde Juvencio Valle hasta  Efraín Barquero y Jorge Teillier, el ansia cívica e hímnica de un Zurita, etc.)  y poéticas oscuras (desde la partida chilena del modernismo con Pedro Antonio  González, las múltiples vanguardias que deseaban rescatar lo irracionalidad  desde Agú hasta la   Mandrágora, De Rokha en sus ecos más profundos, Díaz  Casanueva y Rosamel del Valle, hasta llegar al asombro radical ante el lenguaje  de Enrique Lihn o Juan Luis Martínez). Pertenecer a estas “poéticas oscuras”  significó –y aún significa para ciertas comisarías críticas- pertenecer a  cierta tradición secundaria, adjunta y subalterna, que alimenta de  material y procedimientos a sus gemelas claras que tienen en su poder las  misiones finales: la palabra cívica y la dotación de sentido al ser nacional.  Si bien este cuadro no se aplica en absoluto a la producción efectiva de la  literatura chilena actual, durante largos años fue una convicción permanente. 
          
          Es así que la  conocida como “segunda vanguardia” por los cronógrafos literarios quedó  ensombrecida por una minoridad abismante. Manchada por cierta vaga acusación  ética –¿búsquedas poéticas mientras mueren niños en España?-, investigando  modos poéticos europeos mientras en esos mismos finales de los 30 la prosa  estaba descubriendo el mundo popular chileno, en un momento en que se ve ya  armado e inconmovible un canon desde Pezoa Véliz hasta Neruda –falacia en la  que aún estamos envueltos nosotros-, canon en el que lo que no corresponde a la línea es ruido de ambiente; en ese momento, los “poetas oscuros” de ese  38, parecen verse condenados a un segundo plano.
          
          Quién pudiera ser,  en este sentido, más condenado que Gustavo Ossorio, quien desde ya muestra esa  misteriosa coherencia entre vida y poética característica de las figuras épicas  del oficio. A su fatal camino vital –en que no faltó ni la enfermedad ni la  locura-, a su escasísima figuración pública, se suma quizás el haber vivido en  un momento poético absolutamente privilegiado en la historia de la poesía  nacional, en el que el desarrollo de escrituras de gran complejidad enfrentaba  desafíos profundos. Tan sólo dentro de lo que pudiéramos llamar poéticas de catábasis –descenso espiritual, búsqueda interior, examen poético de la muerte y la  fatalidad-, estaban además las figuras señeras de Hernán Díaz Casanueva y  Rosamel del Valle, así como la poesía negra del grupo Mandrágora. Quedó   entonces, consecuentemente, como uno de los tantos nombres a media voz de la poesía chilena, junto a Hugo Goldsack, Boris Calderón o Julio Tagle:  rarezas bibliográficas para el conocedor.
entonces, consecuentemente, como uno de los tantos nombres a media voz de la poesía chilena, junto a Hugo Goldsack, Boris Calderón o Julio Tagle:  rarezas bibliográficas para el conocedor.
          
          Una de los aportes  fundamentales de la Obra   Completa (Santiago: 2009) de Gustavo Ossorio, publicada  por Editorial Beuvedráis y editada por Javier Abarca y Juan Manuel Silva, es  claramente el resaltar la originalidad y enorme intensidad de la poesía del  autor. El daño de la permanente canonización de los cronógrafos literarios  chilenos es obvio: la escritura de Ossorio reúne características de una poética  absolutamente madura, con un rigor y una vivencialidad profunda que sorprenden. 
          
