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Un exabrupto necesario: a propósito de Piel de gallina, de Claudio Maldonado
Por Carlos Henrickson
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No es común -porque es alta la apuesta- que un libro decida desafiar las expectativas lectoras creadas por la extensa y compleja dinámica de conformación de gusto literario en circunstancias bien determinadas y locales. No es éste el lugar para darle vueltas al asunto -la sociología literaria es desde ya una disciplina espesa-; baste realizar una declaración somera: al momento de aparecer un desafío abierto ante los límites de la no escrita normativa canónica, el rechazo o la defensa de tal obra va a tener una muy especial distorsión ética, situada harto más allá de las características del objeto comentado. Lo que está en cuestión ya no es una forma de ver el libro de la disputa, sino la literatura y, por consiguiente, la situación de los sujetos con respecto a la cultura y la sociedad. Si esto resulta beneficioso o no para el autor y su escritura, depende harto de los tiempos y lugares, así como de cuánta conciencia hay efectivamente de que la discusión no era, en última instancia, en absoluto literaria.
Pensar en esto resulta vital cuando se tiene entre manos Piel de gallina (Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2013), el discutido libro de Claudio Maldonado (Curicó, 1977); precisamente porque el ámbito en que nos estamos moviendo en la literatura nacional cada vez tiene menos que ver con textos y más con tomas de posición -hasta el punto de generar una verdadera nebulosa, en que resulta común tomar como discusiones ideológicas disputas bastante más reales y harto debajo de aquéllas.
El ruido que se ha generado por una mala crítica de Piel de gallina pasa por alto una consideración que me parece fundamental: no estamos hablando de una novela, al menos en el sentido canónico que el término ha adquirido en nuestra literatura. La forma en que Maldonado rompe sistemáticamente el pacto narrativo, es perceptible desde las primeras páginas del libro: Lizardo, el personaje central, no parece percatarse de que está en otro mundo; el lugar en que se ve confinado no es jamás definido -ni podría definirse- como un purgatorio o un infierno, constituyéndose en una especie de pesadilla que, por otro lado, nos vemos forzados a entender como un espacio no-imaginario, un mundo posible; se nos frustra cualquier búsqueda de la menor metanarrativa que nos permita desde afuera aventurar una lectura sobre la noción de realidad de la historia. Al dejar de buscar, debemos apelar a una ausencia de jerarquía de realidad entre el mundo en que Lizardo está en coma y aquél en el que él desarrolla sus peripecias, y en ese mismo instante, empezar a leer de otro modo.
Vale decir: estamos ante lo que Deleuze y Guattari describen en un libro ya clásico (Kafka. Pour une littérature mineure, 1975) como literatura menor, que se sitúa fuera y en tensión con el canon. No es que no hallemos un cruce con otras obras -autores como Rabelais, Kafka o Jarry no están para nada lejos de la voluntad narrativa de Maldonado-; es que un libro como éste necesariamente requiere un modo de lectura distinto, no como novela ni relato, sino como una máquina de sentido que desea formarse a sí misma. Dado esto, me atrevo a plantear que este libro sólo puede leerse poéticamente, asumiendo su forma como análoga a la de un poema.
El predominio absoluto de lo grotesco resulta particularmente comprensible desde este modo de lectura. La aparición de lo carnavalesco, en sus aspectos más primarios, accede sin regla ni medida alguna, manifestándose a cada momento en la pesadilla de Lizardo y fuera de ella: el mundo descrito está bajo una permanente deriva de transmutaciones, en las que lo humano se descompone bajo la parodia razonable del funcionamiento de instituciones que han asumido un rol marginal en nuestra sociedad -la administración y el medio económico de la provincia semi-rural, la educación municipalizada. Este funcionamiento, liberado a una inercia carnavalesca, termina subvirtiendo cada uno de sus fines supuestos, hasta hacerse análogo al movimiento ciego de la naturaleza. Lo pesadillesco se hace pleno al momento en que Lizardo no parece ver este mundo como otro: hasta lo más grotesco -como la instrucción de las gallinas a bien morir- parece, bajo su perspectiva, cumplir una continuidad con ese otro mundo de la vigilia, que parece (como indica “La cucaracha previsora”, escrito por un colega de Lizardo en el mundo real) contaminarse con la pesadilla inhumana que, con ello, adquiere una condición superior de realidad.
Quizás uno de los problemas que se dejan ver, después de asumir esta perspectiva, es la inconsistencia del mundo de vigilia. Los segmentos están escritos en su mayoría con estructuras de diálogo sumamente simples, que parecen trabajadas propiamente para no permitirnos una visión precisa del medio del cual surge el personaje, dándonos a conocer solamente la superficie -erosionada- de sus relaciones sociales. Muy probablemente, un trabajo distinto de estas secciones hubiera dado un resultado mucho más consistente -en un sentido neto de estructura- al libro. Otro tropiezo, probablemente más significativo, se da en el salto violento entre los modos de diálogo y las pausas descriptivas, que daña en exceso la verosimilitud del mundo narrativo del libro en general.
A pesar del menoscabo que los defectos que he mencionado producen en el desarrollo de la acción, Piel de gallina logra generar poéticamente un hecho literario nuevo, y esto no es poco decir. No es posible redundar en esto: las posibilidades de un efectivo dinamismo en nuestro campo literario nacional se fundamentan hoy -como siempre ha sido- en la aparición de textos que, desde la provincia, sean capaces de no sólo violentar temáticamente, sino formalmente, a la construcción de canon y la conformación de gusto que se da desde el centro normalizador académico y editorial que constituye la capital del país. Estos procesos se están dando con tal velocidad y tal capricho -como corresponde a un momento de crisis-, que exabruptos como el de Maldonado (que no es una excepción en este sentido dentro del catálogo de Inubicalistas) son un real aporte en medio de las ceremonias ya archiconocidas de nuestro medio literario.