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Una puesta al día del desafío lírico: Menester, de Ángela Neira

Por Carlos Henrickson




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El primer libro de poesía de un autor es, para los del lado de acá del hecho editorial, el emplazamiento para un juicio. Le hemos conocido, leído o escuchado, y hemos tenido una apreciación rápida, de piel, que nos impone la fluidez mareante de nuestros tiempos; nos formamos así una imagen general del grado de oficio escritural y de su perspectiva ante el mundo. Sólo ante el libro se impone una exigencia fundamental: reconocer, más allá de la perspectiva —una dirección de mirada, una situación—, una conformación de lo que el creador quiere ya resueltamente que conozcamos de él, una conciencia actuante. Esta no lleva en sí solo la experiencia personal, sino aquello que podemos definir desde la lírica como el anhelo, una vivencia íntima que bien puede ser una metamorfosis radical de lo real, tras ser asimilada en el vivo enigma que es aun el fuero interno del artista, que sesiona a puerta semiabierta. Un volumen de poesía, en fin, clausura la especulación hasta cierto límite: el hecho sólido, consumado, ya no duda ni puede idealmente criticarse a sí mismo; el libro nos desafía como objeto silencioso, o como criatura que nos recuerda que toda nuestra vida es un proceso de dejar ir cosas de nosotros mismos hasta que no queda nada.

Me imagino que para Ángela Neira (Tomé, 1980) esto debe ser muy complejo. En Menester (Concepción: Etcétera, 2015) vemos la presentación de una poderosa intensidad íntima, que bien puede pasar por el deseo sereno y melancólico hasta el más violento, por la desolación y la ironía, en un ejercicio que roza lo impúdico. Esta intimidad genera un acorde de alta tonalidad en relación a lo que el mismo libro deja ver en su presentación extra-escritural: Ángela es estudiosa de literatura con una trayectoria ya meritoria, así que se asume que tiene la práctica casi cotidiana de ver los textos desde afuera, un afuera tanto más radical cuanto su especialización está en el área lingüística. Entonces, lo que queda es preguntarse por el lugar donde se sitúa esta intimidad —ya que no creemos a estas alturas que hay tiene hogar físico: ¿el corazón, el hígado?—, y cómo puede abrirse paso para plantarse ante el espejo opaco y nada decorativo del objeto estético. Hay tantas respuestas para esto como hay autores, y la de Ángela es visiblemente una respuesta de las arduas.

Para averiguar esto, apelo a una de las tonalidades más perceptibles en la superficie de lectura: la pena de amor. Nos resulta siempre algo complicado como autores y lectores, dado su manido abuso a través de toda la historia de la lírica tradicional, y esto porque nos olvidamos de su lugar fundacional en la poesía moderna, merced a la esplendente experiencia del trovar provenzal. Allí la pena de amor es una viva apariencia, que no deja de sugerir y apuntar a algo entre líneas, algo que no es silenciado, sino que se deja decir sólo ante la experiencia de quien lee —y leer en este contexto, es un eufemismo por escuchar—, que debe desliar un mensaje latente, cuya plena potencia sólo logramos sospechar, gracias a la densidad de las cargas de sentido en el texto. Considerando la variedad de experiencias en esa poética, lo que entrevemos como aspecto común es algo que hasta ese momento era inaudito: la afirmación de la personalidad del autor como demiurgo, responsable de una visión propia del mundo que sólo a éste se le entrega y que sólo él se atreve, agresiva y riesgosamente, a entregar a quienes le escuchaban.

Esta perspectiva es la que se me hace natural tomar ante la lírica de Ángela. Y hablo de lírica, dado que bien veo que ella sabe reconocer en tal género una conquista no sólo suya personal, sino de una sensibilidad histórica que constituye una experiencia colectiva, más acá de la sospechosa anonimia de la vanguardia. El poema que abre su libro, con el título Menester, es precisamente una puerta de entrada bien armada en sus goznes: la necesidad, expuesta en una consciente pasión amorosa, elige como objeto a la Poesía (con mayúsculas), y la relación con esta hipóstasis, elusiva y siempre lejana, se expone en la necesidad del reconocimiento de sí.

Me necesito en tu espejo de bolsillo.
Me necesito ver desde ese espejo
en tu bolsillo. (p. 12)

Es decir, la poesía es un medio de verse, pero no es un medio más. Es una experiencia que sólo se puede expresar en una engañosa perfección, en el sentido de estadio final: la fijeza de la tinta. El acto de escribir implica, en este sentido, una intimidad alojada en la paradoja de su exposición, en que sólo se puede ofrecer la voz si se tiene la conciencia de una ilusión situada entre dos desengaños: el desengaño del acto mismo de escritura —siempre alejada / llegué a concebir la mayor cercanía que jamás había sentido, dice Ángela en el poema Escribir (p. 13)—, y el que se espera del lector. Pero ¿se espera realmente de él este desengaño? Me parece que la palabra es complicidad, en lo que volvemos al viejo trovar clus en su subversiva media luz.