          A pesar de su  marcado sello oscuro (el “diálogo permanente con la noche y la muerte”,  remarcado por Rosamel del Valle), es importante considerar el carácter  profundamente iluminador de la poética de Ossorio. En respuesta a la consulta  sobre su poética para la   Antología 13 Poetas Chilenos, realizada por Hugo  Zambelli, Ossorio responde:
        “La poesía no es para mí ni  el anecdotario rimado, ni el romance, ni nada que emita destellos ni signifique  una decoración amable ni una música sensual. Ella es para mí el verbo encendido que con tremenda voz clama por el lugar justo del hombre entre sus  semejantes; y es el vestido mágico para aparecer y desaparecer a voluntad;  y el don de salir de uno mismo o de entrar en uno como un  ojo encendido, para visitar la sima profunda” (los destaques son míos)
        Llama la atención  la repetición del concepto de lo “encendido”, y la aspiración hacia el “lugar  justo del hombre entre sus semejantes”: poco o nada hay acá de la defensa de  una poesía libérrima o desasida. Se aprecia un sentido muy profundo de la  experiencia poética, lejos del alarde vanguardista, lo que lo acerca mucho más  a Díaz Casanueva que a la   Mandrágora, más a la aún poco conocida conciencia estética  rokhiana que a la lúdica poesía automática. 
          
          El mismo Ossorio,  al explicar su concepción poética en una carta a la poeta argentina María Adela  Domínguez, cita una frase de Rokha: “La estética es el conocimiento intuitivo  del universo, formulado en esquemas y axiomas conceptuales”. Este acercamiento  a la poesía como hermana de la pregunta filosófica debería expresar la apertura  de un posible nuevo “campo” en la producción poética chilena, en que autores  como Díaz Casanueva, Rosamel del Valle y el mismo Ossorio puedan ser vistos  bajo una luz distinta y más consistente que hasta ahora. La sumamente lúcida  misión de la poética de Ossorio (“expresar la batalla del ser”) podría ser  desde ya el punto de inicio de una “descanonización” y una nueva mirada sobre  la producción literaria que rodeaba el año 1938.
          
          Llama la atención  la absoluta ausencia de lo anecdótico en la poesía de Ossorio. “Vida es una  cosa, poesía otra”, afirma en la carta ya citada: y esta condición de oficio  trascendente se confirma claramente en toda la trayectoria de la obra que se  nos ha dejado conocer. Acaso el nivel de experiencia asume una dimensión muchísimo  más profunda: una dimensión cerrada y personal, que no deja de reconocerse eco  de angustias primordiales humanas: la muerte, la posibilidad de trascendencia,  la pregunta por el ser. La “subjetividad” de una poética como ésta es, quizás,  sólo una palabra vieja de encasillamiento, desde el instante en que las  problemáticas esenciales distan mucho de ser reductivamente personales. Estas  angustias llaman a una memoria –una palabra clave en la obra de Ossorio  y destacada con mayúsculas por Díaz Casanueva en el prólogo a El Sentido  Sombrío, de 1948-, reserva en que las imágenes y presencias de una  colectividad están presentes: y esa colectividad no es la cerrada conciencia  nacional o popular, sino la expresión de una humanidad, que en su viejo sueño  de trascendencia propia, naufragaba en esa década de forma casi final. 
          
          Esta universalidad  es posible porque este “yo” poético no es en absoluto el “yo” romántico. Este  “yo” implica la persona de una experiencia límite y mistérica, cuyas rota  trascendencia y limitación esencial se plantean en el aparente hermetismo y la  intensidad emocional casi religiosa que podríamos leer en un Hölderlin o un  Rimbaud. Como poética de “catábasis” cumple con una milenaria tradición de  abrevar en las aguas más oscuras en busca de la definición más plena de las  posibilidades del ser humano, en lo que es quizás el gesto reflejo y  necesariamente complementario de esas otras búsquedas del 38: la literatura  nacional, el ser popular. 
          
          Esta edición de la  obra completa de Ossorio marca una positiva señal en pos de una necesaria  relectura de la literatura nacional desde un punto de vista más abarcador y  comprometido –comprometido en el sentido de tomar las obras literarias como  formas vivas, y no como restos o marcas de la historia social, política, o de  una “historia literaria” que cada vez suena más a mito vacío. El prólogo de  Juan Manuel Silva, en este sentido, salva el obvio defecto de no tratar  directamente en toda su extensión el caso, la vida y la obra de Ossorio, a  través de un formidable desafío a los modelos de lectura historiográfica de la  poesía chilena.