No ha sido capricho el retrazado incesante de nuestra historia literaria reciente: procesos absolutamente conscientes en que participaron instituciones gubernamentales y no gubernamentales (de carácter político y de estudios sociales, más que netamente literario), editoriales y, por último, ciertos autores que escogieron un rol particularmente insidioso (pero bien pagado), fueron los responsables de decretar la anulación simbólica de una serie de poéticas, sabiendo que pasado el efecto de la operación de shock, éstas quedarían en una zona de exclusión, junto con sus nociones generales y las experiencias que fueron su origen. Es así como la representación cultural del Chile de la Dictadura tiende a presentársenos bajo la perspectiva del testigo externo -sea desde el extranjero o desde sectores sociales para quienes la política sigue siendo sólo, y estrictamente, un problema ideológico-, quedando en un crítico segundo lugar la producción que se vinculó a la experiencia misma, vital, de la represión política y la violencia social desatada.
Este carácter consciente e interesado de una operación político-cultural organizada y financiada institucionalmente, con fines específicos de reformulación simbólica, es lo único que me podría explicar el silencio sobre autores como Bruno Serrano Ilabaca (Chillán, 1943), que fue durante largos años una referencia imprescindible al pensar en la creación poética del sur de Chile. Por cierto, Serrano reúne aún todas las condiciones para no ser invitado al banquete permanente de autocelebración de la cultura de la transición: no sólo por haber pertenecido a la seguridad del Presidente Allende, haber sufrido persecución real y haber sido parte de la ONG Ser Indígena, sino por dejar en su poética un testimonio de su experiencia de vida comprometida en lo social y lo político.
Este testimonio, por supuesto, no es, no puede ser, reflejo fiel, si es que queremos hablar de una poética en sentido propio. La verdad de la poética de Serrano no surge de una pretensión de objetividad, sino de una puesta en sujeto profunda del devenir histórico. Vemos esto funcionando en “El antiguo ha sucumbido”, poema que da nombre a su primer libro, editado en 1979, en que una degradada situación social, marcada por la cesantía y la incertidumbre, determina un cambio en la conciencia del hablante hacia una responsabilidad ética radical, marcada por el autorreconocimiento:
Estoy contento Mujer de ser poeta De amarte a ti entre todas las mujeres Y tener hijos que berrean su derecho a ser alimentados
Estoy satisfecho de ser Hombre Y de sufrir cambiando el mundo
Ahora estoy aquí Y sé que mi corazón se ha dado vueltas caminando por las púas de esta vida Entre un golpear de remos y de palas Entre un coger de peces y enterrar semillas En un avanzar y retroceder contradictorio En un ser hombre al fin En un ser hombre al fin EN UN SER HOMBRE AL FIN
Las decisiones estilísticas, incluso, están marcadas por esta conciencia, que sitúa al hablante en un más acá del proyecto vanguardista de cambiar el mundo desde la creación, de algún modo, indisoluble a una historia particular que no es en absoluto la del hablante:
Ahora son mis poemas largos y concretos No son Rimbaud No son Baudelaire Son poesía escrita en Chile con más de mapuche aprisionado que de Europa Con manos callosas de trabajo y no finas de descanso existencial
Es desde acá que la figura del poeta, sin dejar de considerarse como tal, se sabe parte de una comunidad: en la medida de reconocerse situado en un desplazamiento que ha dejado a lo propiamente humano reducido a la experiencia neta. Esto, en la radicalidad de su subjetividad, termina paradójicamente devolviéndole su vocación universal, por debajo de una adscripción a una supuesta “comunidad literariae desplazamiento de la situación de lo propiamente humano, la cultura y la comunidad posible, presente en varios autores que escribieron en la primera etapa de la Dictadura, con múltiples analogías a momentos históricos determinados -la literatura francesa durante la ocupación alemana, la española bajo el franquismo, etc.-, no ha sido quizás estudiado de una forma decidida en nuestro país; muy probablemente por haberse impuesto desde los 90 la visión de que era una poesía “mentirosa”, fruto de una impotencia vana ante la aniquilación completa y definitiva del pueblo como sujeto posible -la idea está enunciada de manera clara ya en 1979, en la Presentación de Raúl Zurita a La cultura autoritaria en Chile (Santiago: FLACSO, 1981) de José Joaquín Brunner. Sin embargo, ya es momento de asumir una lectura más profunda y situada desde la coyuntura actual, en que a nivel global podemos ver tensiones análogas bajo el signo de la penumbra posmoderna y lo que parece la crisis final de la posibilidad humanista.
En el caso de Serrano, el desplazamiento de lo humano bajo la Dictadura sabe tomar como paradigma al pueblo mapuche, que deja ver además un nuevo acento en la naturalidad de la experiencia contra una cultura de muerte. No se trata sólo de un sujeto histórico determinado, sino de una plena visión de mundo -en “Los mapuche antiguos no conocían el reloj” (de Olla común, 1984), la esclavitud del tiempo winka se hace equivalente a la noche, y a la enajenación de la tierra. Esta enajenación, en la plenitud del concepto, se marca poderosamente en los primeros libros de Serrano: no es sólo la enajenación del territorio ancestral mapuche, es el despojo del exiliado y la alienación del ser humano con respecto a su propia realidad social. De algún modo, el país entero se transfigura y se traslada hacia la utopía, es el Chile imaginario / en el territorio gris de la esperanza (en “País paralelo”, en Exilios, de 1983).
Entonces, el enfrentamiento en el que se compromete esta poética se trata, no del poder político ni de la mera supervivencia, sino de la lucha entre concepciones de mundo. Plena conciencia de esto se tiene ante “La otra guerra” (en Olla común, de 1984), esa enmascarada,
que nubla los ojos con slogan y oferta modelos de cartón con pies de barro.
Poema que se ofrece como síntesis de la determinación del compromiso de esta poética, en que lo visible -el consumismo, el materialismo, la entrega de los recursos del país- se hace una amalgama con procesos más profundos, que tocan la raíz de la identidad personal, cultural y nacional:
La destructora que permuta el corazón por otro importado desechable.
Es desde este lugar que hay que pensar lo erótico en la poética de Serrano, que se plantea como afirmación de una pulsión vital que señala una voluntad de resistencia. Si en los primeros libros la compañera toma la figura de un otro acompañante, que empuja a las definiciones de la acción -seña bastante común en la literatura comprometida-, desde Fin de muslo (1991) lo erótico va definiendo un espacio de libertad y autoconciencia que puede llegar a altos planos de lirismo, especialmente en El corazón tiene alas de ave de paso (2002), en que se despliega la experiencia de universalidad posible a través del cuerpo.
País sin territorio (Alquimia: Valdivia, 2013) resulta una referencia necesaria en el redescubrimiento -especialmente para la isla santiaguina- de Bruno Serrano Ilabaca, que ostenta una voluntad poética definida y justa, más allá de las mutaciones de coyuntura y forma que son, en él y otros autores testigos del impactomás violento de la Dictadura, especialmente marcadas. Resulta particularmente notable el prólogo de Michelle Riveros Celis, que recorre con atención y comprensión profunda los temas fundamentales de su poética, además de ser la responsable de una atinada selección de textos, que entregan una perspectiva integral en breves páginas.
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Una resistencia humanista: "País sin territorio", Bruno Serrano Ilabaca.
(Editorial Alquimia: Valdivia, 2013)
Por Carlos Henrickson