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El fraude de Gordon Lish y Raymond Carver

Por Cristóbal Hasbun L.

Publicado en Revista Terminal, mayo de 2014



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Quisiera advertir con pudor que no soy conocedor de la obra del estadounidense Raymond Carver. Sólo he leído y releído ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? (si es que acaso dicha recopilación de cuentos le pertenece realmente) y Principiantes, este último, una sola vez. Por lo tanto, el siguiente comentario bien puede ser considerado una intuición o una pregunta. Si se tratase de lo primero, no me quedas más que intentar revisar algunos puntos de modo meramente sugestivo. Tratándose de lo segundo, sólo puedo advertir —agradeciendo la paciencia del lector— que las preguntas suelen engendrar otras, como si se tratase de un estudio de la genealogía del nacimiento.

Carver es un escritor perteneciente a la prolífica corriente literaria estadounidense que comenzó en los años 60’, momento en que la narrativa de este país logró consolidar una tradición de rasgos temáticos relativamente unívocos. Por supuesto, hubo conspicuos autores con anterioridad a la década mentada, como también en el siglo XIX, pero sólo aparecen como deslumbrantes luces aisladas e itinerantes en una costa de penumbras. Los años 60’ —con una comprensible predilección por el legado del realismo de Hemingway, Henry Miller y Steinbeck— condensaron la idea de un imaginario común a retratar: la realidad.

A modo de adenda y solicitando se me disculpe haberme valido de una palabra tan grande; el hecho de que la literatura post década de los 60’ en Estados Unidos sea considerada realista y que la obra de Gógol o Dostoievski (y, en general, la literatura rusa de mediados del s.XIX) lo sean también parece, por las considerables diferencias estilísticas, algo contra intuitivo. Pero creo que la latencia de esta diferencia reafirma la idea de que la realidad es caprichosa y que aquella que se manifestó en la literatura de Estados Unidos en la década mencionada es una de características tan genuinas que resulta distinguible tanto del realismo ruso como de la que desarrollaron anteriormente escritores estadounidenses ese mismo siglo. Probablemente sean el minimalismo en la prosa, la marginalidad de los ambientes retratados, la influencia de la consolidación del cine como arte masivo y la inmanencia de las relaciones humanas sus rasgos más distintivos.

Aun así, la palabra anterior resulta vacía si no se acompaña de al menos algunas referencias a qué realidades particulares se quisieron explorar. Sólo sucintamente quisiera mencionar el trabajo de Truman Capote, con su inexplicable habilidad para componer una narrativa mediante los más ínfimos y triviales detalles de la vida del ciudadano común estadounidense; William Borroughs, quien colmó la palabra sórdido con su literatura referida a la realidad de lo underground; Philip Roth, quien con inusual narcisismo (incluso para el  mundo del arte) relata a través de su alter ego las vivencias de la clase media judía en Estados Unidos; John Kennedy Toole, aunque no vivió para ver el éxito de la novela que lo trascendió, abordó desde un espíritu tragicómico hasta lo grotesco la vida de personas alienadas por su entorno; J.D. Salinger, apuntando a un mismo fondo pero mediante un estilo narrativo personalísimo, capaz de entrelazar la vida de personajes entre novelas y cuentos; Cormac McCarthy, narrador minimalista de la vida rural de su tierra y crítico inabarcable del camino que nuestra sociedad ha tomado; Saul Bellow, mentor de Roth en materia de retratar la angustia cotidiana de la mera existencia; John Cheevers, captor de la vida de los suburbios de Nueva York, y tantos otros escritores que lamentablemente no he leído. Resta añadir a Raymond Carver, de quien sólo podremos (como he advertido) revisar dos obras, acaso peor, sólo una y media.

Hace unas semanas fui a una universidad a escuchar un conjunto de exposiciones que llevaba el nombre: ¿De qué hablamos cuando hablamos de liberalismo? y uno de los invitados aludió con gracia a la similitud del nombre del coloquio con la obra de Carver. Resulta enteramente comprensible: el año 1981 se publicó bajo la editorial Alfred A. Knopf una novela titulada What do we talk about when we talk about love? publicada posteriormente, en 1987, por Anagrama (¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?) bajo autoría de Raymond Carver. Lo que no se mencionó —como sí lo hicieran los recopiladores William L. Stull y Maureen P. Carrol en la edición de 2009—fue que su editor, Gordon Lish, había suprimido algo más del cincuenta por ciento del texto original, e incluso añadió lo que siempre resultará difícil de calificar como detalles.

Carver, sabiendo el resultado de la edición de Lish, autorizó la primera publicación prometiendo a su mujer, Tess Gallagher, que algún día publicaría el original. Pero el escritor murió antes de lograrlo. Entonces los recopiladores, casi tres décadas después, entregaron a la mujer el regalo que su marido no le había podido dar en vida; Begginers (Principiantes), el manuscrito original de ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?

Desconozco la naturaleza del entuerto (o la complicidad) entre Carver y Lish, pero ciertamente hacer pasar por Carver a Carver-Lish es uno de los mejores fraudes que he leído, junto con el de Nabokov en Lolita, mi predilecto.

