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Domingo, de Natalia Berbelagua: fragmentos de una educación estética
Por Carlos Henrickson
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Nos hemos acostumbrado ya hace tiempo a una narrativa marcada por un aplanamiento de la experiencia. La visión de esta última como un presente conformado unidimensionalmente por hechos sueltos y aislados (mejor se diría bidimensionalmente, para caber en una pantalla) marca una etapa de involución, en que una visión periodística de superficie -la narrativa propia del vacío significativo de la cultura de masas- se convierte en la base única y suficiente para la construcción de un relato.
Natalia Berbelagua (Santiago, 1985) sabe definir en Domingo (Santiago: Tadeys, 2015) un camino distinto, considerando que Valporno (Valparaíso: Emergencia Narrativa, 2011, 2014) y La bella muerte (Valparaíso: Emergencia Narrativa, 2013) aún respondían a aquel Zeigeist que marca a buena parte de la narrativa joven latinoamericana, uniendo una trama provocadora a una correcta prosa de carácter directo, con un buen despliegue de introspección psicológica. Este libro aparecido en 2015 es un desafío a los hábitos escriturales ahí desarrollados.
En primer lugar, Domingo plantea un narrador introspectivo, en que desde el espacio de la observación se vuelca hacia un descarnado ejercicio de exposición de la experiencia íntima, en que la vida familiar y la solitaria angustia de la construcción de la identidad personal ocupan un lugar de privilegio. Estos índices no son azarosos ni fetichizan la experiencia infantil o adolescente: lo que vemos es el camino consciente de conformación de una sensibilidad artística, forzada a asumir la percepción del mundo como materia plástica, en otras palabras, a asumir la expresión de la dialéctica entre imaginación y realidad como una vocación. La conformación de la que hablo no se expresa como una voluntad de definición, sino casi una inversa, de indefinición, de la disolución que espera una coagulación formal en la creación: y en esto hay varios de los fragmentos (el volumen recoge los “domingos” de un diario de vida) que constituyen verdaderas alegorías, así el 1121, en que el narrador sale en busca de un lápiz, precisamente para escribir la entrada que leemos. El párrafo inicial describe una serie de imágenes que parecen reunirse como un montaje -la avenida, la librería cerrada, la iglesia, un teatro-, para desembocar en dos párrafos brevísimos:
Mi última parada fue el Montserrat, donde me demoré un minuto en pagar por el lapiz.
Tomé una micro de vuelta.
Así se nos presenta algo que está más acá de un proceso de creación: más bien un volcamiento de ese entorno radicalmente ajeno -la ciudad de domingo, en que el habitante está “libre” de obligación social- dentro del mundo interior. La aparente arbitrariedad del fragmento -la ausencia de peripecia, digamos- es precisamente el lugar de una experiencia resistente, la cual no es asimilable por una narrativa superior, por un argumento. La experiencia es entonces resistencia desde el momento de contener un instante intransferible y no diluible, no puede contenerse en el marco institucional de un género literario, a no ser que lo pensemos como una poética.
Domingo en este sentido obliga al lector a un umbral distinto de lectura, escapándose de una lógica propiamente narrativa. Gracias a esto se puede configurar una percepción del tiempo que no abandona la experiencia de un más allá de lo narrado:la problematización del recuerdo (notoria en el encuentro del narrador con personajes ancianos) o de la desaparición física que implica la muerte, están presentes de formas que saben escaparse de una narración formal directa, produciendo una capacidad de sugerencia que es un índice hacia nuevos desafíos narrativos.
Todo esto es llevado a cabo con una conciencia textual acabada y precisa: la escritura de Berbelagua sabe cómo presentar la fragmentación de la experiencia en el mismo trance de su coagulación expresiva a través de una prosa que parece no indicar trabajo, en una labor de síntesis y concisión rara vez vista, al menos en la narrativa producida desde Valparaíso.