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La última agonía del poeta vidente: Teoría del ojo, de Rolando Martínez

Por Carlos Henrickson



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Si bien la voluntad narrativa sigue siempre al impulso de hay que escribir sobre..., la escritura poética, en cuanto anhelo de forma, no debería rendir servicio a tema alguno: quizás tan solo a ciertas emociones, o para decirlo más precisamente, intuiciones. Esto encara, por supuesto, que quien debe rendir servicio es el productor de poesía, que parece encadenado a la pesquisa de los temas que justifiquen su certificado de habitación en el lenguaje: aquello que constituye para él el poema. Esto equivaldría a decir que el poeta es capaz de escribir sobre cualquier cosa sin demasiada responsabilidad ni en la concepción ni en la acción de la escritura: y este reproche, ya presente en Platón, permanece como un problema hasta hoy para el autor de poesía al momento de encarar su trabajo en forma de proyecto (para el autor consciente de su época, se entiende: una época que requiere obligatoriamente proyecto y finalidad).

Lo antedicho toma relevancia cuando se considera lo que ha realizado Rolando Martínez (Arica, 1979) en Teoría del ojo (Santiago: Alquimia, 2020), su cuarto libro: el conjunto de poemas, si es leído por encima, parece presentarnos como tema central la colombofilia, para después pasar a sugerirnos que será el hilo conductor del texto y finalmente darnos la impresión de que el tema se ha abandonado apenas cumplió su misión de producirnos interés (lo que se consideraría, en una analogía precisa con el cine, un mcguffin). No obstante, la obsesión que anima el libro y lo carga de sentido desde su urdimbre profunda es absolutamente iluminada por la colombofilia y la etimología de teoría.

Para definir la obsesión central tras la escritura de Teoría del ojo, es importante pensar la función del título en relación con el texto poético desde la palabra teoría. La expectativa de que el libro sugiera o apunte a un conjunto de reglas, principios o ideas, va a ser rápidamente desalojada ya desde el epígrafe de Panero: Teoría del ojo tiene que ver con la memoria y su registro, y más aun, tiene que ver sobre cómo y desde dónde se ejerce la memoria. No otra cosa nos quiere sugerir la farotaxia, inmediatamente llamada al texto después del (meta-)poema que abre el conjunto: el sentido de orientación de las palomas asociado al recuerdo de puntos fijos. Así, teoría debe entenderse desde su origen en el verbo griego θεωρέω, cuyas acepciones son: a) ser enviado a consultar un oráculo, b) observar, contemplar, c) considerar, d) especular, teorizar. Desde ahí, veo la teoría de este libro como una empresa de observación que aspira a asumir dentro de sí la actividad reflexiva, ya que un oráculo requiere una reflexión para abrir un mensaje cerrado. La analogía con la misión de las palomas mensajeras, en este sentido, despliega todo el sentido de la misión de este conjunto de textos, tan solo en apariencia disímiles.

La misión de las palomas mensajeras presenta otro carácter que enriquece la lectura de Teoría del ojo: su distanciamiento. No es tan solo el obvio distanciamiento físico (análogo a la distancia del autor con respecto a momentos-puntos fijos que ocurren muy atrás en el tiempo), sino además el de su interés y finalidad. La voz que habla en este libro parece estar más bien guiada por una obsesión sobre el paso del tiempo y por la pérdida de la memoria y su registro, más que estar estructurando o desarrollando una temática. El afán de acertividad de la visión poética choca con la fragilidad que lo constituye como hablante, consciente del papel destructivo del tiempo y de la historia: así, buena parte de las treinta páginas previas al poema COLOMBOFILIA, nos presentan la imagen de catástrofes naturales y militares, accidentes fatales, alternadas con la imagen del viento:

el viento logra siempre
hacer honor
al vuelo y todo aquello que perdura.

Este honor rendido por el viento no puede ser otro que el de testimoniar el paso del tiempo. Y su acción se puede apreciar en la poética misma de toda esta “primera sección” (no indicada como tal en el título, pero que se logra revelar como lo acontecido antes del nacimiento del autor): el procedimiento de proliferación de imágenes y saltos súbitos entre planos de experiencia y contemplación cumple con una acción de mareo que revela la imposibilidad de una continuidad de las imágenes, e incluso de una identidad unívoca en la voz del hablante:

1936

Olor a una embestida danzan
los cipreses.

Curvaturas adornan paisajes
tiros libres que desprenden clorofila.

Nada de eso tienen los recuerdos:

siempre los cielos preservan
un espacio para el fuego herido.

Recordar nos hace viejos:

            ella tenía un lunar en su muslo

como el silencio las raíces
o el rayo que a lo largo del invierno
se congela prematuro.
(...)

No fueron dioses ni videntes
quienes sembraron pájaros
en la tropósfera:

has de saber, hijo mío

el campo estaba abierto y pastaban
seres o artilugios.

En Alemania nace el dirigible
Hindenburg
sobre la patria cada tarde peligrosa.
(...)

(p. 18)

La inevitable deriva de sentido conduce a que el mismo lector recree la distancia que el hablante ha asumido con respecto a lo que atestigua. El índice de las visiones del cielo y de paisajes naturales se presenta obsesivamente, para recordar una perspectiva determinada por la distancia y el tiempo.

El procedimiento de deriva toma toda su relevancia en los poemas posteriores a COLOMBOFILIA, al instante en que los recuerdos personales se apoderan del primer plano. La deriva de imágenes se hace más “realista” por su contenido, pero los procedimientos de desvío de sentido se hacen presentes siempre para evitar una estructura fija. De algún modo, el poema 1998 se hace cargo de esto al dirigirse al corazón del problema de la representación artística como mímesis, en que el concepto de imitar se pone al centro de la construcción del texto:

Amar o imitar lo imposible

cualquier cosa:

la lengua de los dirigentes del Partido Comunista de Chile
que presentaron la primera querella
contra el expresidente y General
Augusto Pinochet Ugarte.
(...)

A veces un poema
debería comenzar
imitando algo.
(...)

Imitar, imitar y camuflar:

            el ciclo del durazno
por bandadas de petreles

            o el prado donde abundan
las hambrientas hormigas.

(p. 51)

La puesta en cuestión de la capacidad de representación poética nos acaba revelando un hablante abismado (separado por un abismo) de aquello que él mismo experimenta, que acaba compartiendo espacios con el lacónico registro de hitos de política internacional o memorias históricas de la historia de la colombofilia.

Al atreverse al salto imposible de representar su propio fracaso como Voz, Rolando Martínez expresa en su libro la vacancia de la poesía como forma de ver y dar cuenta de la propia historia y del paso del tiempo. Paradójicamente, visto desde su final, Teoría del ojo contiene una voluntad elegíaca genuina, propiamente lírica, de aquello que un consenso bienpensante de nuestra cultura chilena no desea aceptar aun: la crisis final de la poesía como proyecto trascendente, la última agonía del vidente

 

 


 



 

 

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