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Una verdadera ficción: sobre Carrascal boca abajo, de Claudio Rodríguez Morales
Por Carlos Henrickson
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A nuestra historia -a todas las historias- les place representarse el mito de una armonía preestablecida. Del lado que sea de la lucha política revela un apreciable beneficio ver al opuesto como el disruptivo, aquel que quebró el ordenado camino de progreso -de una economía nacional, de una clase, y hasta de una idea- que iba hacia el triunfo final del bando propio. Es parte esencial de los mitos en la base de la contienda ideológica que nos salta a los ojos en el libro de historia, el documental de televisión, el afiche y hasta el rayado del muro. Tiene épica, y hasta belleza a veces esa historia: llama a la Gran Literatura, a la poesía, al gran fresco social desplegado en los muros de las Grandes Alamedas, a la Marcha de los Siglos de un Victor Hugo.
Mas lo social, sabemos, tiene su propia lucha, y esta se nos entrega en una toma de conciencia permanente, que avanza y retrocede, invisible, que no salta a los ojos sino a la calle. Se resiste a ser escrita, incluso, y está llena de penurias más bien cotidianas y sucesos que acostumbran mantenerse a la sombra. Sacar la condición cotidiana del que padece esa pequeña historia sin fin y arrastrar a los hechos a la luz es labor de otro literato, que se decide a narrar la Comedia Humana, como Balzac, la pellejería picaresca plena de dolores que se graban e intentan pasarse a fuerza de mínimos festejos, que hiciera en la vida de Aniceto Hevia nuestro Manuel Rojas, o en una esfera tan significativa como la publicada en libro grueso, en el desarrollo real y cotidiano de la información de masas, el periodista comprometido.
Claudio Rodríguez Morales (Valparaíso, 1972) habla en Carrascal boca abajo (Santiago: Das Kapital, 2017), del caso real de una víctima de esa pasión por sacar a la luz lo que se desea oculto, el periodista Luis Mesa Bell, asesinado el 20 de diciembre de 1932, en un ejercicio novelístico que responde al mismo apasionado afán de publicidad, de llevar el hecho fuera del archivo subterráneo de la historia de Chile, en que toda nuestra construcción ideológica moderna ha querido dejar una evidencia horriblemente nociva para el orden establecido: la que nos recordará que la vida social chilena está fundada sobre hechos encadenados de violencia, cuya sangre y penuria ha dado siempre un rendimiento provechoso para mantener un desequilibrio permanente entre las clases, que en la macroestructura política genere una distancia -un misterio, un aura- de los poderosos, la sombra de una motivación mística tras su codicia y de una aparente omnisciencia.
Esto tiene una importancia fundamental al hablar del año 1932, en que el sistema político chileno es un emperador desnudo tras toda una década revolucionaria -la del 20 – y en que la estructura burocrática reveló patentemente su legitimidad exclusiva en el privilegio de la fuerza armada. A la luz de un plano internacional marcado por una profunda crisis del capitalismo, se dejó ver la emergencia de proyectos revolucionarios cada vez más conscientes, aun no nucleados en torno a un Partido Comunista que revelaba vacilaciones importantes con respecto al problema del poder, generando la reacción plenamente ideologizada de una fuerza que desde la posición conservadora, ya encontraba en el fascismo -en pleno desarrollo en Europa como una nueva visión de lo político desde el Estado- su propia forma de encontrarse con el ánimo de renovación que un sistema ya vacío de sentido histórico reclamaba a gritos.
En vistas de lo anterior, no es casualidad que Rodríguez ponga en el primer plano del telón de sus escenas dos fuerzas disruptivas: la Nueva Acción Pública -que sería una de las bases para la fundación del Partido Socialista de Chile unos meses después de las acciones que vemos en la novela- y la Nación -Milicia- Republicana. Este sesgo del cristal óptico logra hacer resaltar el detalle de lo público que está envuelto en los nombres de estos grupos: ante el vivo despliegue de los personajes que se mueven en ellos, la acción de la política como Estado solo se nos transparenta aquí como acción policial en el claroscuro más bien nocturno del secreto, del Servicio de Seguridad que Mesa Bell bien calificó como mafia, ligada a lo delictual en su afán de llevar lo abierto hacia la oscuridad del encierro y la muerte. Por otra parte, en sentidos opuestos, Mesa Bell y Von Diermissen bregan por sacar a la luz la energía social de clases sociales distintas y en dirección de choque, no obstante su destino esté secretamente ligado por lo secreto y lo no dicho. En el punto de encuentro de las líneas de perspectiva están, en primer lugar, geográficamente, las oficinas de Wikén, que asumen en este sentido una presencia casi simbólica, al estar los periodistas que conviven en ellas en sectores marcadamente en pugna y haber un interés expreso en el control de su línea editorial, y, en segundo lugar, personalmente, el personaje de Rebeca Ruiz Tagle, en que el conflicto social y político se refleja en su desarrollo biográfico.
