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Por una poética des/engañada:
Un libro que no existe
, de Gustavo Barrera Calderón


Por
Carlos Henrickson


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No hay duda de que los veinte años de obra de Gustavo Barrera Calderón (Santiago, 1975), desde su primer libro, Exquisite (Santiago: Ediciones del Temple, 2001) hasta Un libro que no existe (Limache: Provincianos, 2021), han sido un hueso duro de roer para la crítica especializada en períodos y clasificaciones. Se trata de libros en que Barrera ha insistido en escaparse de la formulación de un estilo, al asumir la escritura desde un lugar en que la voluntad clásica de comunicación literaria —que supone el encuentro entre autor y lector bajo signos comunes, y cierto rango “razonable” de expectativa— ya no existe. Por más que la puesta en crisis de la figura de autor y del carácter literario “puro” del libro, no representa un fenómeno realmente novedoso, para la institución literaria chilena resulta aún difícil asumir el modo en que las nuevas realidades sociales y culturales han llevado al objeto artístico en general, a expresar abiertamente su carácter contradictorio, su salida de madre-canon, su impotencia, al fin de cuentas, para redimirse como reconciliación del sujeto con el mundo, como lo quisiera la modernidad desde el romanticismo.

Un libro que no existe, nos presenta desde su título el desafío de base: el principio de identidad, de unidad del objeto, se proclama desvanecido, y con ello, naturalmente, la consecuencia es el lugar crítico en que acaba situado el autor. La búsqueda por la validez esencial del libro, el texto que contiene y hasta su disposición, conducirá a decisiones extremas. Una de ellas es que el hablante pierde su privilegio trascendente, y se enfrentará al dilema de, o bien tan solo referirse a sí mismo —a la experiencia vital de quien escribe—, o bien entregarse a una deriva especulativa para resolver el enigma que deviene el objeto literario, enigma que incluye a la misma existencia de su creador. Ambos extremos, opuestos, del dilema se presentan en este libro.

La primera sección, titulada LA FAMILIA CHILENA ES PELIGROSA, ofrece una visión alucinatoria de la familia del autor, presentándose los nombres evidentemente reales de los ancestros de este (lo que se deja confirmar de manera evidente en la reseña biográfica de la nota 48). Lo que a primera vista pareciera ser un comentario de crítica social, se revela ante un ojo más cauto como algo mucho más profundo: la idea de familia, al llevar asociados los conceptos de origen y de filiación, requiere ser llevada al lugar de lo siniestro, de lo alucinatorio, del engaño.

La familia chilena es una tormenta que unifica siglos y generaciones
Transporta el sufrimiento y el horror por los intrincados espacios chilenos
(...)
Historias que por naturaleza serían lineales
son desfiguradas por la familia chilena
son corrompidas desde sus estructuras y apariencias
vuelven en sí mismas y muerden sus colas
se ramifican y deshilachan hasta formar una madeja imposible

Si alguien pudiese desenredar la madeja
encontrar el comienzo o el final
(que ni Cloto, la que hila
Láquesis, la que mide
o Átropos, la que corta
han podido nunca hallar)
tal vez en este caso existiría
algo parecido a la esperanza
(...)
... familias en cuyos nidos
hay una serpiente que devora en orden
primero las partes y luego el todo

(poema UNTERWELT, pp. 11, 12)


Así, la tematización de lo siniestro de la familia —la violencia, la locura alucinatoria de Rosa Emilia, etc.— resulta ser más bien una alegoría que encubre lo oscuro del acto naturalizado de suponer la existencia de un origen. No es raro, entonces, apuntar, como señala el título de uno de los poemas, que LA FAMILIA CHILENA ABUSA DEL GERUNDIO COMO DE UN HIJO: esto es, se trata de la forma verbal que supone simultaneidad, y a lo más una anterioridad secuencial en casos raros, pero jamás la posterioridad. Así, la relación de filiación, de mediación entre el origen y lo presente, resulta desafiada hasta vaciar la misma posibilidad de un silogismo lógico, y así el último poema de la sección presenta la identificación del hablante con sus padres en una AUTOPISTA NOCTURNA:

