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Apología de la derrota

Por Cristóbal Hasbún L.
Publicado en
Revista Terminal, marzo de 2015



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Quizás no resulte difícil explicar, aunque excesivamente extenso, el por qué el acto de perder se ha vuelto hoy un tabú. Perder; orientar las acciones hacia algo y que ello no ocurra: ser derrotado, por otro, por otros o por la suerte. Acaso un conjunto de hechos no más complejos que lanzar la argolla tres veces en el juego y que ésta no encaje en el cuello de ninguna botella. O esperar con ansias y expectativas conseguir un trabajo que a la postre le es dado a otro. Ese pesar enquistado en algún lugar entre un respiro y otro del infante que en el colegio perdió el penal que decidía el partido. O la mirada brillante y honda como una laguna de la mujer que ve al hombre que ama de la mano de otra.

Hoy perder es una deshonra tanto o más grande que la mentira o el fraude. Los dos últimos tienen al menos una cara de picardía; el primero se esconde como la vergüenza, se explica al vapor de palabras difusas mientras que aquello que se buscaba se enmaraña en razones inconexas cavando una pequeña tumba donde se deposita la verdad, y en la velada, acaso si hay tiempo, se recuerda como una pérdida guardada en una caja negra. “Ya no es mágico el mundo, te han dejado” escribió Borges en 1964.

Pero no todo en la derrota está perdido; perder no es perderse. A ratos me gusta la derrota, le tengo respeto, porque es honda y tangible como un despeñadero o una roca y porque se vive con desgarramiento y nos recuerda la tragedia. No el drama, ese desenlace de escenas puntuales que acarrean tristeza o llantos, discusiones y lamentos para luego componerse. No, la tragedia observable desde la derrota hace pensar que el futuro ya no será cómo queríamos, que ya no seremos lo que queríamos ser: entonces el derrotado se sienta al costado del camino con los brazos sobre las rodillas y fija su mirada en la tierra con la que espera pronto confundirse.

No la valoraría tanto, como tampoco a la tragedia, si no estuviese convencido de que son éstas las que permiten distinguir el sonido que configura los momentos más preciosos de la existencia. La temporada en el infierno que vivió Edmund Dantés, El Conde de Montecristo, lo expresa con la mayor nitidez: después de retorcerse en las profundidades del dolor de un encarcelamiento injusto podía apreciar la plenitud de las caminatas tranquilas o los pequeños dientes del firmamento nocturno. El fracaso no sólo tiene valor en la cantinela que dice que fortalece; tiene valor por sí mismo, porque hay belleza en él y su tristeza.

Don Quijote cabalgaba —si acaso Rocinante lo permitía— en busca de la reivindicación de los caballeros andantes, de las doncellas atrapadas en los castillos, de los gigantes, de las ínsulas captivas, de los campesinos torturados. Hizo de ello su vida ahí donde sólo había establos, posadas de gente sencilla, prados con ganaderos y pastores despreocupados. Y sus amigos no sabían cómo hacerle ver (literalmente) que era hora de volver a casa porque ya antes de acometer la empresa ya había perdido: había partido rumbo a luchar contra lo que no existe y a conservar lo que ya había pasado. Y el único modo de convencerlo fue venciéndolo, simulando una justa caballeresca contra el Caballero de la Blanca Luna (en realidad uno de sus amigos, Sansón Carrasco, disfrazado) bajo el compromiso de que la derrota significaría devolver escudo y espada durante un año, tiempo que sus amigos consideraban necesario para sanarlo. Entonces el haber luego perdido —sentir el dolor de haber sido doblegado, acarrear la deshonra inenarrable para la los caballeros andantes— le hizo mirar la tierra y exclamar:

— ¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí uso la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se escurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse!
Atrevíme, en fin, hice lo que pude, derribáronme, y aunque perdí la honra, no perdí, ni puedo perder, la virtud de cumplir mi palabra. Cuando era caballero andante, atrevido y valiente, con mis obras y con mis manos acreditaba mis hechos; y agora, cuando soy escudero pedestre, acreditaré mis palabras cumpliendo la que di mi promesa.

Y la derrota y el paso del tiempo le devolvieron su lucidez. Porque Don Quijote, vuelto en pie —molido y aturdido—no dijo que su caballo estaba hace días reventado, ni que el oponente invocó al demonio o que oscuras fuerzas de otro reino lo habían perjudicado en la justa. El caballero de la triste figura clamó largamente sus lamentos por deshonrar su oficio, en una mano tomó las riendas de su caballo y en la otra sus armas, y volvió caminando a su aldea.

No siempre entiendo el ocultamiento de la derrota; quizás sea poca la gente que quiera escucharla. Sabemos que la tristeza se transmite aunque no se contagia, pero usualmente recordamos solo lo primero. Supongo que tiene que ver con que expresarla en palabras —cargar pequeñas naves de pérdidas e intercambiarlas en nuestros pequeños océanos de aliento— recuerda al interlocutor, irremediablemente, sus derrotas soterradas. Y es mejor que no reemerjan, cuánto tiempo se ha intentado mantenerlas bajo la tierra de la piel. Pero a veces me gusta seguir el recorrido de esos buques o echarlos sobre el agua yo mismo; descargar las historias de otros y cargar las mías. Compartir lo que se ha perdido tiene una potencia tan irreal como latente.

Quizás sea la ambivalencia de nuestros estados mentales que construyen las palabras la que explique por qué quien pierde dista de encontrarse perdido. Quien pierde se encuentra derrotado, pero también encontrado entre la niebla de posibilidades que finalmente indica que, por fortuna o sentido, las argollas no calzaron con el cuello de las botellas, la pelota se fue por el costado del arco o la mujer que se amó nos venció de amor. Entonces sólo queda sentarse a un lado del camino con los brazos sobre las rodillas o tomar las riendas del caballo y caminar a casa. Y contemplar largamente el horizonte, que perdura como la mirada de mañana, que no pestañea al contemplarnos.



 

 

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