Proyecto Patrimonio - 2015 | index | Carlos Henrickson      | Rolando Martínez  | Autores |
         
        
        
        
        
         
         
        
         
        La monstruosa nostalgia  de Yeguas del Kilimanjaro, de Rolando Martínez
        Por Carlos Henrickson 
          
          
        
        
          
        
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          En  el siglo XV François Villon, en medio de un ciclo de textos de profunda ironía  parece ponerse serio en una de las piezas centrales de su Grand Testament con una balada des dames du temps jadis, por las damas del tiempo que  pasó. Tras la revista de distintas mujeres de muy variado carácter  -Helena de Troya, Juana de Arco, una cortesana de Roma-, cierra su pieza con la  interrogación que se hizo ejemplo permanente del tópico del Ubi Sunt: Mais  où sont les neiges d'antan?
                      En Yeguas  del Kilimanjaro (Santiago: La Liga de la Justicia, 2015), de Rolando  Martínez (Arica, 1979) están indicadas estas nieves: el cono blanco del  Kilimanjaro es un símbolo moderno de lo inalcanzable, aquello de lo que estamos  absolutamente separados, que sólo podemos admirar  y cuya consecución es delirio  -un delirio que en el cuento de Hemingway The snows of Kilimanjaro es la  señal de la muerte del protagonista, el fin de una búsqueda sin fin. En el  título de este libro en vez de nieves hay yeguas: la hembra del caballo  -animal asociado en nuestra cultura a una potencia inherente-, que no pudo  dejar de pasar en el vocabulario tradicional de nuestro machismo castellano a  designar a las mujeres de gran potencia o disposición a lo sexual en su aspecto  más físico, o más despectivamente al homosexual de gran amaneramiento,  conteniendo el atributo de un impulso irrefrenable sin capacidad de  reflexión.
y cuya consecución es delirio  -un delirio que en el cuento de Hemingway The snows of Kilimanjaro es la  señal de la muerte del protagonista, el fin de una búsqueda sin fin. En el  título de este libro en vez de nieves hay yeguas: la hembra del caballo  -animal asociado en nuestra cultura a una potencia inherente-, que no pudo  dejar de pasar en el vocabulario tradicional de nuestro machismo castellano a  designar a las mujeres de gran potencia o disposición a lo sexual en su aspecto  más físico, o más despectivamente al homosexual de gran amaneramiento,  conteniendo el atributo de un impulso irrefrenable sin capacidad de  reflexión.  
           Paradojas:  una imagen literaria moderna de alcances líricos junto a una expresión tan  vulgar que ni siquiera ya es de calle; esta entrada desde ya es un umbral  incómodo para la lectura. El tópico del Ubi Sunt, tradicionalmente  relacionado con la grandeza y la nobleza -lo que admiramos, miramos  hacia arriba-, se asocia con la evocación de una ominosa escena adolescente que  generacionalmente conocemos bien: el consumo del porno en video durante los  años 80. 
           Digo  precisamente consumo porque lo ominoso de la escena evocada no se  detiene en el acto masturbatorio más o menos supuesto desde la misma producción  de la pieza pornográfica, onanismo que no sólo debe ser escondido a la vista,  sino que encarna cierta oscura vergüenza dentro de nuestra cultura cristiana  occidental, tanto en el abstracto ético como en la moral machista, productiva y  seudomasculina. Ominoso -cargado de la inquietud que da un presagio poco claro,  algo amenazante que no alcanza a definirse-, es en sí todo el proceso  industrial que llevó al VHS de consumo adults only. Si la industria  pornográfica era ya en su edad de oro, los 70, una rama absolutamente inferior  de la producción cinematográfica, marcada por todos los signos de la  degradación, como un subproducto -el Eastmancolor ya en desuso en el cine mainstream;  el guion ingenuo y disparatado, fiel al único objetivo de la pieza; las  actuaciones marcadamente no profesionales-; en los 80 la violenta baja en los  precios de producción y distribución que supone la popularización del video  acarrea una rebaja aun mayor del valor posible de la pieza pornográfica como  objeto estético; ya ni siquiera aspira a tal pretensión, y ni siquiera desea  postularse como cine. Sub-industria en el límite de la legalidad, por más que  creciera cuantitativamente a escala enorme, seguiría manteniendo una separación  insalvable con el arte paterno, que resonaba no sólo sobre la superficie de su  medio de reproducción -la cinta magnética ante la impoluta y aureada película  de cine; la mayor artificialidad química de los colores, etc.-, sino sobre el  mismo entorno social que le estaba otorgado, carente del glamour eterno de Hollywood e intentando alcanzar un glamour paródico fundado en la corta  expectativa del ciclo de producción-distribución. A través de los vaivenes del  mercado, de los excesos del alcohol y la droga o la desprotección inherente a  una actividad productiva sin estatutos, los seres reales involucrados en la  pornografía estaban bajo el sello de lo consumible hasta su eliminación,  como sabe señalarnos la última frase -no verso- del libro en su Obituario,  que nos revela la donación del cuerpo de Kandi Barbour a la ciencia -el que se  define en el poema dedicado a la actriz como el cadáver de algo que aún  resulta hermoso bajo el cielo. 
           La  pornografía en los 80 es un paradigma de época: concentra todas las sombras del  sistema capitalista sin ninguna de sus supuestas virtudes, y con ello revela el  costo y el oscuro sentido de esas supuestas virtudes: la comodidad de la  promesa de bienestar sólo es posible bajo un consumo compulsivo, el orden  social se funda sobre una base real de anarquía y ausencia de toda regla, tal  como en ese mundo porno la ritualidad de la vida pública se explica y justifica  por el desenfreno de la vida privada. El ambiguo objeto crítico que era la  pornografía en video estaba hecho a la medida del capitalismo estadounidense en  su estado de soberbia. 
           Sin  embargo, en el libro de Martínez es otro el índice, ya que en Chile hablamos de  otra faz del capitalismo si hablamos de los años 80: su etapa del terror. Más  que una función de sopor -una fantasía que hace aceptable la realidad de la  vida, inherente a toda forma de espectáculo moderno-, el porno de Las  yeguas… es un consciente y decidido alejamiento de una vida real; como  señalan los que parecen ser los últimos versos del libro:
          