Yo era un niño

El automóvil lo conducía mi padre
que era yo mismo más grande
y a su lado mi madre
era yo mismo vestido de mujer

(pp. 25-26)

La característica evanescente de las imágenes, y la referencia citada, que termina el poema y aparece formalmente como una revelación, apuntan a un universo en que el delirio y lo real se confunden de manera absoluta. El hablante, al asumirse como “multiplicado” en una trinidad que es esencialmente solo él mismo, se establece además desde una androginia que de paso consume a sus antecesores, una androginia que es símbolo de totalidad ya aludido desde el epígrafe del libro. No obstante, este gesto radical está mediado por la situación que se da a este delirio: la autopista nocturna es, dentro de la cultura popular moderna, uno de las representaciones más perfectas de un no-lugar, un espacio de tránsito que puede bien no venir ni llegar a ninguna parte (temática que puede considerarse tratada casi ensayísticamente por David Lynch en Lost Highway, de 1997). Los espacios que recorremos en Un libro que no existe, se confirman como insertos en el deseo del hablante, son pura posibilidad, momentos fuera del tiempo y el espacio reales. El lector se ve forzado a admitir que está ante una puesta en escena en plena suspensión de contextos reales, y con ello solo reafirma su distanciamiento, su carácter de ajeno, de invitado, de público, ajeno a la representación.

La corrosión de cualquier intimidad entre autor y lector se hace más obvia en la siguiente sección: EL POETA SUEÑA CON ESCAPAR DE SU CUERPO, que presenta en principio al poeta en escenas de su existencia física que remarcan precisamente su persona banal, su ser habitante, su ser físico registrado en cámara, más acá de su carácter en cuanto creador. El hablante no puede sino reconocerse afuera de esa persona:

5

El poeta
Lo veo desde fuera y sin embargo soy su mente
el centro
la médula
el punto de fuga de toda su ansiedad

Lo veo siempre desde fuera

Voy delante y él me sigue

Le digo cosas y él las cree

(p. 34)

El hablante asume en esta puesta en escena un papel espectral, en que se desliza la sugerencia de su carácter engañoso, más cerca del demonio cristiano que del daimon socrático. El último poema de la sección, escrito desde una perspectiva distinta, ahonda más en esta escena:

Antena de vértebras y sesos
Una cabeza quiere ir delante del cuerpo
y ganar la carrera hacia el vacío
(...)
Sombra que se sienta en la vereda y ve pasar
el cadáver de la justicia, la verdad y la belleza

Fantasma que se mira a sí mismo desde fuera
y se hace compañía sin hablar
en un gesto parecido al amor
(...)
Soy materia que no sabe lo que hace
y sabe que no sabe

Eso que está y no está
vivo y muerto a la vez

(poema PREGNANCIA DE LA FIGURA SIN FONDO, AUTORRETRATO, p. 36)

El carácter de ser viviente, consciente, parte integral de una posible comunicación artística, al que pudiera postular el autor, se pierde, para devenir un puro dispositivo que se deja suponer como principio de la obra sin mostrarse jamás. La siguiente sección, COMUNICACIONES DEL FIN DEL MÁS ALLÁ, acaba llevando al extremo la operación, al generar un movimiento que va progresivamente poniendo en evidencia y en crisis a la representación de la persona real detrás de la obra. Este movimiento, que supuestamente sería cancelado fácilmente por una simple representación mimética, es en realidad abordado a través de una deriva alegórica, lo que lleva al enigma como forma última de mantener a la obra como obra pura, una externalidad que se libera de las cadenas de la autoría y de la comunión (contaminante desde esta perspectiva) con el lector.

