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         El  músico Ludwig
                  Música y sentido
          
 
          Por Cristóbal Hasbún L.
          Publicado en Revista Terminal, marzo de 2014 
              
                
        
        
             
            
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        ¿Por  qué persiste un sordo en el lenguaje cuyo significado es el sonido, hasta  consumirse en él? ¿Se alejó del contacto humano realmente para ocultar su  pérdida auditiva o, viéndose desvalido en el lenguaje construido por morfemas,  se valió del de los acordes para agotar la mejor versión de sí  mismo y compartirla con la humanidad entera? 
        
        Aunque  en términos estrictos la unidad mínima cargada de sentido del lenguaje (escrito/hablado)  sea el morfema, parece razonable proponer que en términos amplios se conceda  que ésta puede ser la palabra.[1] Ella,  según la antigua comparación, se entiende como la estructura capaz de contener  el brebaje (contenido/sentido) que se intercambia y transmite entre seres  humanos como cántaros que envuelven las ondas auditivas para ser bebido  (comprendido/interiorizado) por el receptor. Pero existen a su vez otras  unidades mínimas cargadas de sentido. Por ejemplo, un número (el 0, el 1) o una  figura musical (una negra u una blanca, ubicadas en el pentagrama)[2] las cuales también trasladan sustancia comprensible.
         Considerando  que estas unidades de sentido conforman un sistema reglado y comprendido por  nosotros, adquieren el carácter de idiomas. Los diversos lenguajes escritos y  hablados, la matemática, la música y el lenguaje de señas constituyen algunos  de ellos. 
         Si la  música es un lenguaje cifrado en elementos cargados de sentido y universales,  entonces resulta evidente que ésta pretende trasmitir algo no sólo en un  sentido amplio  (sensación o emoción) —como bien lo podrían hacer el viento o el canto de las aves— sino como un  mensaje cifrado en un lenguaje más facundo y preciso. No resulta casual,  entonces, que exista cierto consenso en que el primer movimiento de la sonata n°  14 de Beethoven[3] es melancólico. Lo es no porque exista una tradición de apreciación estética o  una cultura que así lo ha acordado (ni porque el compositor se haya explayado por  vía escrita o verbal al respecto) sino porque está escrito en un lenguaje melancólico, el cual es dilucidado por  el auditor sin mayor dificultad, aunque no conozca el formalismo de la teoría  musical. 
         El  lenguaje (mensaje) de toda obra musical pueda ser descifrable, como lo es la  melancolía de dicho movimiento, sin necesidad de que éste sea coral (como la  novena sinfonía del mismo compositor).[4] Bajo  esta perspectiva, la obra musical no se presenta como una mera emoción o distracción  conmovedora que nos arma en la lid contra el vacío de la existencia sino como  una interpelación directa del compositor (mediado por el intérprete) hacia los  oyentes. 
         Se puede  afirmar, entonces, que un buen músico no requeriría de una biografía pues su  música sería capaz de narrar su historia. De este modo, el cenit de su trabajo  sería el triunfo de un lenguaje (el de la música, con su mínimo denominador y  su lógica interna) sobre otro (el lenguaje hablado-escrito, con su mínimo  denominador y su lógica interna). Pero hay un punto en que el purismo no posible.  No porque no existan músicos competentes para componer con semejante lucidez  sino porque resulta inevitable que ambos lenguajes se entremezclen al ser  representados mentalmente por el auditor. Sin embargo, hubo quienes fueron más expresivos  en el primer lenguaje y por tal razón su obra es inenarrable. Para aquellos no  hay biografía más precisa que su música. 
        
