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        La humanidad en fuga: INSTALACIONES DE  LA MEMORIA, 
  de Patricio Luco Torres y  Verónica Zondek 
        Por Carlos Henrickson 
        
         
        
        
        
        
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        Si  bien una inquietud ética primordial recorre (como royéndolo) toda la historia  del arte, son nuestros días -desde hace más de una centena de años- los que han  puesto en el corazón de la posible justificación de la obra la pregunta sobre  el sentido de la representación: precisamente desde que nuevas formas de  reproducción sobrepasaban técnicamente a las anteriores. Uno de los efectos  -entre los muchos que aún vivimos- muerde fuertemente, precisamente, el ya  delgado y ultrasensible cuerpo del arte: ¿qué puede marcar la necesidad de una obra? La respuesta que nos resuena desde los bisontes en la piedra y los  poemas épicos, casi anterior a las adjetivaciones propias de la especialización  técnica de las artes, es el dejar memoria: pero ¿de qué se deja memoria:  de sí mismo, de la experiencia vivida? ¿y cuán amplia es (¿¡o debe ser!?)  esa experiencia?
          
          Estas  preguntas llegan hasta a doler al recorrer Instalaciones de la memoria (Valdivia:  Alquimia, 2013), texto-lugar de cruce entre el impresionante registro  fotográfico de Patricio Luco Torres (Santiago, 1960) de las salitreras  abandonadas y la intervención literaria de Verónica Zondek (Santiago, 1953). La  perspectiva sabe hacerse a través, haciéndonos sentir a los que  contemplamos, situando marcos -orificios hechos en muros de piedra, ventanas,  rejas-, como en un peep-show, como señala desde ya el texto que parece  servir de presentación. Como resultado, nosotros mismos nos situamos en esa  perspectiva, entregados al placer estético del derrumbe de todo un modo  de existencia. 
          
          La  ambigüedad ética del ejercicio no deja de inquietar, desde el momento en que  ese abandono no está directamente marcado por la muerte violenta, sino por la  violencia abierta y visible, paradójicamente enmascarada, de un sistema  económico basado en la explotación irracional. La muerte violenta podríamos  bien verla de lejos, compadecernos y horrorizarnos (siempre acaba siendo algo personal,  que no compartiremos); sin embargo la violencia de todo un modo de producción  debería tocarnos de un modo más misterioso: esencialmente todo nuestro modo de  existencia puede bien pasar a ser ese abandono en el desierto (y eventualmente lo será, de seguro). Para no darnos cuenta de esta ruta hacia el desierto, el  sistema social desarrolla ideologías, máscaras para que “no veamos”; y el  riesgo de toda obra artística que se aboque a la crítica de ese sistema será,  en consecuencia, llegar fácilmente a convertirse en otro enmascaramiento  estético -que es el caso de gran parte del arte “comprometido” bajo la  influencia del llamado “realismo social”.    
          
          En Instalaciones  de la memoria, la fotografía de Luco sabe encontrar el punto de crisis,  habitar la herida, de la inquietud que he mencionado. Son varias las formas en  que sabe escaparse de la pura estetización -que a estas alturas puede surgir  fácilmente, “sola”, dada la sobresignificación del desierto en nuestra cultura  estética, especialmente tras la poesía de Zurita-, siendo la más aparente de  ellas el índice permanente de ese riesgo en los textos de Verónica Zondek. Más  importante y sutil es cómo sabe llevar el foco a una imagen silente, que  desplaza cualquier posible comentario de sí misma hacia aquel que la ve. Este  silencio, que es un signo de interrogación esencial y que responde a la  realidad concreta que desea representar, termina haciéndonos visible en su  ausencia la huella humana, haciendo de la interrogación del vacío estético la  puerta de entrada a una duda profunda sobre la realidad del hombre en relación  con su historia social. Por ello, un signo como el de la muerte no nos lleva  necesariamente a connotaciones de olvido, nostalgia y desaparición, sino que,  antes, al corazón del sistema social: lo arbitrario y azaroso de la existencia  del hombre ante el hecho de la producción moderna en su sentido más abstracto y  ante su cara última, la cara del desecho inconsumible por los procesos de  explotación, lo humano en su más radical desplazamiento. Ante estas muertes -de  un modo de existencia, de un mundo, al fin de cuentas-, la fotografía resulta  ser, al contrario de la ideología, una máscara para ver, para hacer  visible, y la persistente ausencia se hace un agudísimo punctum, surgido  desde el objeto solo despojado de toda utilidad que, por otro lado, logra  resistirse a volverse materia sin más, sin la determinación de la elaboración  humana. 
        Hay que destacar la  excelente factura del libro, que sabe establecer la amalgama entre imagen y  escritura de una forma sencilla y lucida -si bien hay un encuadre gris en la  página que podría haberse hecho más pequeño. Como cumbre de un ejercicio, más  que intelectual, de una profunda emoción e intuición,  Instalaciones de la  memoria parece llamarnos a definiciones profundas en nuestra posición ética  con respecto a nuestros propios modos de existencia; presentar una obra de tal  fuerza, sugerencia y situación es uno más en la cadena de logros de  Editorial Alquimia.