Un punto clave en esta cadena alegórica es la extensa cita de Los misterios de la misa, de Pedro Calderón de la Barca, en que el plano alegórico incorpora el apellido mismo del autor español como parte del enigma. Nos vemos ante la cita que pone en la escena del libro de Gustavo Barrera Calderón las escenas escritas por Pedro Calderón, en que al personaje Ignorancia se le plantean en escena representaciones alegóricas que solo puede comprender si le son explicadas por el personaje del Niño. La solución de estas escenas dentro de la representación apuntan a Cristo (el salvador, el redentor en su papel de víctima sacrificial y condición del sacrificio mismo) del que es representación el mismo Niño que porta la clave de lectura. Así, la luz, la comprensión del texto, depende abismalmente de una voluntad trascendente que parece proliferar en la superficie de la alegoría en un barroquismo laberíntico. No otra cosa ha hecho Barrera a la hora de disponer esta sección, en una verdadera proliferación de indicios que no parecen apuntar sino a la (aparente) autorrevelación en el poema llamado GUSTAVO BARRERA CALDERÓN DIJO, y a un -supuesto- prólogo del abuelo de Barrera (el escritor Alfonso Calderón Squadritto) para un libro de su nieto que recorre las ideas de simulacro, las máscaras y la vida como sueño, para culminar en dos poemas que ponen en despliegue los nombres y los símbolos que se han recorrido. El último de ellos cierra el conjunto de poemas en cuanto tal con los versos:

Gustavo Barrera Calderón
no puede ser autor de
un libro que no existe

(p. 53),

dando la confirmación de la externalidad, la pura objetualidad a la que me refería como aspiración máxima de Un libro que no existe. Su carácter literario, de obra original, acaba poniéndose más en entredicho con la presentación de un expediente de la dirección de Obras Públicas de la Municipalidad de Valparaíso, numerado con el año de nacimiento del autor y con Lorem Ipsum en el lugar de los vistos y considerandos, que declara expropiados una serie de textos. Con esto se declararía el carácter de referencia de determinados textos en el libro, si bien, aparte de la cita de Los misterios de la misa de Calderón de la Barca, no queda suficientemente clara ni la modalidad de la citación ni las (posibles) modificaciones hechas al texto original -y ni siquiera lo auténtico de la situación, como uno podría sospechar en el caso del prólogo de Alfonso Calderón.

Esto último lleva el enigma de la obra en sí al límite: el lector se ve empujado a un acto de fe apenas sustentado con respecto al carácter literario del libro y, paradójicamente, alimentado continuamente con indicios de la negación de este carácter, la redención del sentido se ancla en la (potencial) voluntad del mismo autor. En un movimiento análogo a los ready-made de Duchamp, la postulación del enigma se convierte en procedimiento en sí mismo, más allá de cualquier posible resolución formal, si no es un aura autoral en negativo, una superposición intencionada de una marca de autor sobre un objeto-libro que, como tal, cumple apenas con su condición esencial de ocupar espacio físico. Así, la obra como tal, más allá de su contenido (pero determinada, confinada, por este), se hace comentario de la crisis de una modernidad artística que ya ha dejado a la posibilidad poética convertida en la ilusión, en el fraude que acomete una voluntad reaccionaria, restauradora de una institución artística que solo puede ser ya dispositivo burocrático.

Vale la pena atravesar el mareo que propone Barrera en Un libro que no existe. Su desengaño radical con respecto a una transparencia lírica, en sentido propio un des-engaño, actualiza una tradición necesaria dentro de la voluntad vanguardista en nuestro país (pienso en De Rokha, Lihn, Juan Luis Martínez...), necesaria para la amarga lucidez que requiere una época crítica.

 

 

 

 



 

 

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Por una poética des/engañada:
"Un libro que no existe", de Gustavo Barrera Calderón.
(Provincianos, 2021. 60 páginas)
Por Carlos Henrickson