            … los rayos catódicos llovían sobre las carencias
                retratando lo difícil que  es la vida
                allá afuera.
          
          La  luz en este poema (Rayos catódicos) se define como líquida (agua/  líquido/ humedad/ lubricación) en un entorno físico que el hablante plantea  como seco y salino. La luz artificial será evasión, signo de una salida  ensoñada hacia un espacio externo cuya realidad es cualitativamente mayor  incluso que la del ámbito cotidiano -señal de época también, en que la  recurrente imagen de la luz artificial, la irradiación de las pantallas, el  neón, lo fluorescente, la iluminación de las metrópolis en la noche, pueblan la  cultura pop desde la música de radio hasta la literatura. La irradiación de la  pantalla de televisión se fortalece como la entrada a un flujo en que se puede  tener una verdadera posibilidad de existencia, libertad y conocimiento de un  mundo.
           Hablo  de un mundo, ya que no el mundo. Por más que las imágenes sean  poderosas, la entrada es decididamente a un mundillo apenas sostenido en  su giro por el eje del cabezal, como advierte el primer poema del libro,  en que la alucinación casi ritual de una horda de yeguas cantando  y bailando en una especie de delirante escena de night club esta  absolutamente cruzada de señales de su realidad de mercancía degradada: se  mueven por el malecón de una cinta magnética, 
          
            son ellas
                el fiel reflejo de dallas  o dinastía
                camuflado en la esquina de  un cassette
                con sombras 
                rouge
                degradé y rimel barato      
          
          La  materialidad de la cinta magnética se encarga de evocarnos la textura frágil  que no resistió el paso hasta nuestra época: una mercancía cuyo fin era  consumirse en el tiempo, quedarse a alojar exclusivamente en la memoria. En la  cadena descendente desde el cine y su pretensión ética y estética, hasta el  registro digital doméstico y banal, proceso de degradación facilitado por una  tecnología que es en sí misma objeto de espectáculo y fetiche, la perennidad  del VHS ocupa el mismo lugar axial que el cassette de audio.
           Esto  le otorga un lugar especial y simbólico en la historia personal, conferido a la  nostalgia, y en el caso de una -nuestra- generación, como época  claramente diferenciada como de formación. Esta escena de encierro y  evasión guarda en sí una instancia de educación sentimental, la que en la  visión del libro se vacía en una educación estética, una conciencia sobre la  separación imposible entre lo bello y lo concreto, lo glorioso evocado y lo  real presente, que llama a una mediación. Esta mediación será la escritura. El  poema dedicado a Tory Welles dice:
          
            ahora que el silencio se  repite como una cadena
                escribo la vida y el porno  son pequeños símbolos de sincronía
                instantes de fuego y  exilio
                que sólo saben devenir
                en un poema
          
