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SOBRE CON AJO, DE HARRY VOLLMER

Por Carlos Henrickson

 

 

La poesía –bien lo sabemos por los años de sombra que pasamos, parece, hasta hace poco- contiene en sí, extrañamente, la semilla de un proyecto humanista profundo y antiguo. La posibilidad única de articulación ético-estética, hizo que ya Schiller –el fundamento del romanticismo alemán- tomara al arte en general, y la poesía en particular, como la más alta jerarquía de educación del hombre, aquélla que lo hace entrar al género humano.

No hay duda de que éstas son bellas palabras. El problema es lo que sucede cuando esa semilla de infinito cae sobre piedra. Los territorios marcados por la carencia y la violencia sistemáticas parecen, hoy, cerrar radicalmente la puerta a cualquier sombra de posibilidad de redención humana. El lugar de la poesía no es ya el de educadora de la humanidad, sino que busca nichos –escondrijos, se diría, o bien, caletas-, absolutamente otros. Pienso en esa guardia, donde los seres angustiados pueden dormir tranquilos, en el hablante que tras una cegante nostalgia por el viejo mundo en que hasta la crueldad era inocente, dice:

Después de eso, sólo quedaba el camino hacia la esquizofrenia,
hacia los Románticos Alemanes, hacia Nietzsche,
hacia la muerte en el fondo amarillento de un vaso.

O en aquel poema en que Un poeta escribe en una esquina / con un trago robado de alguna parte, ocupando dos versos escasos, en que incluso el hablante lo mira desde lejos dentro de esa sede, repleta de seres que se acaban, y en que la vida es sobrevivencia. Y es que hablamos del Sur. Cuando escucho la palabra “violencia” en comunicación con “Sur”, no puedo dejar de acordarme de la sensación –ésa, la más importante- que tuve en mis primeros viajes desde Concepción –ese punto en el mapa- hacia esa particular atmósfera histórica que corre desde “la Frontera” hasta la Isla de Chiloé. Una historia de múltiples migraciones: las que no violentas, fundamentadas en la violencia, y cuyo desarrollo humano y social estuvo -¿o está?- fundado en la represión sistemática, con esa belleza natural siempre de algún modo presente, como refiriendo una aspiración imposible a un estado de gracia desplazado por un mundo moderno. No es palabra vacía esa especie de negación de dedicatoria, ese sabor de los colores cuando nos hablan.  

Hay, además, la humedad, pendiente en el aire cuando el mar está cerca, ese color que corroe la cara de las cosas, mostrándolas cómo son, como no quieren verse, dándoles menos tiempo de vida. La escritura del puerto -Carlos Araos, en Iquique, Javier del Cerro, en Coquimbo, o Florencia Smiths, en San Antonio, y, por cierto, este Con Ajo, de Harry- contiene ese exceso de realidad, que no permite la definición visual o sensorial sobre la que las grandes disciplinas maestras de Occidente –la filosofía, el arte, la Ley...- pretendieron fundar el reconocimiento del ser humano. La única forma de reconocimiento, en una poética como la de Harry, consiste en una compasión de carácter absolutamente no-cristiano, más una fuerza de apasionada y desolada intensidad que esa reunión con el otro, oportunidad ya negada por la historia. La esquizofrenia, nombrada una y otra vez por Harry es, de una u otra forma, el reconocimiento de la incapacidad de entender y entenderse, el olvido tácito de los viejos lazos del hogar y el calor de los afectos. A falta del pan de la comunión, es la violenta advocación de la hoja contaminada de ajo, para que las heridas no cicatricen, mostrando en sí cómo esa piel de las redes sociales no se pueden ver cerradas, a menos que sea maquillaje. Póngase atención: el hablante ha abandonado su casa, el hablante no forma parte de la sociedad o la economía, sino que entra por fuera; el hablante sólo es redimible mediante la religiosidad delirante, desesperada y solitaria de las sectas adventistas, o la propia ensoñación, reconocida una y otra vez como eso: ensoñación, de espaldas a la realidad. Que sin embargo, termina mostrando, como por los bordes, en su falta de plenitud, una realidad que aún en ese sueño no puede dejar de reconocerse como fiel a sí misma.  

Esta fidelidad de la realidad hacia sí misma, le permite a Harry establecer su poética como un recuento histórico, al presentar en esa pequeña historia el efecto del profundo, abismal y permanente derrumbe del proyecto humanista desde 1973, y la lejanía total entre lo que existe y cualquier tipo de “palabra que dé vida”. En este sentido, no es un poeta “ochentero” –con todo lo que aún da eco de magníficos despliegues, poses para la fotografía y, en general, un doblez expresivo que en los casos más críticos se ha transformado en abierto cinismo cinismo-, sino un poeta que vivió los 80s dictatoriales desde una de sus trincheras de honor dentro del país, que fue ese Sur inquieto y fértil en discurso, actitud y cojones, que –era que no- siempre fue escamoteado y mirado por encima del hombro por la vida cultural metropolitana y la administración política –y, por qué no decirlo, de las bibliotecas. Que exista todavía ese Sur, es lo que –a mí, por lo menos- me viene a decir la poesía de Vollmer. En el seno de otra barbarie –la misma barbarie, algo más madura, más seria-, años después, este agrio testimonio de humanidad persiste.


 

 

 

 

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