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        Una poética de lo informe: Der Golem o la  reconstrucción de la carne, de  Pablo Lacroix
        Por Carlos Henrickson
        
        
        
         
        
        
          
        
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        El  curso de nuestra civilización hacia lo administrable ha, en buena medida,  convertido la percepción más arcaica en experiencia intelectual y, por tanto,  técnica, especializadamente, llevable a la sociabilidad del lenguaje y la  representación. El propio sentido de la existencia humana -problema mayor,  inseparable de sus menores: el llegar a ser y el dejar de ser- puede ser  encarado con la filosofía, siempre tan sospechosamente segura de sí misma, para  dejarlo en el abismo seco y frío de lo inefable. Las religiones establecidas,  por otro lado, han hecho su trabajo: todo camino sin salida tendrá que llegar a  ser un puente más en la ofrenda sin fin del ser humano a su creador.
         La  persistencia de algo irreductible a estas “soluciones”, recién medianamente  efectivas en el seno de la modernidad, está harto más acá de un esfuerzo social  consciente. Se da, precisamente, ante la evidencia de una resistencia compleja,  que aparece como inmediatamente física, ante aquello que carece del don de la  Forma, eso en que se deposita la “idea” de lo humano. Así, tanto el feto como  el muerto -desde el instante en que los procesos puramente químicos de la  corrupción van deshaciendo las características propiamente humanas- nos generan  de manera inmediata una pulsión automática de dejar de mirar, como si la  realidad desapareciera al dejar de sernos percepción. 
         Pienso  en esto al constatar que golem no designa en su origen ni siquiera al  ser creado por el famoso mito del Rabbi Löw (que de hecho, es llamado con otra  palabra en la narración que es su fuente), sino que designa, de manera expresa,  en el Midrash y en el Talmud, o bien un virtual estado intermedio  en la formación de Adán, ya surgido desde el barro, pero antes que Yahveh  insuflara en él el alma viviente, o bien en la especulación abismal de la  filosofía hebrea clásica, el propio barro originario (la materia prima, rendición  más o menos directa de la palabra). Desde ya, se encuentra en el salmo 139,  como una forma de señalar al embrión, el ser previo a la formación de los  miembros. La palabra es interesante al funcionar de manera bastante análoga a  las castellanas de “bulto”, “atado” o “bollo”, aludiendo, junto a su calidad de  previo a la singularización de su forma, también a algo que se enrolla, en un  gesto que sugiere algo envuelto para ser guardado. De hecho, el salmo se  refiere a la absoluta omnisciencia divina con respecto al ser humano, desde el  instante en que sus miembros son formados bajo la mirada de Dios. Esta  omnisciencia supondría, entonces, su potencia bienhechora en la hora del  peligro.
         Siendo  fácil tomar al golem desde su aparición en la cultura de masas, Pablo Lacroix  (San Fernando, 1987) ha elegido en Der Golem o la reconstrucción de la carne (Concepción: Etcétera, 2011; México: Sediento, 2014) hacer un camino más  complejo que, sin excluir de su imaginario los escenarios más familiares de la  leyenda, es capaz de encarar el problema que yace al fondo del telón, y saber  asimilar al ser legendario con la construcción poética misma.
         Si  desde ya el imaginario hebreo se planteaba el mito del golem como una analogía  entre el hombre y Yahveh, creadores cuyo designio se frustra en los actos de la  creatura, Lacroix añade una dimensión más general a ese acto, al plantear a la  obra misma como creatura. El libro es, al fin de cuentas, una instalación  destinada a marcar el punto de encuentro entre la creación literaria -como tal,  en su idea- y un entorno simbólico devastado. Para esto, Lacroix elige  modos que saben acercarle a su objetivo: la violencia recargada del imaginario  gótico -en su variable de expresión de masas posmoderna-, que como parte del  ramaje de la contracultura contemporánea, sabe asumir y desviar la quiebra  radical de la cultura humanista.
         Así,  el libro tendrá asumido el exceso como parte fundamental de su imaginario. El  fracaso de la creatura se proyectará, en primer lugar, en el hablante mismo,  señalado por la corrupción física y, por tanto, caracterizado por la muerte como  naturaleza última, irreductible. Lo tanático se plantea como potencia interna,  que marca la voluntad de suicidio como constitutiva de este particular proceso  creador. La creatura de tercer orden -el lenguaje- necesita de la  autoeliminación del hablante para asumir plenos poderes. La expresión del  hablante es forma de sí mismo que trasciende su anulación, haciéndose parodia  de la Parusía.
        