          La  reunión en una red social del hablante con la actriz, en un tiempo en que el  mundo se deshoja y se guarda una creciente brizna de fracaso en la  memoria, da la medida de esta separación, haciendo volver a aquel la  atención sobre la ruma de papeles sucios / abandonada en el lugar donde  duermen las orugas. Esta visión del mundo, por más degradada que sea, puede  hacerse plenamente literaria, fundamentada en la creación como último recurso  desesperado. Esta desesperación, que define el riesgo de la labor creativa,  sabe verse como una respuesta insatisfactoria y menor: la degradación del  complejo estético del porno se traspasa como signo ominoso sobre la labor  literaria, señal de una época en que la degradación es signo general, lo que ya  expresara Alexis Figueroa en Vírgenes del Sol Inn Cabaret, de 1986. 
           Lo  dicho es bien retratado en el poema dedicado a Linda Lovelace, figura ejemplar  por su biografía de la degradación de la golden age del porno. La  voluntad del texto es precisamente la puesta frente a frente de la experiencia  del actriz y la práctica escritural, desde el primer verso -¿es fácil ser  poeta?- hasta su conclusión:
          
            linda / después de la  masacre
                qué fácil / es / la poesía
          
          Eliminado  el riesgo, cualquier pretensión de necesidad en la creación artística cae ante  la realidad superior, ya no de la vida real -signo clave de la poesía moderna  desde Baudelaire-, sino de la vida en cuanto fragmento integrado al  espectáculo. El esplendor de este, construido desde y a través del consumo de sus participantes, traspasa la degradación hacia lo real, en un juego en que  la separación es administrada por el hemisferio más poderoso y menos concreto.  El proceso es aun más agudo cuando miramos el contexto exterior de la escena  del hablante: la degradación vestida de esplendor fue precisamente una clave de  la política comunicacional de la Dictadura, y el traspaso de la degradación  hacia la sociedad la forma de desmovilizarla y anularla como sujeto político.  La relación del hablante con el porno, así, puede funcionar como analógica a  nuestra relación con la ficción administrada de la realidad social que debutó  con la Dictadura y se mantiene hasta hoy.
           La  creación, como recurso para eliminar esta separación, se hace impulso de  resistencia ante la muerte, siempre latente en esto que se nos aparece ya como  todo un complejo ominoso. La poética, incapaz de tomar a la vida real, que ha  caído irrevocablemente en la degradación, sabe hacerse proliferante, confianda  en la metamorfosis de la imagen como forma de trascender la muerte. El poema  dedicado a Kascha Papillon apunta precisamente a esto asumiéndolo directamente,  mas el breve texto Escriben las luces da un índice más preciso: 
          
            qué es desolación
                sino un volver a repetirse
                mientras otras niñas ríen
                porque el fin del mundo
                está en la boca de una  yegua
                y no en el movimiento  irreversible
                de los astros 
          
          Entonces,  lo que asegura la permanencia frente a la ominosa corriente de degradación es  una voluntad estética de inmanencia radical, que asume lo perenne como imagen  de lo eterno. Esta paradoja recurrente en la historia literaria se nos enfrenta  aquí más poderosamente en cuanto el gesto poético de Martínez sabe reunir a una  ironía constante -con referencia permanente a momentos claves de la poesía  chilena-, con un tono profundamente elegiaco, ocupando procedimientos de  creación de imagen que nos evocan el romanticismo decadente que fue en nuestra  América el inicio de la modernidad literaria.
           Trabajar  la contradicción en los conceptos y procedimientos no puede sino dejarnos un  libro monstruoso, lleno de bordes irregulares y difícil de asimilar a la  primera lectura -y en este sentido el diseño de portada de Cristian Toro le  presenta magníficamente. Es precisamente este descalce, la inquietud de una  pieza disonante, la que le da su carga necesaria. En un momento en que nuestras  literaturas son fácilmente arrastrables a esquemas -no por complejos menos  prefabricados-, en que vemos un medio literario en que resulta positivo y  premiado el dar cumplimiento cabal a expectativas precisas de lectura, la  provocación de un libro tan amargamente honesto y crítico como Yeguas del  Kilimanjaro se agradece.