El hecho es que donde antes había un autor ahora hay un autor y un editor. Por supuesto es común que haya un editor, el asunto, claro, es que si éste elimina la mitad de la obra difícilmente se puede atribuir el resultado exclusivamente al autor. Y si se añaden frases o párrafos, pareciera que ya no hay un autor y un editor influyente, sino dos autores. ¿Por qué no llegaron a ese resultado Carver y Lish?  ¿Es posible escribir en coautoría?

Me parece que ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? es como una pequeña colección de estampillas de un alto funcionario del Correo; teniendo fácil acceso a un vasto y considerable mundo de sus objetos predilectos, sólo conserva un reducido número de aquellos los cuales le dicen algo cuyo conjunto resuena en su interior. Lish trabajó como aquel hombre; recibió un amplio compendio de palabras, frases, párrafos, cuentos, y los aunó de tal manera que tuviesen un sentido unitario imposible de distinguir de las palabras, frases y párrafos que conformaban los cuentos originales.


 

¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? título que, por lo demás, eligió Lish, es como un golpe en el rostro. Un título con esa pregunta con tales cuentos como eventuales respuestas es, sin sensiblerías, una agresión. Pero para trasmitir esta sensación tiene que haber algo de cierto,  poco más que algo. El compendio de relatos −según recuerdo de mi primera lectura hará algunos años− es a primera vista impresionante, y lo que de él reverbera después de los días no es precisamente deslumbrante sino continuamente impresionante y desolador. La obra (algo que logra Lish en su edición, no Carver en el original) es inusualmente inclusiva al lector. La construcción narrativa está diseñada de tal manera que los recovecos (que aparecen como tales, aunque para darles contenido se requiere suma energía) son no sólo interpretados sino creados en conjunto por quien lee. Por supuesto, habrá quien sostenga que toda interacción con un libro se da de esa forma. Pero esta obra exacerba este mecanismo de modo suficientemente provocativo como para que quien la lee requiera reordenar los hechos y formar una respuesta (o un final) propios.

Sólo escasos destellos del amor que en algún sentido pueda parecerse al romanticista están presentes. El resto es cotidianeidad pura, detalles de la vida en pareja, problemas interpersonales comunes; sufrimiento íntimo destabuizado. Si Goethe hubiese leído esta recopilación de cuentos se hubiese pegado un tiro como Werther. No por Carlota, sino por su desesperanza de lo que su generación creía que hablaba cuando hablaba de amor ante nuestro panorama; Carlota ha muerto. La sensación predominante que emana de la lectura del libro de Carver-Lish es que el amor –y todas las relaciones humanas− son inmanencia pura. Los afectos humanos son tan trascendentes como un tarro oxidado en la carretera o los añosos maderos que componen la reja de una casa: es el amor como una casualidad mundana e infrecuente que se retira del mismo modo en que llega.

El trabajo original de Carver, Principiantes, es el conjunto de alimentos con que Lish hizo un aperitivo de piedras. La impresión del primero cambia absolutamente sin el trabajo conjunto del segundo. Esta obra es más naturalizada y rica, ahondando en la complejidad de los problemas humanos. Se observan, a su vez, referencias a otros escritores o canciones populares de la época, las cuales en el trabajo editado fueron omitidas. El retazo se presenta ya armado (o bastante armado) para el lector, en ese sentido —y acaso este sea uno de los aportas más trascendentes de Lish—la posición del lector hacia la obra original es bastante más extrínseca que después de su edición.

No sabría tomar posición respecto a si la visión del amor presentada en ambos trabajos es sustancialmente distinta (este hecho me ha llevado a valorar doblemente este fenómeno editorial). Considero que las ideas y escenas de Carver son atenuadas y complejizadas en oposición a la posterior contribución de Lish. Además, es más esperanzador: el trabajo editado sugiere crudas respuestas, el original insiste en la insolubilidad de la pregunta. Al final del día, tratándose del amor somos todo el tiempo principiantes.

Retomemos, para finalizar, un  punto pendiente. ¿Hay en De qué hablamos cuando hablamos de amor un autor y un editor o dos autores? Según la editorial Alfred A. Knopf sólo hay uno: Carver. Según el sentido común, me parece, hay dos. Si Lish sólo se hubiese dado a la edición del texto (suprimir partes irrelevantes) incluso entregando una versión definitiva cincuenta por ciento más breve, podríamos considerarlo un editor muy influyente, tan invasivo como decisivo. Pero considerando que añadió palabras y oraciones al texto además de cambiar prácticamente todos los títulos de los cuentos −sumado el hecho de elegir el título del libro− no parece sino ser un coautor que hace de una obra otra.  

¿Cómo saber dónde terminan los estados mentales creativos de uno y dónde comienzan los del otro? ¿Cómo explicar la posibilidad de que Carver-Lish formen un tercer escritor independiente, superior a ellos? Hay quienes prefieren el ave maría de Gounod por sobre el concierto para clavecín bien temperado de Johann S. Bach, aunque tan sólo el preludio de éste sea la estructura musical completa de aquél. Claro, Gounod añadió pequeñas variaciones en las notas y una soprano donde antes sonaba un elegante y continuo clavecín. Ya no sabremos a quién pertenece ese ave maría, pero, ciertamente, nos habla con su propia voz.        



 

 

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