Cerrar los ojos lagrimeados
Para decir que somos dos caídos
En el ENTRE de estos espejos
Donde todos se ningunean entre sí (Dos desde un pestañeo, p. 24)

El trato entre autor y lector es entonces entre dos deseantes —un trato que es un tacto—, confirmados en el convenio a través de un himeneo que está bien lejos de una institución matrimonial. Esto último asumiría una palabra de poder, sea esta la consagrada por Dios o el Estado; la palabra poética que nos reúne a flor de página no es en absoluto capaz de esa aspiración a la plenitud. Como el rol del mago de plaza pública ante el sacerdote en su edificio parroquial. Este es un entredecir entre seres que se saben incompletos en la raíz más fundamental del concepto de necesidad —-la que nuestra castiza lengua castellana relegó a un sentido marginal—: la de una carencia.

Esta plenitud que propone, como sugiriendo, la poesía se hace tan esquiva, engañosa (lunar, voluble, pasajera y recurrente), que lo erótico es un signo privilegiado para presentar el traspaso de valores estéticos —también a medio camino entre la finalidad ideal de lo fértil y la realidad de una vía que sabe hacerse finalidad en sí misma. Lo que resuena en la abierta y vívida acción erótica de los poemas de Ángela -que, creo, es el segundo eje dominante del libro junto al de la pena de amor- es una plena analogía de una entrega de sí mismo a través del poema, que sólo es posible ante la expectativa de la entrega de quien lee. Textos como Extravío de la mirada o Calor -ambos en muy distinta cuerda, pero igualmente vívido despliegue de pasión física- no me revelan lo destemplado con que suele presentarse el deseo en nuestro ámbito de escritura, en una usual confusión entre ritmo interno e intensidad que nos acosa en todas partes tras la caída del Olimpo de nuestra modernidad literaria, sino que me presentan más bien un temple, el cuajar de una condición primordial de la práctica artística, en cuanto encuentro imposible de dos sensibilidades radicalmente separadas por el hecho metafísico del poema hecho público. La superación de esa separación entre lo fluido de la conciencia creadora y la amenazante fijeza de un objeto dado, ya entregado irremisiblemente, sólo puede darse en el plano operativo, en un proceso que termina alojándose en un más acá del mundo, en una condición propiamente mental autopoética de otro mundo posible.

Y esto no es poco decir. Cuando Nietzsche desarrolla a partir de una observación casi picaresca de Stendhal, una de las bases de su planteamiento estético —la belleza como promesa de una felicidad futura— está planteando precisamente un régimen de expectativa que sabe cumplirse más acá de la experiencia del intercambio de objetos bellos. Sí, es un más acá del arte, pero cuyo acontecer efectivo se da en un plano mental, asumiendo en esto la autonomía del ámbito del deseo por sobre la concreción de este —la raíz de una enfermedad que Ángela se encarga de presentar lúcidamente en el libro. Leo la medida de este más acá en el poema Amarillo, en que después de cerrar el libro, se despliega la continuidad del ser creador y aquello ajeno, propiamente separado como naturaleza -y ya sellado en el tiempo en el proceso industrial que hace posible el libro. En esta nueva situación, bajo la luz de la luna agarrotada, la imagen de lo nocturno es el momento en que se reconoce en sí mismo una plena capacidad de producción de sentido, precisamente desde la posibilidad de una fértil reflexión, percepción de sí mismo plena, una partenogénesis del espíritu creador cuyo retoño es este breve registro incompleto de experiencia que es el poema. Pienso también en el texto Esa voz en el sueño, que nos lleva a un deseo emancipado de su satisfacción, que sabe colonizar para sí los reinos del delirio y el sueño, como plenos motores de sentido para el fundamento estético de Menester, en una redención de la posibilidad lírica como espacio de resistencia ante un mundo en el que parece imponerse la seca bofetada de una muda tragedia ya vacía de sentido y que gusta de mostrarse como inexpresable. Este yo que se planta en la mesa de apuestas sabe muy bien cómo retardar el juego, no ser objeto de ganancia o pérdida, restarse del tráfico de discursos que malbarata sin cesar al conocimiento en la palabra en nuestro mundo contaminado por la obsesión de la técnica. Ese restarse es lo que se espera y se halla en toda poesía que desea ser válida en sí misma como expresión libre.

Me gusta, entonces, ver la escritura de Ángela como quizás no sea muy correctamente político en nuestros contextos: una digna hija del trovar, más acá de la convención formal y el juego desasido en que la inercia de la historia quiso encerrarle. La noción por parte de Ángela de hecho poético es definida, la economía de imagen está bien concebida y desplegada; lo que parece exceso, incluso, se revela al fin como la ilusión de que existió un exceso. La experiencia en su amplio sentido —intelectual, afectiva, física— sabe alimentar al poema sin hacerlo caer en la hambruna del epigrama ligero o la indigestión de una “literatura biográfica”.    




 

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