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PALABRA DE ACCIÓN: Hocicona, de Elizabeth Neira
Por Carlos Henrickson
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Dígase lo que se diga, la historia de nuestro país no se aviene con la radicalidad: y con esto no me refiero al “fundamentalismo”, palabra ya marcada por el uso como la tendencia a una lectura literal de textos ideológicos o religiosos. La radicalidad, más bien, tiene que ver con la voluntad firme de no quedarse con las definiciones surgidas de esos compromisos que, en países de mente colonial como el nuestro, fueron hechos para suavizar el filo de las palabras y los conceptos, para evitar dañar el consenso de la aldeíta y asegurar el orden. No es, por esto, al azar que para decir “radical” yo tenga que ir a recoger el uso que se le da en inglés a la palabra, y dejarlo acá asentado para evitar malentendidos.
Difícil leer en nuestro paía algo más radical, en el sentido que expongo, que Hocicona (Santiago: Editorial Desbordes, 2017), de Elizabeth Neira (Santiago, 1975), volumen que recoge catorce ensayos, artículos y manifiestos publicados en diversos medios. Es notable acá la voluntad en desmarcarse del uso más rumiado de los conceptos para intentar acceder no a respuestas, sino a preguntas esenciales en torno a la educación, la diversidad, lo patrio, el vandalismo, la basura, el pensamiento latinoamericano, la oralitura, la institucionalidad cultural, la escritura femenina, lo popular, el arte, la performance. Problematizar cada uno de estos conceptos, que han parecido y parecen evocar reacciones y nociones perfectamente naturalizadas durante los últimos treinta años, es a primera vista un eje esencial de la escritura de Neira.
Decir que no se accede a respuestas puede ser mal entendido. Quien entre al volumen no va a encontrar la síntesis brillante que un Saber -enajenado del cuerpo material- dicte benevolente sobre la sociedad desde la seguridad desde la quietud de la contemplación del mundo; Hocicona está escrito desde otra parte. La voz tras los textos es una voz bien real que se enuncia más desde el sólido tanteo de la existencia en sociedad que desde la esfera del “saber” por más crítico que este quiera aparecer. Un tanteo que se reconoce en un lugar determinado, marcado por la incerteza del status de su voz dentro del concierto de voces que conforma el “campo cultural”. No es coincidencia que el primer artículo trate sobre la autoeducación de los pobres (versus la mala educación de los ricos), y que Neira invoque más adelante a:
Mi abuela, analfabeta, madre de mi madre, semianalfabeta, tocaba la guitarra en funerales y bautizos en el campo chileno y sabía las palabras redobladas, fórmula mágica religiosa que servía para pillar al diablo y ganarle el precio de tu alma en un ajuste de cuentas que se basaba en un rápido e ingenioso pin pon de palabras donde ganaba el más astuto con la rima y la idea. Mi abuela, analfabeta, madre de mi madre semianalfabeta, nunca quiso enseñarme las palabras redobladas, según ella, para que no me metiera en güevadas.
Este hablar ancestral perdido, que se constituye como una operación liberadora sobre el mundo y sí mismo, resulta una buena guía para comprender la enunciación de esta voz. Usando el lenguaje como mera herramienta útil para la sobrevivencia, despojado de su poder primordial de ritualidad al ponerse al frente de un Saber que fagocita a la particularidad y hasta a la identidad, esta voz no puede sino presentarse disminuida, no obstante asumir a través del pliegue irónico su derecho a lugar en la afirmación de aquello innegable: su corporalidad elemental, sometida a la sobrevivencia y, diríase, forzada a una permanente defensa vital.
Este pensar atrincherado, alerta y despojado de nimbos de respeto incondicional tendrá que reconocerse como expresión física, puesta a tierra: despliegue de (auto)producción neuronal, como irónicamente se define al principio del volumen. Quien habla solo puede contar con su yo, aferrado como fortaleza inexpugnable. Sin embargo, en cada uno de los casos, el viaje hacia el nosotros acaba presentándose, no como afirmación ostentosa, sino como llamado de alerta: en el reconocimiento a lo ancho de la trinchera se vacía la única posibilidad final de sobrevivencia.