          Venida
          Cuando sea calavera
                                                   /  Sí,
                                                   calavera  amarga
          Y cuando seas calavera
                                                   verás  mi venida. (p. 59)
        
        El  resultado de la operación, entonces, va a ser una sobre-vida, un duplicado. El  golem no representa la trascendencia del hablante: la obra será un resultado de  la ofrenda voluntaria del autor a la nada, a lo inefable. Vale decir, la escala  entre creaturas cuenta con peldaños insaltables, realidades que se trascienden  en planos imposibles de sintetizar en un solo movimiento dialéctico. La carne  de ese duplicado ya sólo puede ser definida como carne poemaria, y como  tal, caerá de nuevo en un proceso de desarrollo acompañado de corrupción y  aniquilación progresiva. La perspectiva de Lacroix será la que supone el  sustrato oscuro del fundamento de su imaginario: biológicamente el proceso  vital presupone la corrupción y la muerte, sin embargo bien podemos invertir,  junto con el autor, el punto de vista, y asumir al proceso vital como el medio  para que se produzca el fenómeno de la corrupción.
         Como  corresponde al sustrato de nigredo en que esta creatura -la obra- está  esperando surgir, lo incompleto, fragmentario y monstruoso, aquello que no  accedió a la forma, será su marca permanente. La enunciación que constituye  la posible vida de la obra será planteada a través de momentos que en sí mismos  se concentran como instantes estáticos: desde la segunda sección (Carne  poemaria) asistimos a la escenificación de una ceremonia, en que la  perspectiva del lector es desplazada hasta entregarle la calidad de un  espectador cuya empatía con lo observado es imposible. Este carácter  performático, internalizado en los procedimientos, será llevado cada vez más al  extremo, tanto a través de la denotación directa, como a través de la  asimilación de las ilustraciones al corpus poético. Sin embargo, el  procedimiento que quizás más llegue a acentuar este carácter sea la limitación  del stock de imágenes, que nos remite a una marcada objetualización de la misma  escritura.
         Esta  objetualización, el desauramiento del lenguaje, lleva naturalmente a una  concepción de escritura que no se centrará en sus posibilidades internas de  lenguaje, sino que se entregará a una deriva de búsquedas en pos de una forma.  La conciencia de esta búsqueda -velada bajo el proceso orgánico de la sección Vertebrario- va también revelándose como conciencia de la muerte: lo que crece, al fin,  como obra, es su plena revelación en la destrucción de sí misma como tal y su  sublimación -en algún sentido inversa- para aspirar a transformarse en  escritura en sí.
        Postulo por esto, que Der  Golem... no es precisamente un libro de poesía: es más bien un intento de  construir poética, intento que parece demostrar su fracaso desde el principio.  El fracaso es, ciertamente, condición esencial de un libro como éste: la  leyenda del golem tiene clarísima su moraleja -en que resuena oscuramente la  propia humanidad-, la intención que hace posible la creación jamás será  cumplida por ésta; la incomprensión profunda de un plano trascendental mayor,  que nos hace dudar de un Creador para nosotros mismos, no es mayor que la  incomprensión profunda sobre las creaturas que puedan surgir de nosotros. La  salida del delirio -la niebla de sentido-, como posible acercamiento al ente  imposible que sólo ya podemos destruir o contemplar, es quizás lo único que  resta hacer para devolver al hecho de la creación la dimensión orgánica y la  sombra de conciencia que haría nuestro el mundo como totalidad -que restauraría  los órdenes. Eso es lo que me parece que Lacroix sabe subrayar en los mejores  momentos hacia el fin del libro, que acaba constituyendo, en Pesadillas de  la carne, la última sección, una voluntad de reconciliación de los quiebres  que fundamentan la existencia humana. Porque de esto se trata al fin, a través  de la deriva entre planos, de la existencia del ser humano ante la revelación  de lo que religiosamente se llama su naturaleza caída, el estar en  continuo camino hacia poder ser.