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        El escándalo de lo humano. 
          Presentación de Cruces de la memoria, de Jaime Ceballos.
        Por Carlos Henrickson
          
          
        
          
            
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Para  casi todos nuestros asuntos bien nos bastaría una prosa limpia y precisa, pero  eso hasta que se nos revelan dimension de la vida nuestra y de los otros que no  desean dejarse decir, como un pliegue en que sin el propio afecto el mundo se  da incompleto y no llega, no desea darse a ese lenguaje sencillo de la prosa.
         Entregado  a este hecho, Jaime Ceballos (Iquique, 1959) sabe dar el paso al lenguaje  poético en la plena necesidad de este, como nos muestra en Cruces de la  memoria (Iquique: Campus, 2011). No es por capricho que elija la paradoja  para la presentación de esa cotidiana imposibilidad que nos impone la memoria:  la persistencia de lo que ya se ha ido, la presencia de lo ausente.
                      La  verdad de la vida / Consiste en ocultar / La verdadera vida, dice en Estamos  todos bien, que remite a la película de Giuseppe Tornatore Stanno tutti  bene, que presenta la brutal distancia entre lo que se desea y lo que la  realidad quiere dar de sí en el inevitable contraste entre la realidad social y  política y el deseo personal. Esta distancia no puede expresarse mejor que en  el retrato del crucificado de Tiempos modernos, que no logra remitirnos  al trascendente hijo de un dios o a un símbolo de carácter universal, sino a un  harto humano y presente hombre sufriente. Se nos presenta así como condición  esencial este escándalo de la cruz que definiese Saulo de Tarso, el  instante en que muerte y vida llegan a una mutua y desplegada revelación,  ligada a un decir calmo y sin patetismo. Desde aquí es que Ceballos entiende lo  social en su escritura, desde lo inefable de la experiencia que no puede sino  expresarse por procedimientos poéticos que sepan preservar su escándalo -su  descalce profundo- ante una vida cotidiana que presenta la falacia de su  sencillez.
         Esta  paradoja trae en sí un dolor que se da como una marca física e histórica, que  hace eco de una geografía y una relación social determinada. El espacio abierto  y seco del Norte Grande, que enfrenta a lo humano desde su diferencia radical  -y su propia paradoja: su amplitud invitante que bien sabe de encierros-,  alimenta la visión del autor y el programa de su obra. Es lo que veo en varios  trechos de su escritura como artes poéticas, actos de situación de la  conciencia lírica: como en el tercer fragmento del poema Doña Franca:
        
          Ya es noviembre
            Y el sol duele como  siempre
          Me veo raspando coronas de  metal
                Hablando de la vida y de  la muerte
          Como un pequeño duende a  tu siga
                Recorriendo viejas tumbas
                -Cruces de la memoria-
          La vida resuena en cada  árbol
                Que crece ante mis ojos.
          Y en Territorio de ausencias:
          Él vuelve al sitio en que  no lo espera nadie
                Él mira los muros  derruidos
                Está su casa tomada por la  broma
                Su casa de piedra, su pozo  de los sueños
          Él sale a divagar
                por los cementerios de su  alma.
        
        Hacerse  cargo de esta permanente conjunción de la vida y la muerte, por cierto, implica  una opción ética difícil, dada la cuestión de la legitimidad de la voz poética  ante la violencia de la realidad social e histórica. El entorno desde el que  Ceballos escribe Inútiles las palabras, que indica a la dictadura y la  impunidad del crimen, muestra con claridad que la decisión lleva en sí todo el  peso de la conciencia:
        
          Mis papeles me avergüenzan
                Pongo mi silencio por  testigo.
        
        Es  así como este habitar sobresaltado en el lenguaje que encubre el procedimiento  de la paradoja muestra su necesidad. Mientras la vida personal y afectiva da  aun para la expresión del vínculo esencial entre la voz y la sociabilidad  íntima -notorio en su poética de amor familiar y erótico-, Ceballos revela sin  cesar el último confín de su escritura, la imposibilidad de nombrar y definir  la vida en su dimensión más plena. Esta revelación final -apocalipsis en  su sentido más preciso- es notoria y eficaz cuando ilumina la grieta entre lo  que se desea decir y el instrumento inhábil que resulta ser al fin el lenguaje  humano:
        
          Esto es definitivo:
                No tengo vocación de vividor
                Es un simulacro el existir
             
          De tanto ver morir
                Se ve la vida
        
        En  la mejor herencia de la así llamada “antipoesía” de N. Parra, Jaime Ceballos  sabe alejarse del humor facilista y llevar al lenguaje al límite de su  rendimiento lírico, al ponerlo críticamente frente a sus propias posibilidades  expresivas.
        
         
         
        