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        Señales de sobrevivencia: La ciudad de los hoteles  vacíos, de Gonzalo Baeza
        Por Carlos Henrickson
        
        
        
         
        
        
          
        
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        La  narrativa en nuestro país, obligada a cohabitar con el fenómeno anómalo que es  la poesía chilena desde el siglo XX, tiene una serie de síndromes  específicos. O bien intenta medirse con la misma vara que lo hace la poesía  -desarrollando intimismos y demandas externas a su práctica-, o bien intenta  apartarse lo más posible, asumiendo como misión el aplanamiento absoluto de la  experiencia y el abuso del recurso “gracioso” -entre muchos otros defectos que,  después de los escasos grandes nombres previos a la calamidad social y cultural  de 1973, no han hecho sino cultivarse bajo el aplauso de un mercado expectante  por productos vendibles fácil y rápidamente, y en esto incluyo a la feria de  vanidades en que se ha convertido nuestro entorno cultural “progresista”. Con  todo, ese mercado no puede absorber -aún- todo el campo narrativo, que cada  cierta cantidad de años sabe dar sorpresas.
         El  primer volumen de cuentos de Gonzalo Baeza (Houston, 1974) es una de estas  sorpresas, y más aun considerando su condición de extranjería, que  permea La ciudad de los hoteles vacíos (Madrid: Amargord, 2012;  Valparaíso: Narrativa Punto Aparte, 2014). En una narrativa fluida y precisa,  los cuentos presentan a personajes que, si bien su origen cultural está  decididamente afuera, su mundo está inserto en el capitalismo avanzado  norteamericano, y cuando me refiero a esto, no pienso en lo absoluto en la  álgida vida de la gran ciudad (de algún modo signo ya añejo de modernidad),  sino de territorios devastados socialmente, una sociedad de seres disponibles ante las exigencias de la máquina de producción y mercado.
         Los  escenarios que presenta Baeza -paisajes rurales, pequeñas ciudades, suburbios  de inmigrantes- nos llevan con seguridad y capacidad descriptiva casi virtuosa  a la forma de funcionamiento de esa máquina en toda su eficacia de devastación  psicológica y emocional. Los personajes no son los seres cínicos y vaciados de  toda una corriente malditista: ante ese fin de mundo, esta narrativa no asume  el papel de los lousy little poets trying to sound like Charlie Manson de la canción de Leonard Cohen. El momento que elige Baeza para el retrato es  precisamente el de la conmoción, la conciencia profunda del fin de lo humano y  de la necesaria sobrevivencia en el desierto resultante. De alguna forma, cada  relato entrega momentos de resistencia -desde “El show”, en que la pelea de  perros parece resumir la lógica destructiva final del sistema social, hasta la  crudeza de “El jab toda la noche”, en que la acertada descripción del daño  físico juega un rol esencial en la conciencia por parte del narrador de una  explotación más profunda que la que podría ejercer el sistema económico. El  cuento final del volumen, “River Rock”, está en lugar inmejorable como cierre  del libro: si bien la anécdota, personal y dolorosa, de la pérdida de un hijo  por nacer puede situarse en cualquier entorno social, el encuadre de los hechos  sólo puede conducir a uno de los párrafos más significativos del libro:
        No  sé qué esperaba encontrar cuando huí de Chile, pero me encontré con este mundo  de maizales interminables donde cada noche se instala una quietud rígida y el  frío invernal te embrutece. Un país de gente viviendo a la sombra de fábricas  abandonadas en un mar de maleza, acereras, papeleras, plantas automotrices y  todos esos edificios desocupados hace apenas unas décadas, pero que hoy parecen  construcciones de una civilización perdida. Una tierra de pueblos pequeños  atrapados en un limbo y donde cada salida de una carretera representa una  oportunidad más de reinventarse, bajarse a comer algo y que de pronto sean la  una de la mañana y te tengas que quedar a dormir en tu auto porque estás muy  cansado para seguir. Al día siguiente podrás comprar un diario, ir a los avisos clasificados y encontrar un trabajo con un sueldo que te dé dos semanas de  tranquilidad, y dos semanas más y dos semanas más... Al igual que todos los que  vienen a este país, no tienes por qué recordar lo que dejaste atrás.
        Es  bajo esta conciencia en que se encuentra uno de los valores más fuertes de La  ciudad de los hoteles vacíos, un manejo del distanciamiento emocional usado  como procedimiento consciente, a la medida de la descripción de la acción. Así,  el sentido del humor, irónico y seco, de “Socios”, “Me dejó por Jesucristo” o  el cuento que da nombre al libro, resulta un contrapunto esencial para el  dramatismo de las historias en que sí se da la conmoción a la que me refería  antes. 
        Con el libro de Gonzalo  Baeza -que ya va teniendo una atención significativa y merecida por parte de la  escueta y escasa crítica literaria de nuestro país-, Narrativa Punto Aparte no  deja de consolidar un catálogo que por sí solo se está planteando como una  contraparte de la corriente central de la nueva narrativa chilena, a menudo  preocupada más por seguirse a sí misma que por plantear nuevas formas de  registro y validación de la experiencia.