El aniversario 50 del golpe militar condujo, como correspondía esperar, a la literatura a dar cuenta de uno de sus deberes fundamentales: el rescate de la memoria histórica. Desde el testimonio personal hasta la investigación documental, nadie en el mundo lector podría hacerse el desentendido ante la profunda huella que se señala en el imaginario nacional al evocar, no tan solo el hecho del día 11 de septiembre, sino el violento desarrollo del proceso dictatorial, tanto en la transformación económica, social y cultural de nuestro país, como en la represión directa, física y psicológica, sobre los cuerpos y las vidas -ambas, no sobra decirlo-, dimensiones inseparables una de la otra.
El nombre de los otros, de Verónica Jiménez, es desde ya excepcional en cuanto es el primero libro de una autora con un camino poético destacadísimo desde Islas flotantes, de 1998, en una trayectoria que también ha incluido la novela, el ensayo y el trabajo editorial. No obstante, su foco sobre la represión de la Dictadura es particular, y cabe relevar el alto riesgo que sabe cumplir el desafío que implica su escritura.
Los sujetos que retrata Jiménez en los ocho relatos son todos de extracción popular, insertos en su mayoría en el margen de la ciudad, que sufren los efectos de la represión de diversa manera, incursionando de forma viva e intensa en la subjetividad de su sufrimiento emocional y físico. De modo brutal y consciente, El nombre de los otros se abre con el relato que le da nombre a la colección, entregándole desde ya al lector el alcance del compromiso con la vivencia de las víctimas, en la presentación misma de los hechos: “Así es como ellos te patean: te obligan a tirarte en el suelo boca abajo, con las palmas abiertas sobre la nuca, y te golpean las costillas con las botas una y otra vez, como si esperaran oír el sonido que hacen los huesos al quebrarse. Tumbado boca abajo no puedes dejar de temblar de miedo y de dolor. Con cada patada se comprime el bazo y el pulmón, y los músculos se ablandan como papas. Cada tanto te lanzan también un golpe en la cabeza. El lóbulo de la oreja y la piel del pómulo comienzan a sangrar. Como das vuelta la cara para esquivar las patadas, las heridas empiezan a llenarse de tierra. Arden. Además, si el oficial no está completamente satisfecho con las ganas que ponen los pacos en maltratarte, te salta sobre la espalda y trata de fracturarte la columna.”
Lo citado, literalmente la primera página del libro, no deja lugar a dudas: Jiménez desea plantear la real dimensión de los hechos, aunque esto cueste la conmoción del lector o la ruda construcción que necesariamente hay que efectuar tras la contundencia de la representación de la violencia.
Hablaba de conmoción del lector, y no me refiero solamente al eco estético o moral durante su lectura. Me refiero también al natural pudor que muchos autores han tenido de representar estas vivencias, cuando no son transcriptores directos. Se trata de un dilema complejo, propiamente ético: por supuesto que existe el deber de hablar en nombre de otros, que han sido forzados al silencio por la muerte, la necesidad del secreto o el trauma. Pero esto exigiría introducirse en esa subjetividad ajena, y en algún sentido revivir en el tiempo esa acción violenta.
Jiménez toma este riesgo. Y la necesidad de esta indiscreción es más viva y palpitante en la medida en que esta profundiza el desarrollo de los personajes, exigiendo del lector la difícil reactualización de lo ocurrido. Lo que se juega acá es la eficacia de la evocación:
“Era como estar mareada simplemente, al principio era eso, acostarse por la noche y estar mucho rato sumida en un mareo incesante mientras piensa en su padre que no vuelve, un día tras otro y no vuelve, no se sabe adónde lo llevaron dice la madre, que entra y sale, llora y sale, con su pelo negro hasta la cintura y los ojos hinchados, sale y vuelve por la tarde, con la cabeza hundida entre los hombros, ella que era un lirio, erguida entre la muchedumbre, un lirio que ahora va marchitándose, maltratado por el viento de la calle, también por el aire inmóvil dentro de la casa, fumando un cigarro tras otro, muda como un pez, mientras ella la niña, no se atreve a preguntar una vez más por su padre y cuando se acuesta se marea en vez de dormir (…)”.
Estas líneas del relato “La dalia blanca” muestran la intensidad que puede adquirir esta escritura no tan solo al profundizar en la subjetividad de los personajes, sino que al hacerlo echando mano a efectos propiamente poéticos como la repetición de frases y un trabajo de prosodia de gran precisión y logro. Lo poético, en este caso, al hacer más profunda la vivencia, acaba inesperadamente aportando al realismo.
No se puede dejar de hablar de la gran excepción del libro, que es la narración final: Ombú, que en sentido propio corresponde a la reconstrucción histórica de hechos reales. El evocador e intenso estilo narrativo sabe tender un puente con los relatos anteriores, de tal modo que nos damos cuenta de que todo lo que nos cuenta El nombre de los otros efectivamente ocurrió, y ocurrió precisamente porque pudo ocurrir. En el sentido más propio en que Aristóteles se refería a la mayor veracidad de la poesía que la historia, este libro sabe mostrar, más que hechos precisos referidos a personas específicas, esa violencia amplia y terrorista que acabó manteniendo sus heridas, abiertas aún, sobre todo un país.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com El deber de hablar en nombre de otro
"El nombre de los otros", de Verónica Jiménez.
Garceta Ediciones, 2023. 144 páginas
Por Carlos Henrickson
Publicado en LA KOMUNA, 20 de febrero de 2024