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De la creatividad y la alegría

Por Cristóbal Hasbún
Publicado en https://www.redinveca.cl/ 17 de agosto de 2020


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Dedicar tiempo a la lectura de biografías de Mozart permite no solo disfrutar de la visión musicológica que algunos autores brindan y de los datos o referencias a fuentes primarias que curiosos coleccionistas puedan aportar; sino que también ofrece la posibilidad de disfrutar de la enigmática distancia que existe entre el Mozart-creado —apreciado a través del ideal romanticista— y aquel desmitificado joven que pasó buena parte de su vida viajando y otra viviendo en Salzburgo y Viena.

Esa atractiva brecha, en realidad un acto ejecutado por variadas personas a través de dos siglos, resulta tan creativo como uno de sus conciertos o sinfonías. Porque la constatación de lo que verdaderamente el Mozart-no creado era, es decir, aquel del cual hablan los testimonios de la época, sus cartas y los hechos que pudieron ser constatados, es en realidad un tanto decepcionante. Si se me permite el sacrilegio, el prodigio de Salzburgo, lejos de cualquier actividad relacionada a la música, era más bien prosaico, ininteresante, tremendamente cerril. Sin mayores ideas ni ingenio, salvo al tratarse de hacer bromas, a menudo de mal gusto. Carecía de una visión ética o política, y —a diferencia de Beethoven— sin mayor conciencia de la relevancia de su obra en la historia de la música.

El romanticismo, y lo que vino después, no pudo tolerar eso; resultaba algo hiriente que el prodigio de Salzburgo se hubiese creado a si mismo con tanta desidia. Entonces lo inventaron, dotándolo de poderes sobre humanos (a los cinco años podía escuchar conciertos enteros y transcribirlos de memoria en una partitura, escribía sin hacer correcciones) y rodeándolo de misterios fantásticos (esencialmente, en lo relacionado a su muerte y supuestos asesinatos). Paul Johnson, en una biografía publicada hace menos de un lustro, insiste en la manida representación del genio.

Con ávido interés descubri que la idea que hemos heredado del genio creativo está edificada desde la visión que los cercanos sobrevivientes a Mozart comenzaron a proyectar de él. Hildesheimer en su biografía del germano ofrece un minucioso recorrido de aquello que escribieron Nanneri (hermana de Mozart), Constance Weber (esposa), Sophie (cuñada) y Georg Nikolaus von Nissen (segundo marido de Constance) al ser ávidamente interrogados por cómo era el músico en la vida cotidiana. Por supuesto, al ver que tras su muerte el prodigio fue uno de los músicos más representados tanto en música de cámara como en óperas, y que la herencia dejada a Constance Weber acabó siendo una de las más acaudaladas provenientes de un músico, los entrevistados decidieron ennoblecer su figura, posiblemente para darse importancia.

Los escrítores del siglo XIX, lejos de conocer mesura tratándose de resaltar las virtudes de los héroes, enaltecieron tales características hasta lo divino. Sin embargo, lo cierto es que Mozart nunca se dio demasiada importancia. Presumo que este punto es uno de los más cautivantes de su vida si es que ésta fuese leída desde nuestra época. Influenciado por su tiempo, su obra no solo carece de mayores improntas de variaciones correlativas a sus vivencias. En el lenguaje de la modernidad tardía, diríamos con tono quizás afectado: "sus obras no dan testimonio de lo que sentía a medida que iba viviendo", como tampoco las de Haydn —único música a quien Mozart verdaderamente admiró— o Gluck. Estos creadores, en su fuero interno, venían a cumplir con una misión: agradar a la divinidad mediante el ejercicio de descubrir para los otros la armonía del sonido como uno de los eventos más hermosos del mundo. Lo que pasara en sus vidas no era algo interesante.

Esa es quizás la verdadera razón por la cual Mozart no forzó su identidad ni alteró sus costumbres, no llevó un diario ni dedicó mucho tiempo a pensar cómo sería la música después de su obra. Porque lo importante era su música —aquello llamado a ser expresivo, a interpelarnos— y no sus decisiones personales. Porque en esa época el creador estaba a cargo de crear su obra y su vida no era una obra, sino una vida. O quizás porque no existía un patrón ni un ideal de aquello que consistía ser un genio, simplemente porque tras él y su música se inventó esa idea.

Me inclino a pensar que el manido ideal de genio creativo se engendró con la vida de Mozart. Me refiero a aquel que describe al creador como un artista sufriente, que se consume a medida que crea, con tendencias autodestructivas y atormentadas, muerto antes de tiempo, incomprendido y con una convulsión a ser creativo. Es una descripción bastante cercana a su vida, pero en su caso, no eran hechos idealizados, aunque tampoco eran completamente ciertos (tuvo momentos felices y otros desdichados como cualquier persona, no se trataba de alguien eminentemente atormentado y tampoco era infrecuente en el siglo XVIII morir a los treinta y seis años). Esta descripción bastó para que se instalara la idea de que era señal de ser un genio creativo —y esto incluye acaso con más intensidad el caso de los escritores— el ser una persona sufriente que reúne al menos un par de las características mentadas. Lo cierto es que tanto el ideal de genio desde Mozart como la necesidad de ser sufriente para ser creativo son invenciones, quizás como todas las cosas. Haruki Murakami, en algunas cosas tan cera de la tradición literaria japonesa y en otras ciertamente lejos, se preguntaba con una candidez muy lúcida, a propósito de la larga tradición de escritores atormentados ¿Por qué hay que sufrir para ser un buen escritor? ¿Cuál es el problema con ser feliz? Parafraseo esto de su libro ¿De qué hablo cuando hablo de escribir?, donde además confiesa que su vida era apacible y rutinaria, y que nunca tuvo pretensiones de darle originalidad para aumentar su fama. Que quizás el mayor representante de la literatura japonesa luego de los tan atormentados como portentosos Mishima y Kawabata insista en que no es necesario sufrir para crear es una magnífica ironía. Pero ello no convierte el enunciado en algo menos cierto, por el contrario, lo reafirma y devuelve a su autor a la ruta tradicional en la búsqueda de la sabiduría oriental, que a su modo abandonaron Mishima y Kawabata.

Refiriéndonos exclusivamente a lo más virtuoso de la literatura de Murakami, cabe valorar la agilidad y el goce con que narra e hilvana historias. Multiplica personajes y circunstancias, vivencias y acontecimientos minuciosamente entrelazados con la naturalidad de quien bosteza. Por otro lado —esta es quizás una apreciación de un lector en exceso de nuestra época— es entretenido. Y ese es un elemento que no necesariamente está presente en toda buena literatura.

Supongo que la edénica simpleza con que Mozart componía me recuerda a la facilidad y ligereza con que narra Murakami porque en la apreciación de sus obras uno cree percibir que ambos crean no para tratar con su imagen (su ego) sino para con los problemas del mundo y los demás. Eso seguramente les ahorró mucha energía creativa, aligerándoles el peso tanto de los pensamientos como de sus existencias. Quizás por eso las obras de ambos son tan vastas. Quizás esa es la razón por la cual ambos, incluso en los pasajes más dolientes de sus obras, trasuntan solaz y alegría.



 

 

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