A LA SOMBRA: Un testimonio poético
Por Carlos Henrickson
La testimonialidad es uno de los impulsos más fuertes que se reúnen en esa coalición misteriosa de los que conforman en su conjunto la voluntad poética. La necesidad imperiosa de presentarse como un reflejo de la existencia real en el mundo tiene que enfrentarse –cuando no complementarse- a un persistente impulso de evasión, o más exactamente, a uno que intenta formar y fundamentar un habitar propio francamente opuesto a la existencia real. La oposición absoluta y adialéctica que se esgrime a veces entre poesía testimonial y poesía de evasión es, en este sentido, de una utilidad máxima: ayuda a ver y confirmar al que la plantea como alguien que no entiende en absoluto de poesía –y que sí, muy probablemente, maneja bien cómo conseguirse oficinas en la administración pública.
Es en este plano que la producción que surge desde el encierro llama la atención desde una perspectiva harto más profunda para el lector bien criado que para el eterno buscador de la novedad literaria. Éste último, probablemente, buscará en el detalle propiamente mimético y descriptivo la justificación de cierta ética extraliteraria de gran arrastre entre los comisarios del asistencialismo cultural actual, en que la divinización de una básica y pedagogizante noción del “gesto en sí” de la expresión artística –que valdría más que cualquier concepto que oliera de lejos a calidad literaria. Un lector bien criado busca más bien en la escritura del encierro la confirmación de dialécticas más complejas que forman la base de toda voluntad poética seria: una actividad cuya ansia libertaria está presente desde su conformación profunda.
Sobrepasar el gesto asistencialista es, entonces, una virtud difícil y un riesgo, y es en A la Sombra (Santiago: Alquimia Ed., 2008) donde me parece que gran parte de los errores y vicios de las experiencias de talleres en presidios se han evitado con un logro meritorio. Esto, en base a una voluntad expresa de elevar la imagen del encierro a una condición más profunda y universal, lo cual se logró uniendo a la experiencia de taller a una misma cantidad de autoras internas con la de autoras de trayectorias notorias tanto en el plano regional como en el plano nacional. El resultado que alcanza la forma impresa es de una gran contundencia expresiva, por cuanto salvando la natural diferencia de disciplina escritural, se hace efectivamente para el lector un abanico de experiencias poéticas tras un par de conceptos definidos (el encierro, la sombra).
Así, impresiona la testimonialidad desarrollada –que sabe integrar el reporte de la realidad con el mundo del ansia, de lo deseado- de Judith Muñoz, Nelly Bastías o Vivian Zeledón, que puede encontrarse sin grandes distancias en la expresividad con las poéticas en que el encierro y la sombra se asumen desde una existencialidad radical (como en Rosabetty Muñoz o la desafiante Danitza Fuentelzar) o desde la enajenación de sí en el seno de la ciudad (como en los bellos y violentos textos de Gladys González). La diferencia que se expresa en estas voces hace que entre, por ejemplo, la extrema poética existencial de Alexia Caratazos y el frío y violento testimonio de Cecilia Espinoza se enlace un arco que da a leer un mismo arte y un mismo oficio. El orden rigurosamente alfabético, que no discrimina entre poetas internas e invitadas desde afuera, confirma que esta voluntad no se queda en la declaración de intenciones.
Mención aparte merece el cuidado trabajo gráfico de la publicación, que incluye un registro visual de los talleres en versión DVD. Los sobresalientes retratos de las poetas realizados por artistas visuales, no sólo confirman la convergencia entre artistas declarada en el prólogo de Carolina Schmidt (gestora de la experiencia), sino además el carácter de celebración de la expresión artística como manifestación integral más allá de pedagogías.
La continuidad de este enfoque multidisciplinario y profundo de convergencias es, desde ya, una buena noticia, y más aun cuando se proyecta en el tiempo y hacia fuera de la Región Metropolitana. No queda sino saludar y esperar que este tipo de iniciativas pasen de ser parte de nuestra política cultural puramente eventista a ser instancias permanentes de interés público. En un país cuya enfermedad fundamental es la falta de voluntad –por no llamarle cobardía moral-, no se puede sino desear que estos esfuerzos se continúen y multipliquen.