        Músico errante
                  El año  1858 Tolstoi publicó un cuento llamado El  músico Alberto. [5] La escena inicial presenta la personalidad del protagonista, la cual es  objeto de análisis durante lo que resta de la narración. Albert, un pordiosero  ebrio y solitario, intenta insistentemente entrar a un baile de la aristocracia  de San Petersburgo pero es continuamente rechazado, hasta que una invitada le  reconoce y le permite entrar. Una vez dentro sufre las burlas de los  contertulios; estaba ebrio, le pidieron que bailara y lo hizo cayendo al suelo  provocando la risa de los presentes. Cuando lo ayudaron a levantarse,  desconcertado, viéndose perdido, se acercó a los músicos de la orquesta y pidió  un violín. Todos callaron. Melancolía en  do mayor, dijo con gesto imperioso. Y su música causó el arrobo y  embelesamiento de cada uno de los presentes, provocando lágrimas en las señoras  y ensimismamiento en los hombres. Por minutos el violinista, el beodo  rechazado, se levantó sobre sí mismo y el resto para llevarlos a los pasajes  más recónditos de sus existencias desde su música. Entonces tañó con apostura y  seguridad, con algo de arrogancia, sabiendo quién era. Una vez que hubo terminado,  el salón quedó en silencio y a continuación se escucharon los aplausos. Cuando  bajó el violín volvió a ser el inseguro y descontextualizado pordiosero perdido  en su propia existencia, volviendo a las calles y las tabernas.
         Por  supuesto, en la fiesta hubo un noble (Delessov) que se compadeció de él,  ofreció financiarle e intentó inculcarle las costumbres de una vida sana, con  el fin de que aprovechase su talento.[6] Para lograrlo lo invitó a quedarse en su estancia el tiempo que fuese  necesario, sosteniendo largas pláticas relativas al “buen vivir”, las  que no impedían que Alberto huyese por las noches para emborracharse. A la  postre, el músico sólo era capaz de encontrar la mejor versión de sí mismo en  la música; no lograba conectarse con el afecto humano en las palabras que  requiere la convivencia humana, sólo llegaba (desesperadamente) a ella mediante  aquélla.
        