Por ello, este pensar ya no quiere solazarse en la sola escucha, en el orgullo de una razón personal. La concepción de comunicación del conocimiento presente en Hocicona desea despojarse de privilegios, en un gesto de radicalidad eficiente:
Estos conocimientos [los que permiten la sobrevivencia de la comunidad] pasarán de generación en generación a través de los instrumentos de comunicación de que disponga esa comunidad: relato oral, mitos, leyendas, escuela, literatura, arte (el arte como vehículo de comunicación que es el punto de vista al cual adhiero), radio, televisión, medios de comunicación masiva o alternativa, internet, etc.
Puestas en tal lugar, tanto la educación formal como la cultura artística, pierden todo privilegio, no solo ante las prácticas que las preceden -habiendo sustentado su origen-, sino ante los medios tecnológicos que han aparecido posteriormente -que “amenazan” y “debilitan” a aquellas. Desde una efectiva perspectiva histórica, el privilegio aurático del conocimiento y el arte es tan solo un momento, y uno en transición:
Donde antes solo había agricultores ahora hay pescadores, industriales, burócratas, artistas, inmigrantes, putas, travestis, narcotraficantes, estudiantes, hackers, contaminación y un largo etcétera.
Si bien la aplastante conciencia de lo histórico le da al lector contemplativo un sentimiento de desazón, esto no implica de por sí una desaparición completa del horizonte utópico. La salida es dada por el carácter activo y actualizante del pensar, que para hacerse efectivo debe tener lugar en el sujeto mismo. No por nada la palabra “sujeto” está en diversos trazos del volumen intervenida con la (a), que indica desde ya un carácter distintivo, sino que se afirma la construcción social, electiva y autónoma de la identidad:
Pienso que si para las feministas el género es una construcción social y también una elección, pues yo digo que en nuestro caso, en nuestra sociedad mezclada a fuerza de patada y fusil, también lo debería ser la etnia y yo me siento india, antes que sueca, o neoyorkina, yo me siento mujer mapuche.
Me basta saberme de este lado de las cosas para hermanarme con quienes luchan en condiciones de dramática asimetría…
En este sentido el pensar no postula a relacionarse al Ser, sino al hacerse. Su producción será, por ello, una mutación del rendimiento que se pretendería asociado a una macroeconomía del conocimiento, asociada a la “academia-empresa” y al “mercado del arte”. La liberación, en cuanto horizonte de acción del libro, se referirá a la validación de una generación de conocimiento desde un espacio propio, en el que se asienta la utopía como clave de construcción de escritura y obra. Por ello, la “mano suelta”, irónica y sin pretensión de una precisión conceptual disciplinada, es parte esencial del proyecto de Neira, al señalar tácitamente a sus interlocutores como aquellos que están avecindados por un mismo léxico, que comprenden la seña y la ironía, una lengua “de calle”, de intervención en un espacio público en defensa de este como genuinamente público.
Lo dicho con respecto a la escritura, corresponde de manera integral a la noción del arte como acción y transformación. Neira insiste a cada paso en ambos planos en el sentido que define cuando se refiere al arte de acción como más vinculado a la transformación que a la provocación. La conmoción de la risa y el escándalo apuntan a restituir con ello un sentido ceremonial, la conciencia de “la cadena vida-muerte-vida”, movilización y animación de sentido.
¿Cuándo se “corrompe” o se “pudre” lo patrio o cualquier otra idea significativa? Tanto en la esfera biológica como en la esfera social, algo muere cuando carece de movimiento.
