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La bandera alzada de Diego Bustamante: dos plaquettes

Por Carlos Henrickson



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La crítica vulgar hacia la poesía esconde un entendimiento bien avanzado de lo que esta significa para ese pájaro abandonado que es el poeta moderno, huérfano de patronazgos y tirado a la calle de las mercancías: la poesía es algo que le pasa al poeta, y tiene que ver primariamente con su vida y con anhelos trascendentes que, como armas sin filo, poco pueden hacer ante una vida cada vez menos humana.

Las plaquettes de Diego Bustamante –El soliloquio del posteador zarrapastroso y No adorarás falsos ídolos, aparecidas en mayo del 2018 en Editorial Mar Adentro- fundamentan lo dicho, y en un plano en que muchos aun no caen: la condición del poeta de hoy es impensable sin esa guinda en la torta de la enajenación de la sociedad capitalista que se nos ha hecho la distanciada y solitaria contemplación de los otros a través de la pantalla o el celular. Si Benjamin ya hablaba a inicios del siglo pasado de la depreciación de la experiencia, casi noventa años después la vida “real” es algo que sucede a la sombra de la luz electrónica de las redes sociales, y esa ventaja que tuvo el poeta al rescatar la vida en una intensidad distinta, deja de ser ventaja para ser un gesto cada vez más absolutamente gratuito. El poeta deviene posteador, y el papel se pierde con más facilidad que el archivo de texto, si es que se ha querido guardar ese texto de paso.

Afirmar la experiencia propia es el gesto de fuerza acá, en la afirmación de la vitalidad extrema que se encuentra con su extremo doloroso, una adolescencia sin relación necesaria con la edad cronológica. Una experiencia que se sabe límite: Uno lee para desaparecer. Uno se tira en el piso para sentirse amado, dice Bustamante, y nos parece ver claramente que el dejar de existir está a la vuelta de la página, o a la marca de un clic en el mouse. Por esto, la visión sabe modularse desde lo crepuscular, en el límite de la percepción, una estética de ojos entrecerrados, como en el poderoso Náutica o la fantasmal rutina de Habitaciones. En este curso de desaparición, Bustamante solo puede plantear la escritura como solución inevitablemente parcial e insatisfactoria: la irónica manifestación de existencia será la del posteo: 

Me voy a pintar una remera que diga: Soliloquio del posteador zarrapastroso y me voy a sacar una selfie y la publicaré en las redes sociales y me etiquetarán y seré conocido por algunas horas y la mañana será dulce.

El levantar una ética, desde acá, se hace difícil, y solo puede asumirse desde la pasión extrema: escribir el poema –ese que solo se puede hacer cuando se tiene algo que decir- cuando el corazón te explote en la cara. Ser fiel ya no a lo que se es, sino a lo que se va dejando de ser. El heroico poeta rural está lejos y ya se ha hecho inalcanzable en la lealtad a una verdad que se dejaba ver sin ocasos. Pero la escritura desde este lado se ha hecho un puro ocaso, y no deja de ser importante que la primera vez de este hacer poético se registre en el Minato –un bar semiclandestino del barrio puerto de Valparaíso-, en lo nocturno de la experiencia extrema.

En esta luz confusa, toda la victoria del poeta se ha elevado como una bandera de derrota, como registra el inicio de No adorarás falsos ídolos. Me parece que aquí, libre de la demanda vacía del mundo, Bustamente es capaz de plantear una poesía de extrema videncia, en que, si bien ya se esboza en El soliloquio del posteador zarrapastroso, el amor toma el lugar de la salvación extrema ante el límite de la existencia, el inminente final absoluto que respira como fundamento de esta poética. Resulta inevitable recordar a De Rokha en esta respiración que parece urgida, forzada fisiológicamente por rescatar lo humano ante una catástrofe omnipresente. La esperanza de salvación, íntima y real, no será sino volver a la cueva, desandar el camino de la historia para recuperar el derecho a la alegría, al canto, al estar junto con los otros y quebrar la distancia de la poesía y la vida de siempre, esto es, la que siempre debería haber sido antes de un paso trágicamente errado.

Estas plaquettes traen de vuelta a Valparaíso –a este Valparaíso, el original, el primario de la Echaurren y la vida tangible- a Bustamante con su voz madurada y el espíritu de defensa que sus textos transpiran, no de “la poesía” –a la manera de los patéticos mitificadores del arte como “mercancía trascendente”, signos de una pequeña burguesía que ya nació decadente en nuestro país y lo seguirá siendo hasta después-, sino que una defensa de lo que se trata, en el fondo real, la poesía: la promesa de una reconciliación del hombre en su hacer y su deseo.



 

 

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La bandera alzada de Diego Bustamante: dos plaquettes.
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