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          Sedimento, de Gaspar Peñaloza: una topografía de la angustia escritural  
        Por Carlos Henrickson
          
          
        
        
          
            
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          Si  bien la vanguardia, marcada desde ya por su analogía bélica, ha puesto en  general sus ojos en el camino que le llevaría por una cadena violenta de  rupturas para llegar a nuevas reconciliaciones -con un pueblo, una realidad en  su integridad personal o social, una clase, en fin, un mundo- hasta un momento  futuro y atesorado, mesiánico, se puede captar un progreso otro en el  transcurso del arte moderno, que es más bien una toma de conciencia trágica, un  movimiento en que se asume progresivamente la imposibilidad de cualquier  reconciliación, haciendo aparecer como palpable evidencia lo irrecuperable de  una conciliación pasada, aun latente en la conciencia y la representación, un estado  de gracia. 
         En  nuestro país, poéticas tan dispares como las de Teillier y Lihn representan  bien este “repliegue” de la voluntad vanguardista, y probablemente ha sido Juan  Luis Martínez quien lo ha llevado a su más absoluta consecuencia. Sedimento (Aparte, 2018), primer libro de Gaspar Peñaloza (Viña del Mar, 1994), se  enmarca de forma plena en este repliegue, desde un consciente “estilo de  negación”, que se enfrenta al lenguaje como a una frontera material,  interpuesta casi sólidamente en el camino de la voluntad creativa, como una  capa opaca que marca un límite infranqueable con el posible “mundo”, definido  este desde ya como un afuera absolutamente ajeno; una poética que señala  decididamente la dolorosa alienación de la escritura con respecto a lo que aparece  demandando urgentemente al autor, paradójica y hasta falazmente, un registro  escritural. 
         Ante  esta violenta conciencia fronteriza, no cabe sino investigar la posible  legalidad que asumiría un cruce válido. En esto se centra la expresiva deriva  inquisitoria sobre la naturaleza del mundo en cuanto forma legible, conformada  por un lenguaje que va definiendo sus leyes desde la misma conciencia  creadora. Esta legalidad, rizomática en sentido propio, que se evade de  cualquier perspectiva visual, explica bien el título del volumen. El fundamento  de la posibilidad de mirada, experimentada como luz y superficie presente, solo  puede definirse desde una intimidad cerrada y pasada, concebible -en analogía-  como un subsuelo; en contraste con una experiencia palpable que se vuelca  en la memoria de manera cada vez más fugitiva, fluida e inmaterial, un  “territorio” visible, un paisaje, conformado por una sólida y persistente masa  orgánica de palabras. 
         La  labor consiste entonces en hallar la fijeza de la mirada que permita  estructurar el sentido: se trata de una topografía, forma límite entre la  contemplación y la comprensión activa. No es raro, entonces, que lo doméstico  sea el espacio privilegiado. Uno de los múltiples escenarios de deriva se sitúa  en acciones del hablante en una casa con un jardín, que demanda acciones de  orden o simplemente movimientos físicos arbitrarios. Estas acciones acaban  siendo inevitablemente operaciones de composición de sentido: 
        
          jardín desborde o adorno
                poda para controlar 
                un damasco gigante en  medio del patio
                ¿si fuera tuyo qué árbol  sería?
          sacamos de cuajo
                la cortina para tapar el  puente
                se lo queda el musgo
                al ver crecer su mancha
                aprendemos de los viejos
                descansamos al estar
                en dos partes a la vez
        
        La  inquietud de la demanda de lo otro exige en la deriva el tema de la experiencia  primordial, la infancia y la salida al mundo del momento adolescente. Así, las  imágenes del trabajo con la tierra, el desplazamiento por la ciudad, la compra  banal, esconden una voluntad de “trato con el mundo” en el marco pleno de su  contemplación consciente, una topografía que sepa integrar al observador como  actuante:
        
          una lupa los ojos
                metal afilado y reluciente
                enseñar al detalle
                de soslayo su reflejo
                tajearlo
                entrar en él
        
        El  imposible desarrollo de una topografía tal mueve a la deriva en un sentido  negativo, hacia la evocación de una mirada adánica ya perdida. La angustia  existencial ante lo otro se hace con ello elemento técnico conformante de  aquella deriva. 
        
          Al nombrarte como otro
                la manera primitiva
                aún sigue cercada
                por su falta de rostro
                atiendes a cada partícula
                en eso se mueven
                entre ellas se friccionan
                se montan iniciando
                una corriente de aire
                un relieve
                hasta una palabra
                por ejemplo
                -burocracia- saltas
                de inmediato hacia la  imagen
                el oficinista
          cuando me quedo sin  imágenes floto a la deriva en un río que vela
                piedras preciosas parecen  de lejos
                pero al sumergirme y  acercarme son pequeños mapas
        
        La  autoconciencia de la escritura sabe encontrar, entonces, los polos de la  concentración topográfica, por una parte, y la angustia existencial, por la  otra, como juego de fuerzas actuantes que logran, en general, equilibrar el  flujo verbal; si bien hay momentos en que la opacidad de la escritura se hace  excesiva al indicar de manera obvia códigos personales o experiencias mínimas  que se resisten a la visualización del lector, interrumpiendo un curso  precisamente en los momentos más cautivantes del fluir. Con todo, Peñaloza sabe  recuperar el ritmo de imágenes sin demasiada dificultad, logrando en la última  sección llegar a lo que se presenta como posible programa -situado  paradójicamente como cierre, síntesis final, del volumen: 
        
          sobre esto y la memoria:
                los eventos también
                son organismos que  envejecen
                el tiempo los cartografía
                la nostalgia no es más que  el íntimo comienzo
                encontrar en el descampado  un árbol vigoroso
                para rastrear sus raíces
                predecir el tránsito por  el aire de sus semillas
                es necesario perderse en  el coro
                donde no solo es humano lo  que canta
                es necesaria la deriva
                pestañeos
          volcarse hacia el acierto
                imposible de acumular
        
        Gaspar  Peñaloza ha cometido la feliz imprudencia de presentar con su primer libro una  poética de tesis, en el entendido pleno que la tesis planteada llevaría a un  inevitable fracaso. Así, constituye el volumen como una propuesta de  experiencia que llevará al lector a un circuito cerrado en que desde el juego  inquisitivo sobre lo otro, solo podrá desembocar al fin, para hallar la  salida, en una puesta en cuestión de la percepción misma como posibilidad. En  su tematización de la transición hacia la madurez expresiva en el preciso  momento en que esta se va estableciendo, Peñaloza ofrece su propia conciencia  creadora -llena de tanteos e intuiciones más que conquistas formales en cuanto  tales- como despliegue de escritura; y en este sentido se deja ver el logrado  mérito de Sedimento como lírica especulativa, manteniéndose en el límite  mismo de la posibilidad de nombrar.