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Una reacción contra el exceso

Por Cristóbal Hasbun L.

 


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Visto en retrospectiva, es improbable que alguien esté dispuesto a sostener que el surgimiento del romanticismo musical se encuentre inconexo con la invención del piano. Con anterioridad a esto los instrumentos parecidos predominantes eran el clavecín o el órgano, sabemos, ambos cuya emisión de sonido se caracteriza por su estabilidad e intensidad sostenida. La estructura de ambos instrumentos ―vamos a decir, su tecnología― no permite expresar coloridos más fuertes o débiles, sino siempre constantes (quien no valorara el período musical caracterizado por dichos instrumentos diría, sencillamente, planos). Entonces fue el surgimiento del piano (originalmente denominado piano-forte) y su tecnología basada en la posibilidad de apretar una tecla, que activa un macillo, el que percute una cuerda según la intensidad de la orden del intérprete, lo que permitió el contraste entre intensidad y calma que caracteriza los renombrados conciertos de Beethoven o Schubert. Fue necesario un hecho material como la invención del piano para el brote de un nuevo movimiento musical.

La pregunta que interesa a continuación es la siguiente: ¿Cómo ha influido el aparentemente tan plástico y burdo avance de lo material en el forjamiento, por ejemplo, del arte del siglo pasado? Más precisamente ―y este es el punto central de estas líneas― ¿cuál es la relación del minimalismo o arte simple con lo material? ¿Dónde podríamos encontrar ―como en algún momento lo fue la invención del piano como punto de inflexión para el romanticismo― el probable origen del minimalismo?

El minimalismo, me parece, es una reacción contra el exceso. Un ejercicio para recordar con decisión pero sin aspavientos lo que verdaderamente importa.

El siglo pasado logró, en algunas sociedades, un crecimiento económico indescriptible, lo que determinó las formas de vida de todas las personas, afectando la capacidad de disposición no solamente de los más favorecidos (diríamos, de la elite) sino de la mayoría de la gente. Pero en la elite comenzó a producirse un fenómeno particular: estaban (o están) atiborrados de bienes materiales. Ahí donde antes habían hogares donde el dinero no alcanzaba para comprar libros se armó una pequeña biblioteca; con posterioridad se armó una biblioteca lo suficientemente grande para ocupar demasiado espacio, después fueron inventados los libros digitales y colecciones de miles de libros se almacenaron en discos duros, luego algunos notaron que no había tiempo para leer tantos libros ni espacio para preservarlos. Ello ―sin caer en la miseria del quejica por hastío― constituyó un problema.

La hiperproducción de libros no solo presenta el problema relativo a la falta de tiempo para leerlos ni de lugar para tenerlos, sino que hace también más improbable que dos o tres personas hayan leído la misma obra. Cada cual está leyendo a su escritor, con el cual el lector siente ―disculpen lo relamido de esta observación― “como si ese libro hubiese sido escrito para él” (lo que no es otra cosa que una variante del narcisismo literario). Pero esa hiper-producción y el fenómeno que acarrea, creo, ha llevado a que la literatura minimalista fortalezca algunos de sus elementos, por ejemplo, el hablar sobre temas comunes, sobre sucesos corrientes. Se volvió entonces el protagonista una persona que ya no es héroe ni anti-heroe, sino un ser humano difícilmente referente de algo más que ser frente al lector alguien de la misma especie. Por supuesto que podríamos lamentar la falta de hidalguía o virtud que hay en esta referencia (si se prefiere, la falta de grandeza) pero en el siglo pasado se vieron cosas tan grandes en nombre de la virtud que hoy quienes escriben sobre cosas verdaderas prefieren hacerlo en voz baja.

Es posible enlazar dos puntos que pueden no tener conexión aparente: existe una idea cada vez más fuerte respecto a que la manera en que hoy nos relacionamos con la propiedad tiene que ser una austera y simple de tal manera que el exceso de ella no termine quitándonos, absurdamente, el tiempo necesario para poder disfrutarla. Mantener la propiedad tiene costos, sea de dinero, de tiempo o de energía. Entonces mantener lo que uno no necesita impide disfrutar correctamente lo que uno sí requiere. Permítaseme trasladar esa idea al plano literario: ¿tiene sentido hoy escribir una novela tan meticulosa, buen compuesta y extensa como Guerra y Paz? La respuesta parece ser no, porque es dudoso que alguien puede “necesitarla”. ¿Alguien disfruta hoy adjetivización, la descripción detallada y bien hilvanada, la abundancia de personajes y genealogías? Aparentemente no, simplemente porque no hay tiempo para leer obras tan extensas, ni energías, ni espacio mental para contener personajes y tramas. Ello no quiere decir que una obra magna como la mentada no sea necesaria o repudiada este siglo, sino que pretende sugerir que el rechazo contra el exceso de acumulación de propiedad ha importado también el rechazo al arte extenso, o a la “acumulación” de personajes, adjetivos, eventos, capítulos o ideas.

Huelga aclarar que esto lejos de implicar una carga negativa en realidad presenta el panorama de forma interesante. Trasladémonos por un segundo a la ópera. Es difícil dudar de que las puestas en escena predominantemente minimalistas de los mejores teatros del mundo en la última época tiene relación con el hecho de que los artefactos,  ornamentos y trajes tan fastuosos como los del imperio prusiano eran cada vez más costosos. Lo anterior no implica necesariamente que la puesta en escena sea deficiente, sino que refuerza la idea de que lo material (sea por exceso, en el caso del minimalismo literario; sea por defecto, en el caso de la puesta en escena de la ópera) ha sido nuevamente determinante para arte del siglo XX, particularmente en lo que respecta al minimalismo.

De la misma forma que el consumidor sensato compra solo lo que necesita, el espectador artístico aprecia solo lo importante. El primero, cuando detecta un exceso sin sentido, bota algunas cosas. El segundo busca leer o escuchar obras desprendidas de ornamentos vanidosos y excesos así como de piruetas narrativas infantiles o autorreferentes. No siempre hay tiempo para usar todo lo que se tiene ni para leer todo lo que se quisiera. Producir buen arte minimalista es, hoy en día, una forma de empatizar con la necesidad de ese ahorro.

(Mejor es no referirse a lo que el exceso de información produjo en la verdad. Existen tantas formas de transmitir y producir información, y su correlativa hiper-abudancia, que ahora incluso se empalmó un prefijo a una palabra para así referirse a la posverdad, como si las palabras falsedad o mentira no existiesen en nuestros registros, como si un fraudecillo semántico ameritara un concepto nuevo bajo un prefijo que acompaña a una palabra tan trascendente como verdad).

Al organizar ideas en la mente posiblemente sea más agradable recordar el surgimiento del romanticismo como un acontecimiento fruto de una nueva generación visceral y tempestuosa de músicos cuyas sinfonías y cuartetos desafiaron la estabilidad del sonido de su época. Pero no hay que olvidar la pedestre materialidad que nos recuerda que pudieron hacer su música dado a que en un taller se probó con incalculables buenos resultados una nueva técnica sonora. Las circunstancias materiales condicionan al arte incluso en sus dimensiones más recónditas, y sus efectos ―de la más dulce a la más amarga experiencia estética― influencian la pasividad de nuestro ocio y nuestros días.

 

 

img: Aegean Sun Box (60 x 50 cm.) Theodoros Stamos
(Greek/American, 1922-1997)



 

 

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