        Maestro de Bonn
                  La furia  del brote musical de Beethoven entre los años 1800-1802 ha sido explicada, sin  mayores diferencias entre los biógrafos, por la conciencia de su pérdida  auditiva. Conocido es el momento en que parece aceptarlo: caminando un verano  con Ferdinand Ries, éste escucha la flauta de un pastor y se lo comenta al  músico, cuyos tonos agudos ya no escucha.[7] El  músico revela esta información por primera vez — a modo de secreto—  a sus amigos el pastor Amenda y Wegeler.[8] Posteriormente  piensa en comunicárselo a su padre y hermano Carl, relatando el dolor que  significaba para él perder este sentido.[9] El  mal comenzó a acecharlo cuando ya era reconocido en los círculos musicales  europeos y la agudeza del dolor que infligía radicaba, precisamente, en que  deterioraba hasta la destrucción los mecanismos de comunicación del lenguaje  que practicaba con mayor éxito. El compositor comprendió que su sufrimiento era  una tragedia[10] en el sentido clásico: recorridos los treinta años, siendo ya un músico, sólo  restaba enfrentarse a su destino.
         Y lo  hizo con osadía, con entereza. No sólo porque su planteamiento musical, al  menos desde la sinfonía heroica o la sonata n° 23 revolucionaran la  naturaleza de las estructuras musicales vigentes a la época, sino porque la  interpretación de sus obras requiere que el ejecutor tenga también valentía.  Daniel Barenboim, uno de los directores/intérpretes de Beethoven más reputados  aún vivos explica que un requisito esencial para interpretarlo es tener coraje,  por ejemplo, para interpretar los súbitos e intensos in crescendo sin olvidar que al compás siguiente se podría  encontrar con una melodía suave y tranquila (piano pianississimo). Su música exige, entonces, que el intérprete  no tema a llevar su representación al borde del precipicio, forzándolo a tener  que encontrar siempre, en palabras del pianista Artur Schnabel, la línea de  mayor resistencia.[11] 
                El  carácter irascible del músico de Bonn se vio exacerbado por la sordera, ciertamente,  pero estaba presente aun en los tiempos de buena salud. Uno de sus más  importantes protectores, el príncipe Lichnowsky, lo acogió y presentó a su  familia con amabilidad extrema, a la vez que contribuía a su mantenimiento  económico. Transcurrido poco tiempo, en un arranque de furia, Beethoven fue a  su casa tarde en la noche y tocó la puerta llamándolo a gritos, para luego denostarle:  “¡Príncipe, lo que usted es lo es por el azar de la posición  en que nació; lo que yo soy lo soy por mí mismo. Hay y habrán miles de  príncipes, pero sólo hay un Beethoven!”.[12] Esto ocurrió a raíz de que el príncipe censurara definitivamente acordes de su  último trabajo por parecerles inadecuados para la música de la época. La  reacción del músico, lejos del diálogo quedo, lejos de sopesar la  inconveniencia de vapulear a su mecenas, es una que sólo resultaría  comprensible revisando el lenguaje de su música que fue alterado y no desde un mero  megalómano arranque de cólera.
         Fue éste  el lenguaje que tomó posesión de él (o el que eligió dado a que le permitía  interactuar humanamente) y no el diálogo o el tino, propios del “buen vivir”.
         Junto  con el mal auditivo, hubo otro sufrimiento cuyo registro resulta significativo  en su biografía; el desamor de Giulietta Giacciardi. La relación dista de ser  sencilla. En 1799 comenzó a hacer clases en casa de las señoritas Brunsviks y  Giacciardi, sintiendo gran afecto por Teresa, Josefina y Giulietta, quienes  eran primas. El verano de 1800 su relación se volvió más íntima con la última,  llegando a enamorarse de ella.[13] No existen registros de que hubiesen intimado ni en el más mínimo sentido, mas  la correspondencia entre ellos llegó a ser cotidiana y el encabezado de la  página en algunos casos decía: “¡Mi ángel!  ¡Mi Todo! ¡Mi segundo yo!”.[14] Beethoven le brindaba clases de piano personalizadas durante meses y llegó a  dirigirse a ella como mi amada inmortal.[15] El  músico incluso relata que una vez, en el momento de amor más intenso, Giulietta  llegó llorando a sus pies y se ofreció a él pero éste la rechazó. “Si estuviese dispuesto a sacrificar mi fuerza vital —le dijo  después a su amigo Schindler—, ¿qué quedaría para lo más noble, para lo más  sublime?”. [16]
                  Finalmente,  Giulietta tomó distancia de Beethoven para casarse con un músico. El 3 de  noviembre de 1803 contrajo matrimonio con el joven pianista Conde Gallenberg,  cuyas obras no fueron relevantes. 
         Este (des)amor  de extraña naturaleza no cobró importancia en la historia de la música sino  porque un año y medio antes de las nupcias el músico compuso el Claro de luna (Op.27 n°2) dedicado en la  partitura original a aquella mujer que para ese entonces sabía que había  perdido. Esa melancolía llena de añoranza y tristeza es la que está escrita en el  lenguaje que componen las figuras musicales de su primer movimiento. El segundo  movimiento, muy breve, parece un lapsus en el recuerdo de cuando aún se amaban  y el tercero representa la cólera obsesiva y lacerante de haberla perdido.[17]  Pareciera que el maestro de Bonn no se enamoró  de Giulietta sino del lenguaje musical que el contacto con ella producía en su  interior. Había descubierto que a medida que iba componiendo se iba  descubriendo a sí mismo. Siendo un asiduo lector de Shakespeare, acaso entendió  a Hamlet cuando decía: Podría estar  encerrado en una cáscara de nuez y ser rey de espacios infinitos, donde no  tendré malos sueños.[18]
                  El final  de sus días llegó el 26 de marzo de 1827, en un amanecer con nieve. Sólo se  encontraba con él Anselm Huttenbrenner, alumno de Salieri. La revisión del  cuerpo, realizada un día después por Johann Wagner —asistente del Museo  Patológico de Viena— arrojó que la caja toráxica contenía unos siete litros de  un líquido oscuro y el hígado reducido a la mitad del tamaño normal, de color  azul verdoso y sembrado de cálculos. Son indicios de una cirrosis atrófica.[19] El  3 de abril se interpretó en su honor en la iglesia de los agustinos el Réquiem de Mozart. Dada su precaria  situación económica, todo el moblaje de su departamento fue vendido por orden  de la justicia y su piano Broadwood adquirido por un revendedor.[20]
         
        
        
         
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          Notas
        
          
            
              [1] El morfema es la unidad mínima significativa en el análisis gramatical. Son  morfemas, por ejemplo, 
la, y, va, o, etc.  Lo es también la raíz de una palabra, por ejemplo 
cas es el morfema base de las palabras 
casa, casona, cacita. Lo mismo ocurre con 
can para las palabras 
canción,  cantar, cantante, cantautor, o 
caníbal,  canibalismo, etc. Luego, para lograr un  significado mínimamente comprensible para el  interlocutor se requiere la construcción de una palabra. 
 
