EL OLIVAR, de Chiri Moyano: un vistazo hacia una realidad plena
(Valparaíso: Ed. Cataclismo, 2011)
Por Carlos Henrickson
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Detrás de nuestra cultura que separa el cuerpo de algo que llaman espíritu –con lo cual de inmediato entre el hombre y el mundo se abre una herida abierta-, estuvo alguna vez esa otra insistente certeza: la vida no es una línea, sino un flujo continuo, el hombre no puede ser separado de su animalidad y de sus actividades “inferiores”, su corporalidad cambiante y, a ratos, violenta. Bajtin le llamaría “lo grotesco”, la representación del cuerpo que, antes de la Modernidad, tendía a ir más allá de sus límites y determinantes, que se ensambla al mundo, que no logra justificarse a sí mismo.
Nuestras sociedades construidas a medias tienen aún lugares desde los cuales podemos pensar en esta conciencia del cuerpo. Podría pensar en Quebrada Alvarado como tal lugar, y a Chiri Moyano como su testigo, el profeta de un mundo primordial. Como Rabelais, no puede mirar el mundo desde su Olivar como si fuera un objeto muerto y separado: Moyano se asume como un testigo presencial de una realidad viviente, que muta y lo asume a él dentro de ella:
Ha quedado el esqueleto de un río
en medio del olivar
y con el tiempo
las piedras empezaron a enterrarse
entonces brotaron flores
con colores e himnos anarquistas
y pintó la aceituna en el árbol
y las comió el tordo
y las comió mi madre
y de ahí nosotros amamantamos
y somos lo que somos
No es otra cosa lo que me dicen esas patas pelá’s de toda una familia que trabaja y mantiene a su tierra sin venderla desde el abuelo hasta ahora: vemos, no el anhelo o el delirio –lo que obviamente abriría esa escisión radical que hemos dado en llamar romanticismo desde Hölderlin-, sino la comunión cotidiana y efectiva, que no admite la traición a la propia naturaleza que constituiría el asumirse como un hombre que se crea y se define sólo desde sí mismo. Si es que podemos pensar en un privilegio de aquél que puede ver esto y expresarlo -el artista-, no es sino su condición de despegarse de la tierra. Pero ¿despegarse es separarse? Leo:
El silencio negro de estos olivos
son sueños donde suele aparecer
un niño llorando violado
… (que más tarde se ahorca
en una mata de olivo).
Y pájaros
que cagan, comen y cantan.
La muerte del niño fantasmal es un despegarse del suelo en la horca del olivo, pero como una definida contraparte la visión de los pájaros no tarda en aparecer. No son incorpóreos: están vinculados en su ser, físicamente, con el olivar, y tan sólo su tercer atributo es el canto. Por lo demás, en este texto no vemos a los pájaros volar, ya que al conocer el libro íntegro, uno se da cuenta de que las alas y el volar –la dirección ascendente- son tan centrales que ni siquiera hace falta recalcar su presencia de manera obvia.
Este despegarse del suelo es condición esencial, fundado en la vida y no en la desaparición o la muerte, para la existencia de la obra artística. La muerte no existe en esta poética –la desaparición no es ni siquiera una metamorfosis, sino un desplazamiento hacia arriba, como vemos en el poema dedicado a la poeta Axa Lillo:
Cuando la piedra se enferma
y se envenena
y se encrespa como un caracol pisoteado
saca gritos urgentes de auxilio vomitando
pedazos de vidrios agridulces
y fotos de infancia
para echarse a volar cantando
como una enredadera arañando por las paredes.
El vuelo será inseparable del canto, incluso si la imagen elegida no sea la de un ser alado, sino la de la enredadera sobre las paredes, mucho más contundente –que desde ya, si implica un atributo claro es el preciso opuesto del desasirse que representa el ave, emblema del poeta clásico: implica el asirse, casi como expresión de persistencia en la memoria.
Ya que el vuelo no solamente define al artista: define además un modo de habitar en que es posible el sentido de trascendencia como cotidianeidad. Nada más claro que el primer poema de la sección El Olivar, que presenta las noches en el olivar marcadas por la decidida persistencia de la imagen de las alas: todo con alas. Este lugar se presenta definitivamente marcado por esa dirección ascendente, en cuya ruta el artista –ser que vuela- no puede dejar de cruzarse para darle y darse sentido.
En lo formal, el libro de Moyano sabe dar cuenta de esta visión integral. La relación que establecía con Rabelais se ve claramente cuando nos encontramos con el cuerpo, los desechos y las partes privadas del autor, vistos de frente y con las palabras fuertes y precisas para saber aspirar en los textos a una totalidad, más que en un detalle gracioso, por más que se examine lúdicamente en los poemas Sin título de la sección Rezos. En este sentido, está lejos de ser una poética amable: como dice en Epitafio,
La poesía
no es sólo un abanico
de color de rosas
también es una daga
que corta orejas largas
y feas.
Ya que el mundo que retrata, si bien está pleno de humanidad, no deja de ser ese mundo sin Dios del pensamiento moderno, tal como con cierto grado de ironía deja ver en Rezos, y con bastante menos sentido del humor en otros poemas de la primera parte del libro, como en el sentido e intenso Cara de barro o Hay un desencanto en el aire. Veo la naturaleza, interior y exterior, profundamente humanizada, cruel, sabia, ciega o tierna según ande el paso del tiempo, que ha desterrado a Dios a la inexistencia por falta de necesidad, esa naturaleza cotidiana y alcanzable pero incomprensible al mismo tiempo, en la anciana que hace fuego para pasar Agosto del poema V de El Olivar; y no me deja de parecer que todos los caracteres que presenta el libro forman parte de la misma familia. Ya que esto me da el sentido de la familia de Moyano como una imagen de la totalidad análoga al mundo natural, trayéndonos a esa imagen de familia y a su trabajado olivar como apariciones primordiales, símbolos de una reconciliación posible y presente del hombre con el mundo, una religiosidad activa y cotidiana. Ante esto, los poetas no pueden ser sino una metáfora que no se puede mantener en pie ante tal plenitud de realidad: una bolsa de caca tirada en la vereda, momento preciso para que aparezca, aquí sí, una imagen urbana indicadora de decadencia y despojo.
Desde la cotidianeidad desgarradora de la sección Dos animales que se aman en tiempos difíciles hasta la cosmogonía alucinada de la última sección, El Olivar, Moyano muestra con este libro su paso hacia la universalidad que esperamos desde este lado de la vida, en que la ciudad nos enseña paso a paso el desarraigo y la escisión como modos de vivir y habitar un mundo por siempre ajeno, que nosotros no dudamos en vender al primer postor. Un libro, en este sentido, necesario, que es capaz de transmitirnos esa conmoción de toda poesía legítima, no podía llegar en mejor momento.