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        Una subversiva contra-fábula: Se vende humo, de Joaquín Escobar. 
         Por Carlos Henrickson
        
        
        
          
        
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Asumir  que la escritura -y particularmente la narrativa- tenga desde el fondo de su  voluntad creativa un imperativo moral, parece un absurdo en los tiempos que  corren, en que se prefiere el formato de fábula: ocupar, acariciándolo, el  angustiado tiempo del lector en una historia que, como efecto colateral,  produzca algún efecto de conciencia social. Mas la evolución de los estilos no  pasa en vano ni independientemente de los descalabros históricos, y una obra  que respire desde el principio su intención moral, desde su concepción  más íntima, no puede dejar ya de ser monstruosa -como de algún modo ya lo  vislumbró Sade en el umbral de nuestra experiencia como humanidad moderna.
         Esto  viene bien a propósito de Se vende humo (Valparaíso: Narrativa Punto  Aparte, 2017), de Joaquín Escobar (Santiago, 1986), una serie de historias que  se interconectan en forma de mosaico, logrando conformar con ello una  postulación completa de cosmos narrativo que, partiendo desde la oferta de una  crítica moral de la vida cotidiana en sentido propio, es capaz de destruir toda  posibilidad del cómodo pacto narrativo naturalista retomado por buena parte de  nuestra novelística joven contemporánea, para adentrarse en una genuina  tentativa grotesca.
         La  originalidad de esta construcción grotesca es precisamente lo que produce en la  colección una crítica extra-moral, al apelar a problemáticas mucho más  fundamentales y globales con respecto a la sociedad contemporánea. El  procedimiento para ello es que, más allá de lo grotesco cumplido -lo cual  implica acá la metamorfosis en lo real que supone la alucinación y la  subversión continua del pacto narrativo, así como la indeterminación de los  mismos sujetos en cuanto agentes perceptivos-, se agregan como elementos  tematizados la cultura intelectual moderna y, más aun, la teoría crítica, mas  tematizados en la medida en que son reducidos a sus remanentes estéticos,  vaciados de un contenido que parece haberse percolado hacia la base  misma de la escritura.
         La  metamorfosis de lo real acá, su efectiva monstruosidad, no aparece en su forma  tradicional, como el desafío de una naturaleza indomable, sino como una sobrenaturaleza incontrarrestable y corrosiva. Así, el flujo de información en la superficie  del texto, que reproduce incansablemente la sobreestimulación mediática masiva  del Chile actual -el fútbol, música popular, redes sociales-, tan solo encubre  a medias la distorsión basal que produce una crisis social devenida permanente,  en el estado más avanzado de descomposición social, en los mismos  procedimientos narrativos. 
         Los  escenarios de Se vende humo muestran a personajes que, a fuerza de  exponerse a la fragilidad, vulnerabilidad y transitoriedad de sus nexos  sociales, acaban escindiéndose de cualquier percepción universal y coherente de  lo real: el correlato de esta concepción narrativa es, claramente, el ensayo de  Zygmunt Bauman sobre la modernidad líquida, desde el cual bien puede  colegirse una de las claves centrales del texto, presente en el título y en la  recursiva apelación al vender humo. Este humo parece revelarse como el  subproducto del proceso de disolución de los sólidos, enunciado por Marx  como símbolo de la operación que la burguesía históricamente ejecuta sobre las  formas sociales que obstaculizan el libre desarrollo del capital. Por ello es  que las supervivencias ideológicas en el libro de Escobar son formas muertas,  meras imágenes de realidades caducas. Dada esta plétora de imágenes volátiles,  irreales y transitorias, inhábiles para construir realidad histórica, resulta  evidente que la alucinación es un procedimiento necesario para retratar este  cosmos narrativo. La cultura literaria -si bien sería adecuado acá llamarle libresca,  por cuanto lo propiamente literario depende de formas de difusión y  sociabilidad que en este cosmos de Se vende humo ya se han hecho  impensables- es, por tanto, también tematizada como el reflejo en la conciencia  de los personajes de la extrema levedad de una vida reducida al vacío como su  posibilidad única, en la plena etapa postcultural a la que se refiere  George Steiner en un ensayo ya clásico.
         Los  personajes de los relatos habitan en una permanente inquietud intelectual, que  bien se puede entender como un padecimiento. En un poderoso salto diferenciador  con respecto a buena parte de la narrativa joven actual, la angustia  existencial sabe reconocerse acá como angustia histórica, un malestar cultural  integral que les lleva a asumir lo político como una pesadilla estética sobre  un vacío social en que se ha agotado hasta la sombra de la posibilidad ética.  Así, las recurrentes fantasías de guerrilla urbana se ofrecen como eficientes vanitas de una era de disolución general, y la extrema estetización de la violencia  se ofrece como camino de liberación alternativo al político, como sublimación  propiamente patológica en una conciencia que anhela una paradójica  habitabilidad sobre el vacío. Una permanente ansiedad tanática tendrá que ser  la consecuencia, llevada al límite en la alucinatoria fantasía distópica de La  ciudad subterránea donde el esplín fue fusilado, el último relato  propiamente tal, cuya simbiosis con formas poéticas solo puede desembocar en Diversos  objetos que se desparraman en el fondo del mar, en que el mismo sujeto solo  puede reconocerse deshecho en objetos remanentes que representan a la memoria  en su enumeración.
         Retrato  sombrío del fin de la cultura humanista como posible centinela del desarrollo  histórico y, en alguna medida, del extremo nihilismo des-fundamentando  la construcción social, Se vende humo es en sí una perfecta  contra-fábula, al apelar más que a una objetividad moral y constructiva, a la  subjetividad escindida de individuos solitarios, librados al flujo destructivo  de un mundo en que todo evento es alucinación, espejismo íntimo, los cuales  solo pueden ser destruidos como castigo por el humo de su extravío  perceptivo, ya tomada la culposa concienciadel humo de su  contenido moral, su formación dentro de una cultura que tan solo es vestigio.  Joaquín Escobar, más allá de cierto exceso en la proliferación de imágenes y  figuras sobresignificadas -que, por otro lado, debe ser juzgado en el marco de  lo grotesco como forma-, deja ya en su primer libro la muestra consistente de  una escritura reflexiva y sin miedo a lo monstruoso que, al menos en nuestro  país, tiene muy pocos representantes efectivamente lúcidos, sumándose a una otra narrativa que de a poco, con nombres como Cristian Geisse, Claudio  Maldonado o Cristóbal Gaete, va tomando su lugar desde afuera, en un  medio literario volcado demasiado frecuentemente sobre su propio ombligo.