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No actúes: piensa
Cristóbal Hasbun L.
Goethe Universität, Frankfurt am Main
Publicado en El Mostrador, 27 de febrero de 2020
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Con frecuencia se puede escuchar en conversaciones coloquiales la afirmación que dice que una cosa es la teoría y otra es la práctica. Célebres refranes se han popularizado a raíz de esta idea (“otra cosa es con guitarra”, “la teoría había aprendido mucho pero cuando salió a nadar se ahogó”, “lo importante es la práctica, el resto es música”, etc.). El planteamiento que sostiene que una cosa es la teoría y otra es la práctica es un malentendido. Se trata de una mala comprensión o desconocimiento del delgado hilo que une el pensamiento con las acciones. El mundo de las ideas y el de los hechos son en realidad un continuum, para quien quiera verlo.
Son pocas las cosas que se encuentran en la realidad que no hayan sido o sean continuamente pensadas. La silla en la que nos sentamos fue diseñada en algún momento para distribuir el peso corporal de tal forma que el desgaste de los músculos sea menor mientras la usamos. Las monedas con las que se compra una bagatela fueron inventadas en un punto de la historia de la humanidad, miles de años después se crearon los bancos y hace pocas décadas el símbolo que es el dinero se abstrajo a pasos agigantados. El computador es el resultado de un intento de siglos por automatizar el pensamiento. Todo lo anterior fue ideado, estuvo y está en la mente de las personas, y acarrea consecuencias morales, de justicia, económicas y políticas, todas sumamente cotidianas, de relevancia eminentemente práctica. No tener el ánimo de ver la hebra tendida entre las ideas y los hechos no amerita despreciar su unión.
Encontrarme habitando un país de Europa alejado del mar mediterráneo me ha permitido entender una cosa. Se trata de un enunciado sencillo, pero lleno de sentido: los países viven como piensan (este adagio me acompaña todos los días). Y las personas viven como piensan también. Estas dos aseveraciones se presentan tan obvias que pareciera no ameritar detenerse en ellas. Pero me parece, en realidad, que debiesen ser tratadas como una ley fundamental en la convivencia humana, así como en el trato que nos demos a nosotros mismos. He llegado a pensar que es en realidad un credo, religioso o laico, cuyo contenido se encuentra anidado en el Oráculo de Delfos, el pensamiento oriental y las escrituras judeo-cristianas. Todas estas fuentes llaman a la introspección y a pensar en los demás; el humanismo expresado en palabras simples.
Pensar la forma en que queremos vivir como sociedad es una forma de ejercitarnos reflexivamente. Sin embargo, esto también puede complementarse como una práctica personal. El silencioso y fructífero fenómeno de transculturación con oriente ha permitido que consideremos con mayor propiedad ideas que hace siglos el oriente consideró ciertas en base a la intuición. Estas ideas han resultado ser ciertas incluso en nuestra epistemología racionalizada, es decir, en base al método científico. Un ejemplo de ello es lo siguiente: lo que pensamos tiene incidencia en el cuerpo. Lo llamamos somatización. Bien podría denominarse la prueba fehaciente de que no existe una división entre “lo teórico y lo práctico”, sino que ambos conceptos provienen de un mismo sonido que –al ser escuchado con buena voluntad− no se escinde ni pierde en el aire. Ese sonido producido por nuestras facultades más abstractas queda de alguna recóndita forma inscrito en nuestra fisiología.
No he podido encontrar una fecha aproximada que indique cuándo comenzó a sobrevalorarse la acción en nuestra cultura. Existe un culto a hacer, me temo, cada vez más desatado. La propaganda de una marca deportiva dice solo hazlo. La publicidad insiste incontables veces al día de forma invasiva que hay que comprar, que hay que hacer. Los dispositivos tecnológicos incluyen cada vez más programas para ejecutar. Las universidades, salvo algunas excepciones a nivel mundial, están tendiendo a “orientar las carreras a la práctica”, a “formar profesionales que sirvan para el mundo laboral”, restando horas lectivas a los contenidos que tienen que ver con aprender y ejercitar la reflexión. Todo ello en buena medida porque el malentendido que dice que una cosa es la teoría y otra es la práctica permeó incluso las mentes de personas que tienen cargos decisivos en las universidades. Se ha optado por restar horas “teóricas” para incluir un exceso de “cursos prácticos”, ahí donde en el pasado ese rol era cumplido por los tan necesarios institutos técnicos de buen nivel, y el estudiante universitario cursaba un reducido número de ramos aplicados, para después aprender la experiencia punta de caídas –elemento parte del proceso de aprendizaje− en el trabajo. Entonces las sociedades se encuentran cada vez más profesionalizadas universitariamente hablando, pero la capacidad de reflexión y visión crítica tiende a ser escasa.
Recuerdo la frase de Slavoj Žižek: No actúes, ¡piensa! Aunque todo en el exterior llame con potentados estímulos a decidir, actuar, ejecutar, tramar, reaccionar, vale la pena detenerse un momento y no hacer nada. Mirar alrededor un rato, unos minutos, media hora al día en la noche antes de dormir o mientras se camina. En aquellos momentos apacibles se asoma la otra mitad de las cosas; la reacción que es el actuar se muestra ligada a la acción que lo produce, que es el pensamiento. Es deseable valorar esta última actividad en momentos en que el oscurantismo se expande sobre nuestras montañas y valles.
Pensar es en algún sentido también actuar. Desarrollar una verdadera cultura que propague este ejercicio ofrece consecuencias innumerables y valiosas. Que el ciudadano piense, por ejemplo, antes de tomar un crédito; el funcionario antes de elaborar políticas públicas; el adolescente antes de decidir sobre su futuro; el político antes de confeccionar sus ofertas de campaña. Se trata de examinar el mundo interno en su complejo paisaje de razonamientos, emociones, vivencias y expectativas, y ver qué se puede y quiere hacer con ello. Son pocas las ocasiones en que el consejo solo hazlo merece un buen recibimiento. Incluso quien actúa acertadamente de forma espontánea lo hace porque en algún punto de su plano consciente preparó sus estados cognitivos para detectar cuál era ese momento para actuar. La introspección refina los estados intuitivos.
Las sociedades están también facultadas para hacer introspección, y es deseable que la ejecuten, porque no podrán eludir el hecho de que viven y vivirán como piensan. La carencia de reflexión resulta, en último término, visible en el cuerpo de las naciones, en sus áreas verdes y ciudades, en los sufrimientos de sus integrantes. Es una forma más o menos explícita de decadencia, una cesión a la tentación colectiva de autodestruirse.
El ejercicio reflexivo permite evitar violentos despertares, ya que la vigilia se convierte en un estado más extendido, el que se autosugestiona añorando constituirse permanentemente. Aquello que las sociedades observan en la realidad es, en buena medida, el reflejo de espejo de lo que previamente han pensado, si es que lo han hecho.