Poco me importa, de Andrés Florit: una  poética de reacción 
        
        Por Carlos Henrickson
        
        La deriva por la ciudad es uno de  los fundamentos claros de la modernidad poética. Desde el central artículo de  Baudelaire, El pintor de la vida moderna, de 1863, ese exilio liviano  del flaneur, que pasa  despreocupado sobre esa ciudad que se transforma  incesantemente, se constituye como una de las situaciones privilegiadas del  artista: ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo,  tales son algunos de los menores placeres de esos espíritus independientes,  apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir torpemente.
despreocupado sobre esa ciudad que se transforma  incesantemente, se constituye como una de las situaciones privilegiadas del  artista: ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo,  tales son algunos de los menores placeres de esos espíritus independientes,  apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir torpemente.
          
          Sin duda, esa figura del flaneur,  algo indolente y con cierta conformación nerviosa que reinvierte toda su  energía en el vicio de la contemplación y la posterior representación de  aquella fantasmagoría extraída de la naturaleza -esa figura no  corresponde en absoluto a la para hoy simpática imagen del escritor que  denuncia la injusticia o el carismático iluminado que hace de sí mismo el  ombligo de su concepción del mundo. Por lo mismo, hacerse acompañar de un  desasido verso de Pessoa y habitar conscientemente un lugar de reacción ante la  “revolución” posmoderna, son un par de los corajes detrás de Poco me importa (Santiago: autoedición, 2009), de Andrés Florit (Santiago, 1982), en que el  autor irrumpe desde ya con provocaciones de peso ante las exigencias con  respecto a la situación de la obra literaria. Ante el deber con respecto a un  futuro que parece imponer a coros el mundo, el autor impone otro deber tanto  más importante, y por lo demás legítimamente propio del poeta: el desasimiento  necesario y consciente –presente- del artista moderno.
         Un índice de esto puede verse en  “Tendido sobre la hierba”:
        
          
            Tendido sobre la hierba
              escucho a unos pájaros
              y poco me importa 
              saber sus nombres.
          
        
         El desasimiento –poco me  importa- impone a Florit una definida y provocadora reacción ante una  poesía omnisapiente cuya altura sobre el mundo permita redimir a éste o  a sí misma. El consciente hedonismo sencillo que este poema eleva como enseña  dicta, quizás, el programa de la escritura de Florit: el no saber como  gesto consciente, sin nada de inocencia, como punto de partida para la  posibilidad del lenguaje poético.
          
          Y esto porque la palabra, y el  mismo nombrar las cosas y los seres se van poniendo en entredicho en una  vivencia poética sin el espectáculo estruendoso del demiurgo. En éste último,  este gesto es inicial y constitutivo; en la modernidad poética, conservada en  el gesto reactivo de Florit, el nombrar es prácticamente una necesidad pesada y  confusa para la expresión de esa muerte acumulada en nosotros. El  divorcio con el logocentrismo es, entonces, decidido desde la crisis del sujeto  poético (Lo que digo / no soy yo, en “Quién es éste...”), que tampoco  encuentra sosiego en el callar (cfr. “A la vieja usanza”) y a quien la ciudad  le pesa como una necesidad en la que es necesaria la transformación poética. Y  más aun si hablamos de una en particular: aquella de las 3 de la tarde, ya  sin prisa, en que constituye un pecado corregir la ortografía de los  muros -esto es, un espacio libre de eventos cuya representación o  explicación se hace imposible. Tan sólo funcionará para ello la liviana  ambición del croquis, la representación aproximada y conscientemente subjetiva  del plasmador de imágenes. 
          
          Esa preferencia por la  contemplación conjuga otro perfil para la decidida reacción desde la modernidad  de cara a la crisis del lenguaje y del sujeto. La presencia de las cosas (y  hasta la huella de la presencia de las cosas) aplasta su denominación: la  pregunta heideggeriana se diluye ante la absoluta realidad de lo que se mueve,  se desplaza, se va y no deja de indicarse a sí mismo como pasado, un pasado que  logra coexistir y ser presente bajo el sello de la inquietud. No resulta casual  ni inocente, en este sentido, la indicación a The Californians Tale, de  Twain.
          
          Una poética con este recurrente  vínculo a lo pasado, esta reacción: sería absurda y fuera de lugar si no  encontrara una palabra justa, y ahí radica la virtud final de Poco me  importa. La creencia en la labor poética como una búsqueda de una expresión  más precisa de la realidad, que sepa que tiene una vocación demiúrgica crítica,  condenada a la sordera en una época sorda –ésa es la alimentación ética  preponderante en la poética de Florit: Tartamudear es un comienzo. En  este sentido, aunque corresponda recalcar la poca solidez de la obra como  totalidad –existen notorias diferencias estilísticas entre los textos, y se  echa de menos un programa que logre unificar el conjunto de poemas-, queda  clara una intención de situar a la creación literaria en la medida justa de su  poder o su impotencia. El poema final del libro es luminoso en este sentido: la  obra literaria se inicia en la escucha más que en la ejecución de melodías.
          
          En un medio literario en que la  inquietud política se convierte en central –por lo que salta a ser “tema de  turno”, necesario escalón para aprendices de burócrata-, y en donde se ha  legitimado por parte de un par de poetas de la generación de los 80 invocar  palabras con mayúsculas que tan sólo un militar o un funcionario de los  militares habría tenido la cara dura de decir u ocupar burlescamente –para  resumirlo en un concepto, en el fascismo de parodia de la estrategia literaria  concertacionista, instalado a medias y a punta de insolencias de sus agentes  cubiertos y descubiertos, uno definitivamente termina por respirar de alivio  ante el increíble hecho de que se siga haciendo poesía con una real  preocupación al cuidado literario. Esta última inquietud, que constituye la necesaria  ética del trabajo literario, no es –como tal vez quisieran los últimos profetas  de la avanzada literaria- un escombro escondido y algo mohoso, como una  primera edición de Enrique Lihn o una anécdota (otra más) de Teillier pasado de  copas, sino que revive por propia necesidad, como parte fundamental de la  actividad literaria y condición para su supervivencia más allá de la  “transición” y la sofisticada manipulación instrumental de la actividad poética  por parte de moros y cristianos.