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        Por Carlos  Henrickson
          (Aparecido en El Desconcierto N°1)
      http://eldesconcierto.cl/
         
         
         
 
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        Responder a la pregunta  “¿desde dónde habla Andrés Anwandter (Valdivia, 1974) en Amarillo crepúsculo (Santiago: Libros La Calabaza del Diablo,  2012)?” resultaría sencillo; habrá que decir Santiago en nuestra feroz  actualidad. Sin embargo, Anwandter hace en verdad un ajuste de cuentas, que es  un testimonio de quien ha visto pasar un proceso sistemático e incesante de  desnaturalización de la realidad y del lenguaje en nuestra sociedad contemporánea. Elegir como título ese amarillo crepúsculo (subproducto  / del petróleo integrado / a la cadena alimenticia), que él mismo vincula  en uno de los poemas a su vivencia infantil, es clave: el mundo del niño se  veía ya intervenido por la técnica alimenticia, que sabía tomar el lugar del  color de las frutas. Esta naturaleza, a punto de ser cancelada, se desvanece  bajo la artificialidad, como todo el mundo que se planta frente al sujeto lo ha  hecho y lo sigue haciendo.
          
          El reflejo formal de  tal percepción es complejo, y corresponde al trabajo que Anwandter ha venido  haciendo desde el 2000: una poética que decide ponerse de espaldas a la  posibilidad de una musicalidad natural, asumiéndose hermana de la técnica en la  frialdad de la disposición del sonido y el sentido –el hablante declara que ha  olvidado con qué palabra comienza la  Ilíada o en cuál idioma se expresa  mejor el ser. Este alejarse de los atributos básicos de los que la poesía  se ha alimentado para producir sus aspiraciones más fundacionales y su posible  escena primordial –la oralidad del canto, que presupone un otro inefable que presupone lo colectivo- tiene consecuencias en la  otra punta de la experiencia lectora: su trabajo  poético (como le llamo a estas  alturas / a la masturbación en pantalla, señala el hablante) parece  dirigirse a nadie, la escena de la escritura es la escena del encierro en medio  de una urbe degradada por su antinaturaleza, con el peso de la memoria en que  no deja de aparecer la vivencia natural de la infancia. Tal choque traumático  ya parece actualizado en la misma edad de la inocencia: Intento formular mi experiencia / de la dictadura // fueron   probablemente / los mejores años de mi vida  // la infancia en lo posible / alejada del horror general // entre las hojas  mojadas / bajo la lluvia. En este poema, al fin, el hablante administra su  memoria como un pan integral // cada  mañana / preparando el desayuno // para la familia reunida / con un inmenso  cuchillo. La imagen de cuchillos y armas de todo tipo parecen responder  permanentemente a este choque con la propia historia, en lo que puede considerarse  la respuesta última de un sujeto integrado a un sistema de producción  –técnico-, mas enajenado por una sociedad que sólo surge espectralmente. 
          
          Me es imposible no ver  en esta situación una suerte de esbozo de la (posible) generación poética de  los 90, aquella pasmada por el testimonio del cambio de modelo social,  económico y político, consciente de la evanescencia de su propia voz y  pertenencia, y por lo mismo incapacitada –desde una ética fundada en la  derrota, en la ausencia de una respuesta activa- para intervenir en el  transcurso histórico. La sustancia ética de esta posición, desde el texto de  Anwandter, está lejos de la “cobardía” que se le achaca a dicha conciencia  generacional: se trata más bien de la imposibilidad de un entendimiento cabal,  de una totalización del sujeto con su  experiencia social. Anwandter sabe expresar esto a través de la permanente  crítica de la propia memoria, la cual no resiste el análisis calmo del  intelectual, y a lo más es accesible desde el fragmento, desde la propia vida  como conjunto de fragmentos. Ésta es una de las claves para la especial deriva  de sentido de esta escritura: parece prenderse permanentemente al registro  sensorial inmediato, como punto centrípeto, ante el cual toda abstracción o  reflexión termina naufragando –volcándose de vuelta a la existencia vacía de la  urbe o a la nostalgia de la naturaleza perdida. Por ello, quizás, la persistencia  en la alusión al registro técnico sonoro –el vinilo, el cassette, el CD-, como  una seña de inferioridad ante lo taxativo y preciso de tal procedimiento, en  contraposición a una conciencia abstracta o reflexiva que se revela incapaz e  impotente. No deja de ser curioso que, más allá del recurso técnico, esta  deriva recuerde al trabajo de la memoria en Teillier, quien ocupaba las  canciones populares y las hazañas deportivas pasadas precisamente de la misma  manera.