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Memorias de una revuelta inconclusa, de Lourdes Montenegro: una voz colectiva

Por Carlos Henrickson


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Memorias de una revuelta inconclusa, de Lourdes Montenegro, es un libro que no solo está escrito por ella. En este testimonio personal se incluyen los anhelos y experiencias de una generación que se vio obligada a repensar su lugar en la sociedad y el mundo, y principalmente, repensarse a sí mismes. Es de lo que nos habla la metáfora inicial de la crisálida, imagen significativa desde el momento en que se trata, en la naturaleza, de un cambio forzoso, que se impone al sujeto desde dentro.

Entre las sábanas noté que me había vuelto crisálida.
La cuestión es que desconozco
cuál será el cuerpo de mi adultez.

Se trata de una intimidad que no puede sino rebasar los límites que un deber ser histórico ha puesto para su desarrollo y expresión. Ese “deber ser” histórico, que fuerza al subalterno a construir silencios exquisitos y (cuando es obligado a tomar la voz) sublimaciones cargadas de una belleza intemporal, se revela como una sombra ideológica que debe saber romperse para que se inicie una historia de verdad, la de una vida justa y digna de ser vivida. Esta historia no se puede expresar con un arte para contentar al gusto de un público que ya ha pasado por su propio entrenamiento estético, sino con uno que se obligue a decir y buscar la propia voz, con el orgullo de que en cada disonancia, algo de su diferencia sabe aparecer.

La velocidad de los cambios en el mundo que vivimos, solo puede estructurarse en un totalitarismo que apenas se disfraza, premunido de una experiencia extensa e intensa en producir la impotencia, la inercia, en resumen, la despolitización de la inmensa mayoría de la población. De un modo u otro nuestra experiencia contemporánea es la de una excepcionalidad permanente, en que se hace prácticamente imposible estructurar nuestra vida social e histórica. Nuestras sociedades modernas, como vemos, vuelven a buscar el consuelo en soluciones conservadoras, inmobilistas y “tranquilizadoras” que pensábamos muy lejanas ya en el tiempo. Cuando pensamos en la situación de la mujer, cuyas conquistas que considerábamos seguras y el progreso de ellas, parecen estar en riesgo, podemos tomar la dimensión del riesgo de esta ofensiva conservadora para la vida y la libertad de todes.

Ante estos cambios, que nos están invitando a una adaptación que resulta imposible, la actitud a tomar no puede sino ser enfrentarlos con la propia palabra y una toma de posición que nos afirme, tanto como personas como comunidades. Afirmarse significa rechazar la visión que ese gigante Otro del poder nos impone: de esto se trata dejar de ser Eva para buscar la propia identidad, una en que el sujeto del poema se reconoce como parte integral de la fuerza de creación, lava y tierra, y no como una hija o un simple elemento de esa potencia. La creación del poema no supone solo la de una voz propia, sino de un nuevo ser que se autodefine, y que acaba por ser más leal a la potencia primordial, a la naturaleza en su accionar más genuino.

Se impone entonces redifinir, renombrar, resituarse. Reaprender y recrear el amor, alejándose de una noción romántica que es puro lastre histórico, por ejemplo; pero también dejar de ver el aura (el astro) que parecen ostentar los poderosos como signo de su “mérito”. Este llamado -y no quiero parecer majadero- no se hace al individuo simplemente, sino a la comunidad sin nombre de los subalternos, esos que acá se afirman como “nómades del mar” y festejan su rebelión.

Este desafío a la idea jerárquica, a la supuestamente ya escrita propiedad del mundo por parte de un poder abstracto, le da un sentido más hondo a la rebelión que pareciera darse contra el mandato divino del catolicismo (hágase en mí según tu palabra), que vemos en el poema La soberanía de mi cuerpo.

“Hágase en mí mi voluntad”
Este cuerpo quiere desertar de la máquina
Este cuerpo va a desertar de la máquina

Ojos ingenuos corazón de abuela
Ojos ingenuos corazón de abuela
Quiero que se haga en mí
Lo que yo quiera.

En esta suerte de “anti-anunciación” -diría incluso una “auto-anunciación”, que es una afirmación de la capacidad auto-productiva- ni siquiera parece aludirse a un dios, sino a una máquina de la que el cuerpo anuncia su deserción, su voluntario descuadre.

Este descuadre, este rechazo del cuerpo con respecto, no solo con respecto a un poder maquinal, sino a la definición por parte de ese poder ajeno (a la supuesta autoridad de su palabra), no puede sino suponer una operación en el plano de la forma poética. Estas composiciones se apartan a sabiendas de una buena escritura para asumir el descuadre en el plano formal. No se trata solo de apartarse de una estética puramente lírica o asumir el vocabulario popular lado a lado de imágenes con vuelo poético, sino de algo más hondo: la palabra acá da la impresión de ser enunciada naturalmente, sin la elaboración mayor que exigiría una lírica en forma, con lo que no extraña que aparezca la cueca y ciertos giros que apelan directamente a un público (hay algo de cabaret aquí). En una analogía que me parece más precisa, pienso en el punk, en cuanto expresión coherente de rebelión, en que tanto la voluntad de creación como las formas escogidas no desean “integrarse” en los sistemas estéticamente aceptados.

Esto le da a estas Memorias la apariencia del registro de una fiesta, una revuelta que es una fiesta. De ahí le viene ese paradójico carácter de un gozoso grito de guerra. ¿Testimonio o grito de guerra? ¿O un  homenaje, según dice Lourdes en el prólogo? Me parece que para responder esta pregunta, habría que saber de qué hecho estamos hablando: de la revuelta de Octubre o de la posibilidad de continuarla, se podría decir. Pero acaso la revuelta inconclusa no sea la de Octubre, sino aquella revuelta cotidiana y necesaria de crear un mundo nuevo a partir de crear una conciencia nueva. Estamos todes en eso y sabemos de qué se trata, y que no solo nunca deja de suceder, sino que sospechamos que al final nos va a pillar en medio de esa (esta) revuelta. O al menos eso esperamos.    


 

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