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Un paso decidido hacia lo siniestro: Gracias, de Pablo Katchadjian
Buenos Aires: Blatt & Ríos, 2011; Valparaíso: Narrativa Punto Aparte, 2014
Por Carlos Henrickson
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La entrada de toda literatura hacia una zona de sombra -en que su falta de necesidad parece haber sido decretada y cumplida a lo largo de todo el campo cultural- es una realidad ya hace tiempo en buena parte del mundo, bajo el aplanamiento globalizante de la sociedad espectacular. La crisis bien puede ser experimentada en el semicoma de la narrativa chilena, que en su rama más visible continúa buscando sacar frutos nuevos de procedimientos ya rehechos, y este pasmo se debe, bien probablemente, a lo avanzado del proceso social e ideológico de degradación simbólica. El entorno cultural argentino, más resistente a estos vientos de sequía dada la fortaleza histórica de su cadena de transmisión cultural, hace ya tiempo que tomó la conciencia de esta zona de sombra, en buena medida merced a las intuiciones de un Macedonio, un Borges o de un Bioy, y generó los desvíos necesarios para esquivar la amenaza del sinsentido total de la autorreferencia.
Pablo Katchadjian (Buenos Aires, 1977) se ha ido convirtiendo en los últimos años en un nombre clave para pensar y entender estos desvíos. La conciencia sobre la materialidad del texto y el privilegio del proceso por sobre la obra como producto (y toda la auralidad que este concepto implica) han tenido un fuerte papel en su escritura, y Gracias (Buenos Aires: Blatt & Ríos, 2011; Valparaíso: Narrativa Punto Aparte, 2014) no constituye una excepción.
Lo que encontramos en Gracias es, fundamentalmente, una novela en el sentido clásico desde el punto de vista del argumento, compuesta por hechos que cumplen un desarrollo que en sí no rompe el sentido lineal de una línea narrativa. Sin embargo, esto desde ya tan sólo facilitará las operaciones de desafío al pacto narrativo que Katchadjian emprende con mano segura: su apego al género mayor tan sólo es el puente de abordaje para el extravío, la derrota del lector.
En primer lugar, el desafío a la verosimilitud de la trama se da desde los primeros momentos del libro. El gatillante es una inteligente fusión entre ciertos lugares comunes de la novela gótica -reconocibles en numerosos detalles, desde la sofisticada construcción de los espacios hasta la psicología recargada e irreal de los personajes que encuentra el narrador- y el tono desapasionado y natural, como al paso, en que se emprende el modo narrativo, que parece, por ello, capaz de asimilar situaciones imposibles y delirantes hacia una cotidianeidad que se desea absolutamente corriente. Así, sin dar la más mínima cuenta del fundamento del entorno geográfico o histórico, en las primeras páginas de la novela penetramos un entorno irreal e inquietante sin que lo insólito de las circunstancias nos fuerce a pensar o reconstruir ese fundamento. Se trata de un castillo en una isla, en una situación histórica en la que funciona una sociedad esclavista; sin embargo, una multitud de detalles -incluyendo entre estos el modo narrativo- nos remite a la época contemporánea, y la misma sensibilidad del narrador presenta claramente el desapasionamiento del sujeto despojado de épica e interioridad que sólo puede pensarse desde literaturas como las de Kafka o Beckett, vale decir, tras la crisis general de la experiencia que abre la posibilidad del sujeto literario posmoderno. La mirada alienada del narrador central hacia el resto de los personajes, forma ya convencional en el siglo XX, llega acá al paroxismo cuando no tan sólo el carácter, sino la misma identidad precisa de éstos es nublada hasta llegar al enigma más completo.
El resultado de esta amalgama es una atmósfera de pesadilla, en que nos persigue sin cesar una sensación de siniestra incomodidad (Unheimlichkeit) desde precisamente la familiaridad que se establece a través del modo narrativo. Procedimientos como el secreto que guarda el narrador sobre determinadas situaciones, que deberían resultar centrales en ciertos momentos de la trama, o la repetición literal, de apariencia mecánica, de párrafos en momentos distintos, saben envolver al lector en lo que se revela casi como un mecanismo de trampa, con los momentos de familiaridad y de extrañeza superpuestos estrechamente.
La escritura así, sabe revelarse (casi diríamos, rebelarse) como mecanismo no referencial, y el argumento mismo como construcción de una realidad paralela, de carácter netamente artificial. Al llegar el lector a habitar este mundo, llevando el umbral de expectativa hasta una mínima convencionalidad, la sensación psicológica de pesadilla llega al grado que le permite a Katchadjian llevar lo insólito de la trama hasta extremos que parecerían imposibles bajo otra construcción de escritura, un logro que lleva lo siniestro a casi un “virtuosismo” análogo a los de su compatriota César Aira (pienso particularmente en novelas como La cena, de 2006), con quien claramente comparte la perspectiva desafiante de una crítica a las bases ideológicas de los procedimientos narrativos convencionales.
No deja de darme este tipo de escritura un cierto reflejo de la trivialidad con que nuestro mundo ha encarado el problema de la explotación social y la potencialidad autodestructiva del capitalismo contemporáneo. La asociación de esta trivialidad efectiva que impregna nuestra cultura de masas con la trivialidad pesadillesca que imponen los procedimientos narrativos como los aplicados en Gracias, me parece que sabe guardar una reflexión implícita sobre un momento histórico en que lo humano sólo es una reserva posible, virtual, excluida del devenir social y político de una humanidad que es sólo sujeto abstracto. Katchadjian sabe, en este libro, efectuar una operación de resistencia ética que sólo la mejor vanguardia es capaz de plantearse: el hacer explotar la visión de mundo hacia un vacío simbólico que es capaz aún de inquietarnos en una época de pasmo y trivialización.