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        "34", de C. Faúndez
                  Por Carlos Henrickson
          
            
              
        
        Conozco desde hace  una buena cantidad de años a Claudio Faúndez (Valparaíso, 1973) (C. Faúndez, en  su nombre de autor), y me es imposible olvidar Playa Ancha –como paisaje humano más que como imagen detenida- en el instante en que tengo que dar cuenta de 34 (Valparaíso: Ed. Cataclismo, 2008), poemario en que celebra ese  número de años,  si es que de una celebración se trata. Y esto porque Playa Ancha, más que cerro  o sector, casi una ciudad asociada al puerto de Valparaíso, sigue siendo un  ejemplo cotidiano de esas realidades que se nos han estado escapando de la  literatura desde que pueblo pasó a ser de nuevo una simple palabra –y  una mala palabra. A pesar de ciertos intentos risibles de convertirla en  patrimonio literario (incluyendo el bautizar a Pezoa Véliz como porteño y  playanchino), Playa Ancha está muy lejos de entrar a la moda patrimonial o  literaria: en lo cotidiano la vida no se deja atrapar por museologías y  transcurre tomando y olvidando las ocasionales victorias y las más comunes  derrotas cotidianas en una ciudad que sufre desde hace décadas la absoluta  escasez de puestos laborales, así como miserias más actuales como la pasta base  o los funcionarios que se pasean impunes con el botín ganado en los últimos  años a través de una corrupción desesperante. Esto, por supuesto, es tan  iletaturizable como el lento paso de la tarde y la noche: habría que estar ahí  para saberlo –donde la gente vive: más arriba de la Universidad de Playa  Ancha, claro, que no nos dirá nada sobre esto.
número de años,  si es que de una celebración se trata. Y esto porque Playa Ancha, más que cerro  o sector, casi una ciudad asociada al puerto de Valparaíso, sigue siendo un  ejemplo cotidiano de esas realidades que se nos han estado escapando de la  literatura desde que pueblo pasó a ser de nuevo una simple palabra –y  una mala palabra. A pesar de ciertos intentos risibles de convertirla en  patrimonio literario (incluyendo el bautizar a Pezoa Véliz como porteño y  playanchino), Playa Ancha está muy lejos de entrar a la moda patrimonial o  literaria: en lo cotidiano la vida no se deja atrapar por museologías y  transcurre tomando y olvidando las ocasionales victorias y las más comunes  derrotas cotidianas en una ciudad que sufre desde hace décadas la absoluta  escasez de puestos laborales, así como miserias más actuales como la pasta base  o los funcionarios que se pasean impunes con el botín ganado en los últimos  años a través de una corrupción desesperante. Esto, por supuesto, es tan  iletaturizable como el lento paso de la tarde y la noche: habría que estar ahí  para saberlo –donde la gente vive: más arriba de la Universidad de Playa  Ancha, claro, que no nos dirá nada sobre esto.
          
          El clima de una  casa cercana a uno de los cementerios más lúgubres que uno pueda imaginarse  –más o menos oculta en una quebrada de fuerte humedad- daría una noción más  precisa; pero claro, habría que estar ahí. El imaginario de Faúndez logra  llevarnos a la presencia de un transcurrir del tiempo más allá de los  acontecimientos –el acontecimiento acá se da, a lo más, en la visita de un par  de amigos del poema la mosca, en que la conciencia del hablante termina  alejándose hacia la expresión de una nueva experiencia de encierro. En el  encierro de un insecto parece expresarse el absurdo de cualquier noción de  espacio externo o cualquier utilidad de la visita: situación que rememora a  Kafka, y precisamente desde el ambiente de transcurso cerrado e impasible del  tiempo que su narrativa expresa.
          
          Pienso en  narrativa, porque en general la voluntad narrativa aplasta en estos textos  cualquier lirismo. En la tomadura de pelo de la desesperación de quien  desea escribir un poema de forma perfecta se ve claramente el deseo de  exterminar cualquier punto de fuga en la poética de Faúndez, restando a  la vida y a la muerte cualquier sentido de trascendencia. Lo lúgubre se  presenta suavizado por la frialdad del oficio de testigo: el trabajo de la carnicería –la trivial y breve presentación de los empleados y sus instrumentos- podría  verse como la imagen de esa actividad de frío registro, en que la atención  sobre lo cotidiano desplaza definitivamente cualquier carga emocional sobre el  material tratado. 
          
          Sería sencillo  lograr este clima si se obviara completamente la presencia de lo trágico, mas  Faúndez sí lo hace aparecer. La clave de esta presencia se da en jirones: la  inquietante figura de un farol, la muerte de una madre, la nostalgia de la  época de la inocencia. Lo interesante del tratamiento de Faúndez es la aparente  sencillez al relevar estos hechos trágicos a un segundo plano, dejando a la  vista el paso del tiempo o la banalidad (pienso en libro de poemas, por  ejemplo) como el sustento de la imagen poética. 
          
          La base es sin duda  un sentido de prolongada contemplación, que no busca revelaciones, sino que la  sola experiencia del transcurso. Esta pura melancolía es el clima dominante de  los textos, y hasta la sencilla y oscura presentación externa del poemario  tiende a confirmar esta percepción. El hablante, como habitante de lo trágico,  no es capaz de ver el hecho trágico en su totalidad, habitando permanentemente  el momento vacío del pasmo, la indiferencia tras la lucha contra la necesidad.  La salida a ese pasmo paralizante se presenta en el pleno sumergirse en esa  penumbra nocturna: para salir de la noche servirá un fósforo sostenido por dos  dedos agusanados, como expresan los versos que cierran el libro.
          
  34 tiene la dimensión breve de un libro de anticipo, que espera un  desarrollo más amplio. Aunque, como muestra de la voluntad poética de Faúndez,  es de gran contundencia. Si bien aún se puede ver el aspecto oscuro y denso de  los cuentos de El Silencio –Manuscritos  para los Suicidas del Mañana (Valparaíso: Ed. La Bruja, 2000), la escritura  poética tiene características propias y definidas: la formación de imágenes  poéticas compactas y el sentido de una cierta musicalidad trunca de gran fuerza  y originalidad le dan a Faúndez pleno derecho de ciudadanía poética en un  Valparaíso en que la poesía de la melancolía (piénsese en Juan Cameron, Ennio  Moltedo o el también playanchino Álvaro Báez) tiene y seguirá teniendo una  poderosa presencia.