           
          
            [2] El significante en el lenguaje musical sería la figura y el significado su  sonido. 
           
          
            [3] Posteriormente denominado Claro de luna por el poeta alemán Ludwig Rellstab, autor de diversos lieder de Schubert.
           
          
            [4] Dado a que ésta se vale del lenguaje cantado/hablado (aunque el poema de  Schiller no agote la interpretación posible de la obra).
           
          
            [5] Tolstoi, León, Cuentos escogidos,  Editorial Porrúa, México D.F., 2012, p.3-26. La traducción del título de Víctor  Gallego Ballestero para la edición de Editorial Debolsillo es Albert.
           
          
            [6] La monofonía en este punto (es decir, la voz del autor presente en la obra, en  la terminología de Mijaíl Bajtín) resulta evidente: es Tolstoi quien intenta  salvar/aprovechar el talento del músico en aras de la comunidad.
           
          
            [7] Este relato quedó registrado en el testamento escrito por Beethoven (ver nota 9). 
           
          
            [8] Al primero, en carta escrita en 1800, sin precisión de fecha. Al segundo, en  carta fechada el 29 de junio de 1800, ambas en: Beethoven’s Letters 1790-1826, Vol. I, recopilación a cargo de  Grace Wallace, Edición de dominio público. En adelante, “BL. Vol I”. 
           
          
            [9] Carta con fecha 6 de octubre de 1802. BL. Vol. I, también llamada “El  testamento de Heiligenstadt”. En ella el compositor también habla de sus  pensamientos suicidas. Ésta  jamás fue enviada.
           
          
            [10] A Wegeler. Ibid nota 8.
           
          
            [11] Barenboim, Daniel, The beauty of Beethoven, The New York  Review Books, 4 de abril de 2013.
           
          
            [12] Rolland, Romain, Beethoven, The Creator, EdiciónRead Books Ltd., 2013, loc. 325.
           
          
            [13] En carta fechada el 16 de noviembre de 1801 escribe a Wegeler: “esta mujer  querida, esta mujer encantadora”, confesando a su amigo su amor hacia ella.  Pero la misiva es ambivalente: “lamentablemente, no es de mi clase social y en  este momento no puedo casarme, pues primero debo incorporarme activamente en el  mundo”. BL. Vol. I.
           
          
            [14] Carta a G.Giacciardi, 6 de julio de 1800, BL. Vol. I.
           
          
            [15] Ibid, 7 de julio de 1800, BL. Vol. I.
           
          
            [16] Ibid nota 12, loc.225.
           
          
            [17] Resulta sugerente que la serie biográfica realizada por la BBC el año 2005 a  cargo de Damon Thomas y Ursula Macfarlane presente la siguiente escena: cuando  Beethoven se entera de que Giulietta va a dejarlo, éste la lleva a su  departamento sin decir una palabra y comienza a interpretar el tercer y último  movimiento agitadamente, mientras ella llora para luego retirarse.
           
          
            [18] Hamlet, Acto II, Escena II. La traducción es mía. 
           
          
            [19] Herriot, Edouard, Beethoven, Compañía  Editorial Continental, México DF, 1956, p.298. Si bien una muerte por cirrosis  alcohólica es sugerida por el historiador de la música Richard Taruskin tomando  en consideración el alcoholismo de su padre y su inclinación a la bebida los  últimos años, las investigaciones forenses recopiladas por Russell Martin sobre  el pelo del compositor arrojan que la intoxicación hepática se habría producido  por un exceso de plomo en su cuerpo. Éste habría sido causado por una  deficiencia en el sistema inmunológico del compositor, toda vez que resultaba  normal que el agua potable de aquella época contuviera grandes dosis de éste. Al respecto: Martin, Russel, Beethoven’s Hair, Broadway Books, Nueva  York, 2000 y Taruskin, Richard, The  Oxford History of Music, Vol. II, Oxford University Press, Nueva York,  2010, p. 682.  
           
          
            [20] Ibid nota 19 ( Herriot, Edouard…), p.302.