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Literatura y violencia

Cristóbal Hasbun L.



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Un estudio preliminar de aquella preciosa obra que es Moby Dick reparó, con insistencia, en lo decisivo que eran las primeras dos palabras de su comienzo (Llamadme Ismael). Se trata de una abrupta y decidida introducción del yo en la obra literaria; elemento hasta ese momento presente solo tenuemente en las novelas anteriores. Ismael, en la imaginación que Melville compartió con nosotros, se presentó de manera extrovertida y certera, aunque en el trayecto de la historia su carácter se temperara bajo la magistral artesanía del autor. Aquella inserción del yo como declaración de principios narrativos ocurrió a mitad del s. XIX.

Dicha obra, sin embargo, a pesar de ser cada vez más propensa al individuo, sin perjuicio de contar con una voz marcada, no solo se trataba de quien con tanta premura se presentó al lector, sino también de Ahab —al magnífico y aterrador Ahab— y de cómo él desarrolló como proyecto personal la cacería de la ballena. Ismael se presentó como un yo pero escribió de un él y también de un ellos, representados, estos últimos, en la variopinta tripulación del Pequod.

La literatura de lo que va de siglo resulta incomprensible sin una referencia a la historia de la ballena. El movimiento artístico —denominación que constituye una magnífica ironía, dadas sus características individualistas intrínsecas— de la actual literatura del yo o literatura testimonial es un triple giro de tuerca del narcisismo de Ismael. Es, acaso, un doble giro de tuerca de la literatura del siglo pasado, donde ya la narrativa exhibía célebres personajes cada vez más interesados en ellos mismos —y solo en ellos mismos—, progresivamente más deshumanizados y aislados. Holden Caulfield se constituyó como el emblema generacional de aquello.

¿Qué ha ocurrido desde 1951, fecha en que se publicó El guardián en el centeno y año en que se conmemoró el centenario de la publicación de Moby Dick? La narrativa se ha vuelto, en buena medida, cada vez más atrofiada, de horizontes tullidos y ombligo-analizantes. Desde los 70’ a la fecha una buena parte de la narrativa se encierra cada vez más en sí misma.

Hoy es de lo más normal encontrar escritores que a los cincuenta años publican sus autobiografías. Un lector pudoroso podrá notar que, antiguamente, solo los más conspicuos artistas se tomaban la libertad de escribir libros sobre su vida, a menudo a petición o insistencia de sus lectores o su círculo artístico. Se leían sus vidas por considerarse —en la mayoría de los casos con justa razón— que algo de excepcional había en ellas, elementos fuera de lo común que formaron el carácter donde germinó la cosecha que los demás aprecian y disfrutan.

¿Por qué se ha vuelto algo común escribir autobiografías? Posiblemente, porque se ha vuelto algo normal también el escribir sobre la propia historia, surgiendo la narrativa testimonial, ese fruto de la idea de que todas las historias valen la pena ser contadas, porque cada escritor quiere dar su testimonio sobre algo. Y curiosamente —y este factor es exquisito — ese testimonio a menudo tiene que ver con su propia vida. (Quizás para el 2051 solo tengamos escritores-protagonistas en las letras y directores-productores-protagonistas en el cine).

Los últimos libros que se me ha recomendado leer, todos publicados en la última década, se tratan de historias personales; el autor contando de su casa de infancia, cómo era vivir con su tía, cómo fue su primera relación de pareja, las cosas que le impactaron en la infancia, la larga agonía de su perro, lo bien que preparaba la abuela el mate, etc. Es evidente que la literatura está compuesta de elementos domésticos y cotidianos —y que estos sin duda pueden ser maravillosos— pero ese ánimo o desánimo de narrar solo lo que está a la vuelta de la esquina, solo lo que al autor conmovió en algún momento, exclusivamente lo que se vio con los propios ojos y quedó retenido en la propia mente, todo ese ejercicio ombligo-analista me hace pensar médico-literariamente —si se me permite— que nos estamos enfermando.

De la misma manera en que hoy hacer comunidad es hacer verdadera revolución —juntarse, conversar, transar, aceptar, ganarle al individualismo— escribir sobre los demás es hacer resistencia. El escritor no es el importante, la vida del creador es normalmente rutinaria y tediosa, lo importante es el objeto que el narrador crea. Y ese objeto es más acabado cuando se elabora mirando a los demás, a los otros, a la infinidad de sucesos que acaecen en el mundo mientras uno observa por la ventana. La escritura puede quizás ser una terapia, pero su publicación no es introspección sino exhibicionismo, un paso hacia la literatura selfie.

Las novelas y cuentos que hoy se escriben en las violentas calles de diversos países están remeciendo a los creadores para que abandonen el marasmo, el estudio de la propia imagen reflejada en el lago, y se acuerden de que los otros también existen. Porque la literatura no se trata, y nunca se trató, de contar cada uno aislado sus propias historias, porque terminaríamos leyendo solos nuestros propios libros.

Ismael pidió al lector que lo tratase por su nombre, que lo distinguieran de las demás personas. Pero no lo hizo para embotarse de sí mismo sino para contar por qué él era el más indicado para relatar el destino del barco y la historia de la tripulación; y esa fue la forma en que temperó su ego y se debió al resto. Posiblemente sea esa la manera de salvarse.   

 



 

 

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