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Narraciones de Pushkin y la inmensidad

Por Cristóbal Hasbun L.
Publicado en Revista Terminal. Diciembre de 2013




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Hay autores que contienen un doble valor. Por un  lado, el de la calidad de sus obras. Por otro, lo imprescindibles que éstos han sido para  escritores venideros.  Me parece que tal es el caso de las narraciones de Alexander Pushkin, escritas entre 1827 y 1835. Si bien su trabajo fue sumamente versátil —cultivó el poema épico, el poema narrativo, la novela en verso, la investigación histórica y la narrativa— hay un núcleo en la recopilación de sus narraciones que nos permiten descifrar una interesante perspectiva de su obra.

Es sugestivo, en una primera aproximación, que la categoría de recopilación haya sido Narraciones y no cuentos, como por ejemplo, se denominan determinadas obras de Chejov, Dostoievski o Tolstoi. Por supuesto, esto no es casual: la falta de una forma o canon en la prosa de Pushkin —por consideraciones al estado de la literatura rusa de la época[1] — no permite clasificarla de ese modo sin incurrir en desprolijidades. Esto lleva a que el lector se enfrente a un texto que no está acostumbrado: a pesar de ser escritos sucintos y literarios son disonantes ante la forma del cuento moderno; no existe una noción de trama, de un final o principio ni de una idea clara que se quiera trasmitir. Son narraciones cuyas aguas tienen otro origen, lo que conlleva a que al lector contemporáneo le puedan parecer disruptivas.

Si bien Pushkin es, formalmente, un escritor del s. XIX, en nada se parece a Gógol, Gorki, Lermontov o a sus conspicuos sucesores antes mencionados. Curiosamente, todos vivieron en Rusia en un mismo siglo. Esto tiene que ver con que el primero debió abrir una senda a los últimos, un derrotero que dice relación con la asimilación rusa de la forma y el estilo literario europeo.

Los años transcurridos entre 1812 y 1814 fueron fundamentales para el devenir ruso. Aquellos fueron los años en que, bajo el reinado del Zar Alejandro I, los soldados rusos llegaron hasta el corazón de Europa, produciéndose un importante fenómeno de transculturación que importaría cambios políticos y literarios. Pushkin es, entonces, el escritor que vive en carne propia este intercambio cultural incipiente en plena época de su producción literaria.

De este modo, las Narraciones contemplan un complemento entre la tradición literaria rusa previa invasión napoleónica (donde la transmisión oral está muy presente como medio de conservación de la cultura nacional) y la tradición post transculturación (graficada en la forma y en la constante creación de ambientes en salones europeos,  la formación de personajes franceses, italianos o alemanes que a menudo son sujetos a sátiras).

En este contexto, Pushkin se pregunta por el futuro de la literatura rusa.[2] Y la contundente respuesta no la podrían haber dado sus sucesores sin Pushkin.

Las Narraciones presentan una serie de elementos característicos: un narrador de prosa elegante a la vez ligera y distendida; sin la gravedad de otros escritores rusos aristócratas, el autor a ratos matiza su trabajo con un sentido del humor agudo y otras veces nos divierte con procacidades de borrachos, jugadores y mujeres de pasiones elocuentes. Podría parecer también despreocupado: comienza el relato cuando quiere y termina cuando se le acaban las ideas; se disculpa o sugiere al lector suponer el final y no siente el deber de lo que hoy entenderíamos como completar la obra.

Por otro lado —probablemente debido al sólo incipiente influyo de la literatura extranjera— su literatura a primera vista es sumamente endogámica. La inmensa mayoría de sus referencias son a autores rusos; cita repetidas veces a historiadores, poetas y generales, todos de su tierra. En cada narración incluye una canción popular o un verso ruso y las guerras que componen los retablos de su obra son las de su patria.

Pero la filtración existe, aquella la lenta materialización de la influencia del antiguo continente. Las escenas en salones europeos, sus personajes, la utilización de frases en francés o inglés, la burla de sus coterráneos hacia la sofisticación afectada de algunos extranjeros o la preocupación de la aristocracia rusa de no quedar como bárbaros. Tema aparte es la sátira irrefrenable que hace de todo personaje francés, presentándolos como borrachos,  afeminados, charlatanes, arribistas o patanes, o todas las anteriores. Indudablemente, esto se debe a la guerra que mantuvieron y a la ocupación francesa de Moscú cuyo fin aun hoy recuerda la descripción que Tolstoi hizo del incendio de la ciudad.[3]

Quisiera terminar con una pregunta que no me será posible responder.

Thomas Mann en Doctor Faustus (1947) planteó la siguiente tesis literaria: la música, la literatura, la filosofía y la poesía germana del s. XIX estaban ya engendrando la fuerza de lo que acabaría en la catástrofe del nazismo. En este sentido —plantea Mann— un evento tan intenso históricamente no podría haber sido gestado en un par de décadas sino en más de un siglo, donde la convicción inherente de la inmensidad del pueblo germano estaba forjándose día a día y la producción musical, literaria, filosófica y poética del siglo anterior dan cuenta de ello. En este sentido, que las circunstancias convergieran para que Alemania generara dos guerras era sólo algo de tiempo, fraguado cien años antes. ¿Es posible pensar que —como el caso de la producción filosófica y artística alemana decimonónica— los escritores, pensadores, músicos y poetas rusos del s. XIX pudieran haber construido aquella fuerza que llevó a su pueblo en 1917 a levantarse contra el Zar y a embriagarse después con su propia inmensidad?

 

 

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Notas

[1] Los historiadores literarios De Riquer y Valverde han llamado a esta época (finales del s. XVIII, comienzos del s. XIX): “período de maduración de la literatura rusa”: De Riquer, Martín, Valverde, José María, Historia de la literatura universal, tomo II, Editorial Gredos S.A., Madrid, 2010, p. 269.

[2] La dama de pique (1833), indirectamente; Novela en Cartas (1829).  

[3] "Moscú estaba abandonada. Aún se encontraba ahí una quinta parte de sus habitantes, pero la ciudad estaba desierta, como una colmena sin su reina. Bajo los rayos ardorosos del sol del mediodía, las abejas vuelan alegremente alrededor de la colmena sin reina, lo mismo que alrededor de las colmenas vivientes, desde lejos se percibe el aroma de la miel y las abejas entran y salen normalmente. Pero si se observa la colmena con atención se comprende que no tiene vida. Las abejas no salen de ella como de una colmena viva, el olor de la miel no es el mismo, ni los zumbidos que conoce el apicultor son iguales. No se percibe aquel sonido regular y suave, aquel estremecimiento parecido al sordo rumor de la ebullición, sino ruidos aislados y desordenados. De la colmena salen tímidamente, a escondidas, las abejas ladronas, negras, largas, cubiertas de miel, que no pican, sino que se alejan del peligro. En una colmena en actividad las abejas entran cargadas con su botín y salen luego desnudas mientras que en una colmena sin reina entran desnudas y salen cargadas". 
Capítulo XX, Decimoprimera Parte, Guerra y Paz.

 

Imagen sup. K.-P. Maser “Retrato de A.S. Pushkin". 1839



 

 

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