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        El impuro escenario de Herida de mi herida
          (postfacio de la  edición por Das Kapital: Santiago, 2015)
        Por Carlos Henrickson
         
        
          
          
        
          
        
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          La  poesía de Carlos López Degregori no había tomado pie impreso en Chile sino por  su inclusión en la antología Fuego abierto  (Santiago: Lom Eds., 2008, realizada  por Carmen Ollé) y la revista trinacional  Mar con Soroche (La Paz: Ed.  Intemperie, n.º 3, 2007), hasta donde sé; y es triste que ya no nos extrañe lo  extraño de que una labor permanente en los planos de la creación literaria y el  ensayo se nos haga tan lejana. En fin, todo acá se hace tan lejano; y por lo  mismo esto nos puede ser propio -una poética que se fundamenta en distancias  insalvables.
           Distancia  con el mundo, porque el registro en que López Degregori describe su crianza  dentro y fuera del seno familiar, una educación afectiva hasta el dolor, es el  de una formación en la extrañeza. Los objetos y seres vivos no tienen  configuraciones que por sí mismas puedan tender la mano al hablante; dan la  cara como amenazantes, ostentando su inquietante desafío como lo hace la Caja  romana regalada, que no se puede abrir, y sólo permite mirar por el ojo  marchito. Un mundo entero bajo ese signo permite solamente al creador  entrar en un contacto fértil con él: la poesía es quien puede conocer la  imperfección radical de lo creado. 
           El  héroe de esta experiencia que es capaz de clausurar épicas y tragedias, es  precisamente el demiurgo, cuyo conocimiento del mundo es crearlo. López  Degregori -¿y hablo del autor del libro, del hablante, o acabo hablando de  alguien más?- expresa así la voluntad de metamorfosis, en que la naturaleza,  impregnada de la mirada transformadora poética, es una expresión secundaria: el  trato entre el hombre y el mundo acaba siendo un trato entre mentirosos, la  experiencia de un traspaso de secretos privilegiados que puede bien acabar en  el trastorno general que el autor nos deja ver como a retazos. Saber no decir,  indicar desde el fondo del escenario este acuerdo fundamental y profundo -¿y es  que Cementerio de perros es solamente una anécdota?-, hace del poema el  umbral posible para un Orden del mundo, heredero y parricida de los  otros -los construidos desde la religión o las luces.
           Se  trata de secretos, de escondites como formas fundamentales de aparecerse  al mundo, de tinieblas para casi-mostrar las imágenes a medias. La imagen del  mundo que vemos a través de los poemas de Herida de mi herida es  precisamente la de una metamorfosis ocurriendo, en el mismo trance, y  los procesos de transformación acaban mostrando la costura de su plan: los seres  están a medio camino entre la vida y la muerte, y su inminente caída bajo la  violencia de los elementos es presentada a través de personajes que arden o  aparentan desaparecer. Pero ya lo sabemos: este es un escenario, un espacio que  es producto de una convención asumida, un acuerdo. Y ante esto, no podemos  saber si algo realmente desaparece o sólo se fue a ocultar entre  bastidores.
           Y  este hablante que vemos, este reflejo del autor, no puede sino ser un actor. Su  doblez, su separación interna, es también puesta a la vista, como esos dos  corazones abiertos; López Degregori sabe que la creación decidida de  ese mundo aparte en el que hacer su juego, implica el quiebre íntimo de  invertir ahí a su doble. El proceso, así, se hace doloroso, a un punto en que  la medida de dolor es también la de lo significativo: no olvida indicarnos a  cada paso las cicatrices que definen, en el fondo, su oficio, y que han  hecho de este un humanismo paradojal, que puede bien tomar sus bases sobre la  crueldad o el despojo, como forma de hacer justicia a algo que se revela más  profundamente humano que el conocimiento o un bien que ya no se deja ver  en esta nueva jerarquía de valores, en este nuevo mundo.