Proyecto Patrimonio - 2014 | index | David Miralles | Carlos Henrickson  | 
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        Una muestra de fe: La vida después de Neruda, de David  Miralles 
        Por Carlos Henrickson
        
          
        
        
        
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        En  el lento desplazamiento de lo humano hacia el margen de lo que la sociedad  moderna tiene como preocupaciones, la poesía ha tenido, sin duda, una misión  permanente de alerta. Cuando David Miralles (Valdivia, 1957) llama a su libro La  vida después de Neruda (Valparaíso: Caronte, 2013) se hace imposible no  pensar en ese desplazamiento, en la medida en que la figura del poeta de Canto  General encarna, en muchos sentidos, una preocupación humanista que, al  paso de las generaciones literarias postdictadura, va haciéndose cada día más  mediatizada, cuando no queda enteramente abrumada bajo operaciones sobre la  superficie del lenguaje. 
          
          Resulta  interesante, por ello, que Miralles pertenezca en su origen, de un modo u otro,  a una de las emergencias poéticas más resistentes a las grandes máquinas  productoras de ondas literarias: el fértil suelo de los 80 del sur de  Chile, en que las pulsiones más profundas de la poesía no fueron desechadas  como reliquia. Es así que La vida después de Neruda nos da un registro  en dirección precisamente opuesta al post-lirismo cosmopolita de las  promociones recientes, teniendo como claves de lectura temas como la intimidad  y la pertenencia.
          
          El  registro de la distancia y del tiempo transcurrido como cortes en la  constitución del hablante se presenta como experiencia central, desde la que  surgen emociones extremas como despojo, dolor y miedo. Así, el espacio del origen se proyecta hacia un más allá, radicalmente distinto: la vuelta a una  ciudad sólo puede establecerse Cien años después, y los lugares pasados  quedan sumergidos en una atemporalidad que salta a la experiencia lectora. Un  poema como Meditación en fuga sabe bien cómo dar cuenta de ello: el  recuerdo, casi exclusivo patrimonio del cuerpo (las bestiales escenas de ese  amor / que practicamos con las reglas de otra edad) se contrapone en tono e  intensidad con la fotografía en que aparecemos tan seguros, / sobre un  trasfondo de cielos abiertos, / exhalando un anacrónico aspecto de felicidad.
          
          Miralles  sabe que la situación de su hablante es inefable, y puede relacionar el tiempo  en su abstracción más aplastante y ajena con la nostalgia íntima del amor  (léanse Recuerdos de Quevedo o Desaprender los códigos). Este  lugar imposible desde donde habla tiene una consecuencia natural en su poética:  producir una escritura que sabe ser placenteramente elusiva, cuya capacidad de  evocación emocional e íntima jamás decae: el tratamiento de lo erótico en los  textos sabe trascender, en este sentido, muchos de los malos hábitos de lo que  se da en llamar actualmente “literatura erótica”, dispuestos aún a épater a destiempo o restringir el ámbito de la experiencia hasta la simplificación  descriptiva. 
          
          Las  imágenes de amor y muerte en La vida después de Neruda, en general,  revelan que Miralles sabe entender la poesía como operación de conocimiento: la  escritura, como muestra de relación entre lo íntimo y lo trascendente, acaba  estableciendo puentes de sentido que engendran su propia (y personal) visión  totalizadora del mundo, en que la situación de límite puede llegar a ser  comprendida como experiencia. No otra cosa parece señalar la perspectiva cruel  del poema que lleva el título del libro, y en esto demuestra estar a la altura  de su época: la visión alucinada de una ciudad moderna desde la altura de una  torre no puede sino despertar una reacción inmediata, más acá o más allá de la  estética contemplativa, una actitud que es fruto de la marca a fuego de la  modernidad al interior, en el seno de  la conciencia creadora.
          
  La  vida después de Neruda es uno de esos escasos libros que en nuestros  tiempos revueltos son capaces de elevar la poesía a expresión válida, a la  altura de una exigencia ética, sin necesidad de autocríticas aplastantes o  procedimientos irónicos. Miralles en esto da prueba de fe, y nadie podría  decirlo más claro que su propia poesía, en los siguientes versos de De este  mundo al fin:
        
          Pero estamos listos.
            Despreciando el llamado
            a no engañarse por las  apariencias:
            la idea de que el mundo sea  una ilusión de los
            sentidos.
            Cruel y hermoso
            con miles de avenidas
            que conducen a la muerte
            y sólo un estrecho sendero  que lleva hasta ti.
            Tal vez no sea mucho,
            pero tu palabra es la  escuálida verdad.