En este sentido, la labor de Neira en esta escritura se hace análoga a la de su arte de acción, en el sentido de asumir el descentramiento, el desajuste de la práctica particular y autónoma dentro de la institucionalidad que, más que una condición subalterna, le ofrece a aquella práctica la posibilidad de desmontar críticamente cualquier sistema. Es un desmontaje análogo, y se podría decir además derivado, de la noción colonial de centro y periferia:
El centro es por antonomasia un lugar de privilegio. La centralidad no es un devenir histórico “natural” de los pueblos, sino que es un diseño, una política, bastante bien pensada y militarmente asegurada, que determina la distribución de los recursos y del poder. Es decir, no existe periferia alguna sin un cuerpo que acapare, excluya y desplace. Una cosa engendra a la otra.
Yo te nombro antes de que tú te nombres a ti mismo. Es decir, me convierto en tu origen (¿En tu Dios?)
¿Quién tiene derecho a nombrarnos? ¿Por qué razón, yo, en tanto “sujeto periférico” debería ceder el poder nombrar-me a un tercero, que perpetúa mi condición.
Existe arte sin inscripción, y no instituciones sin arte.
La práctica del nombrar, en este sentido, toma de vuelta el sentido de “hacer aparecer”, en la plenitud que supone la palabra como “GENERADORA DE REALIDAD”. Es por esto que el acto de nombrar, entendiendo la situación de resistencia que esto representa ante el “tercero” excluyente de la cita anterior, toma en sí un carácter político al tiempo que radicalmente poético. La palabra es intervención activa, hecho nuevo y necesidad urgente:
¿Está preparada la sociedad chilena para incorporar sin patologizar a los cuerpos VIH positivo que ya existen y a los que vendrán? ¿O pasarán a formar parte de la cada vez más grande lista de los invisibles?
SIDA, SIDA, SIDA, SIDA, SIDA, SIDA, SIDA yo lo digo, lo nombro y me pongo una camiseta que dice “Soy VIH positivo” aunque no lo sea, porque cuando un amigo muere de SIDA, todos tenemos SIDA.
Es a esto, y no a un afán romántico, a lo que se refiere Neira al defender una raíz poética en el arte de acción -lo que incide de manera central en inhabilitar el término performance-, asumiendo así una nueva manera de comprender el desarrollo histórico de este en Chile y, lo que es más trascendente, defendiendo la situación desajustada y desajustante del artista ante los “circuitos del arte”, retirando su práctica de cualquier flujo racionalizado y técnico de producción postulable.
Me sucede que en tanto sujeto(a) que practica el arte de las “performances”, yo no hago esto que hago por rendimiento, sino por liberación… Yo hago performances por un deseo de liberación personal y colectiva.
Ahí está el artista de la performance poniendo el cuerpo como un soldado de Dios en una guerra santa, por mandato supremo. En definitiva, como el maníaco que dicen que es, dispuesto a todo con tal de llevar su exhibicionismo hasta las últimas consecuencias.
La performance tiene de misterio lo mismo que de poesía porque ambas trabajan en una zona invisible, van y vienen de la realidad, jugando con ella para su transformación, su superación a nivel simbólico.
El artista de la acción tiene que ser medio místico porque para hacer lo que hace es necesario tener una fe demencial en sí mismo y en el sentido del contrasentido.
La ritualidad del dolor, el imaginario sacrificial, la violencia naturalizada, la raíz poética y la búsqueda de lo sagrado-profano son elementos que caracterizan a la performance latinoamericana.
En un entorno artístico que continúa -desde la formalidad de la academia hasta la esfera algo cabaretera de la cultura de bares- trivializando aquello que escapa de su comprensión, Hocicona presenta la coherencia del pensamiento y la obra de Elizabeth Neira de manera directa y desafiante. Asumiendo que movilizar el sentido en áreas tan grises como la relación del arte y la sociedad, el arte y la historia, o el arte y la política, implicaría fácilmente la tentación de solucionar los dilemas con un gesto a la tribuna, los artículos saben defender posiciones complejas a través de una enunciación directa de lo problemático, planteando sin falta la acción transformadora como única salida hacia una condición superada no solo en la crítica, sino en la realidad social, de los callejones sin salida que terminan teniendo por costo la vida y la salud de nuestro pueblo.