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Novelas, de Iván Teillier, un profundo acto de justicia
Santiago: Lecturas Ediciones, 2014

Por Carlos Henrickson


 



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Gran parte de la literatura chilena se revela como una red de secretos a voces, que da cada cierto tiempo la oportunidad de redescubrimientos -que bien se pueden considerar lecturas únicas, habiendo enriquecido la perspectiva una suma sabia de años. Así, sobre la presencia literaria de Iván Teillier (Angol, 1940) no hubo en realidad un manto de silencio, aunque -sea por la poderosa personalidad de su hermano mayor Jorge, sea por la realidad política que puso a toda su generación entre la zozobra y la diáspora- siempre pareció quedar en ese pie de página que cierra el artículo fundacional de su hermano en los Anales de la Universidad de Chile de 1965 Los Poetas de los Lares, en que el mismo autor no se incluía. Hoy, quizá, recién podemos sentarnos a leer su obra más acá de la rareza bibliográfica, a través de la reunión de su obra novelística (Novelas, Santiago: Lecturas Ediciones, 2014), quedando a la espera su obra de narrativa breve (con dos libros, Herederos de la lluvia, de 1983, y Después de los relámpagos, de 1987), y poética (Una rama verde, de 1965, y El orden de los factores, de 1982).

Las cuatro novelas de Iván Teillier no serían en absoluto ejemplos de arte novelística si pensáramos en el modelo lineal chileno, que justifica a sus sujetos en estilos dominantes de acuerdo a la generación a la que pertenecen: su escritura entra en una zona difusa para la tecnociencia literaria que fue la riesgosa búsqueda formal tardía de los 60, la Novísima que describe casi irónicamente, y en que se incluye, Mauricio Wacquez en su artículo La última generación de la narrativa chilena. Marcados por las nuevas influencias literarias, les esperaba el limbo de la catástrofe política, que más que silenciarlos, resultó en una radical diáspora, no sólo geográfica sino escritural, y bien se sabe que la línea trunca es la línea del fracaso, cuando no interviene una instancia externa -editoriales españolas, camarillas universitarias, etc.- que puede legitimar el carácter genial de una forma única. El caso de Iván Teillier es, en fin, trágico en este sentido.

Trágico, ya que el notorio interlocutor de su mundo novelístico que no está en el campo narrativo, sino en el poético: se trata del hermano mayor, que ya en uno de sus poemas de El árbol de la memoria, de 1961, dedicado a mi hermano Iván, parece poner en escena el ámbito vital y geográfico que casi diez años después animará El piano silvestre: el tránsito, absolutamente naturalizado, entre el lugar de encuentro alcohólico y el espacio intocado por la urbanización, como dos escenarios de sociabilidad radical, se repetirá prácticamente como un eco en todas las novelas de Iván Teillier. El mundo que se ha tornado irreal a fuerza de lejanía que mostraba Enrique Lihn al referirse al libro de Jorge Teillier antes nombrado, parece retratar en un espejo inversor los espacios ficticios (Quelén, Puerto Madera) en que los personajes centrales de Iván Teillier, únicos con la posibilidad de recordar o imaginar el mundo externo a ese espacio de frontera, se debaten en la continua esperanza de irse de una vez.

El efecto de irrealidad teillierano, en este sentido, que no resulta especialmente violento en la poesía de Jorge (dada la raigambre romántica, de segunda naturaleza, de su cosmos literario), sí genera un efecto de extrañeza en la narrativa de Iván, que tiende a presentar existencias desasidas con respecto a la linealidad histórica y social que se supondría como su contexto. Este mundo de frontera parece haberse detenido, como si fuera una pura experiencia de memoria, y de poco vale que efectivamente sucedan hechos reales y contextos históricos precisos; la vida de los personajes centrales se define por el radical pasmo ante una realidad carente de sustancia palpable, y cuyo absoluto anclaje a un presente eterno la hace hermana del ensueño. En el espacio que abren las novelas de Iván Teillier, los adolescentes con ansia de cambio en sus vidas o el mundo, y los espíritus inquietos -aquellos que acceden a la literatura o el cine como evasiones necesarias ante un universo detenido y cerrado en sí mismo-, se enfrentan a una serie de otros personajes cuya adaptación a esa irrealidad es tal que los irrealiza a ellos mismos. Paradigma de esto es el anciano Hermes Dominion, figura del poder en las primeras tres novelas, quien parece resumir en sí mismo buena parte de las pulsiones más oscuras de este mundo ensoñado: la enfermedad eterna que le hace decaer sin cesar, la conservación persistente de un orden de cosas que jamás llega a subvertirse, la absoluta distancia con respecto a los seres cuya vida se rige por un esquema común de temporalidad -y su presencia y final parecen índices de un desplazamiento de todo este imaginario de frontera, característico de lo lárico, hacia la erosión y el olvido. La huida de estas comarcas, tal como lo era la evasión en la imaginación artística, es signo de redención.

Los efectos de esta irrealización en el dominio estilístico son profundos: el argumento se hace secundario ante el hacer y el sentir de los personajes centrales, o dicho de otro modo, las experiencias subjetivas de éstos no alcanzan a urdirse en el plano argumental característico de la línea central de la narrativa clásica. Este “defecto” -presente en buena parte de la novelística de Hemingway, Proust y Virginia Woolf, plenos habitantes de lo que Benjamin llama la desaparición del valor de la experiencia en su clásico ensayo sobre Leskov- saca a Iván Teillier de la tradición narrativa chilena, asignándole esa carga de línea fracasada que nos fuerza a releerlo sin relación de contexto generacional o histórico-cultural, sino en cuanto literatura. Acción que, sin fuerza, debiéramos hacer de vuelta a través de toda la línea de creación narrativa en el país, en pos de nuevas cartografías y nuevos panoramas en que no sólo estén presentes narrativas como la de Iván Teillier y se revaloricen escrituras específicas anteriores que quedaron en segundo plano -pienso en Alberto Romero y Marta Brunet, por ejemplo-, sino además se den juicios más certeros, fundados y analíticos sobre las “generaciones centrales” (la de 1938, la del 50, etc.), reasumiendo el papel de la experiencia creadora por sobre el impulso de adscripción a un contexto -impulso este que gusta de reproducir juegos de poder y relaciones públicas, en un medio tan pequeño y magro como el chileno.

No es exageración decir que la iniciativa de Lecturas Ediciones es un profundo acto de justicia. Iván Teillier fue uno de los escritores que vivió, incluso más que su hermano Jorge, la violencia extrema y soterrada de un campo literario mezquino y sobreintervenido por fuerzas externas a la creación artística: le correspondió al fin de sus días compartir el margen silencioso -sin esteticismos ni sofisticación intelectual- con una generación entera de autores bajo la bota del poder que existía y el látigo sutil y domador del poder que se nos vino.



 



 

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