¿Por qué hago este ejercicio arquitectónico? Porque muestra cómo el rendimiento de esta novela sí cumple ciertos objetivos de comprensión profunda de la acción; no seríamos capaces de ver, por ejemplo, lo imprescindible del punto de fuga que lleva hacia la figura de Leandro Bravo. Los segmentos en que este personaje aparece nos remiten siempre a una búsqueda de reconocimiento que implica la elección de una máscara. Al fin, Leandro nos abre la puerta a un retrato psicosocial de un servicio secreto no muy distinto de la Policía Política de Frei, la DINA y la CNI, o la ANI; esto es, la inscripción en el estado de lo ilícito como soporte de la legalidad, la fundamentación del régimen de clases en la colaboración del desclasado. Estas paradojas son en general bien remontadas a la superficie del texto; Leandro vive en la inquietud de dejar el hogar y ya no ser visible, en la misma escena en que su padre le dice en algún momento: Es que es tan lindo lo suyo, sus pistolas, los autos, su placa, usted es el orgullo de la familia y el mío, mijo. De hecho, la relación con su padre ya es índice de una identidad en crisis. La inscripción del lumpen como sombrío guardián del Estado hace que el llamado a lo público por parte de la revolución o la reacción nacionalista termine haciéndose estéril, en vistas de una conciencia de la clase trabajadora aun en lenta elaboración. El personaje de Leandro no puede sino ser sombrío y está obligado a actuar en la oscuridad, y salir a la luz bajo la máscara de su rol institucional.
El lograr retratar en forma profundamente humana cada fracción de esta escena política es un logro que sabe accederse con procedimientos muy efectivos. La entrada a la intimidad de Mesa Bell -así como a la de von Diermissen- se haría un ejercicio casi imposible si es que no existiesen los relatos de Wilfredo Ruiz Tagle y Julio Müller Schmidt (que tienen relación de empleado-patrón), geométricamente dispuestos como los narradores con mayor perspectiva de los hechos -el primero con respecto a los hechos ya pasados, el segundo con respecto al panorama presente. Se nos muestra de este modo una visión histórica que ya pasó de la ingenuidad de la buena intención o la mera sociología para comprender la motivación compleja de la acción política; toda afirmación de credo ideológico de cada uno de los personajes se revela como compuesta de íntimos componentes vitales, y no puede sino ser el mártir y centro de la novela el más humano de todos ellos: la novela es de hecho, además de una trama formalmente policial, el despliegue progresivo del mundo íntimo del periodista.
Para esta construcción, el atrevimiento de Rodríguez me parece notable y sumamente útil. No solo hay libros creados por el autor como fuentes, sino que hay personajes de ficción que cumplen de hecho el rol de hacer más palpable una experiencia histórica real; la muerte de Karl Naegel y el suicidio de Von Diermissen resultan de hecho claves para entender un encadenamiento de violencias en la novela, que sabe involucrar los asesinatos efectivos de Manuel Anabalón y Mesa Bell en una serie que da de sí un plano general que de otro modo se haría imposible.
Esta fidelidad a la vida, una que se revela con una verdad diversa a la del libro de texto o al recuerdo fragmentario, logra al fin el cometido más profundo de la aproximación literaria a la verdad: revelar sus presagios. Como Benjamin bien supo expresar, los hechos históricos solo acaban entendiéndose desde un futuro que los re-conoce, que sabe ver las marcas de una misma recurrencia tanto en el pasado como en sí mismo. Esa porfía de la historia es la que funciona en Carrascal boca abajo, y precisamente al cerrarse tenazmente sobre sus propios y acotados acontecimientos llama a una permanente reflexión: ya no solo sobre la violencia política o la autocensura, como parecería a la primera lectura, sino además sobre la humanidad de lo político, o lo que es lo mismo, la inevitable recurrencia de lo inhumano en lo político.