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El quiebre de una censura: Actas Urbe, de Elvira Hernández
(Editorial Alquimia, 2013)

Por Carlos Henrickson



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Resulta extraño hablar de rescate en el caso de una realidad escritural tan patente como la obra poética de Elvira Hernández (Lebu, 1951); sin embargo, es precisamente eso lo que emprende Actas Urbe (Santiago: Alquimia, 2013), cuyo subtítulo –Textos idos- resulta al fin algo falaz. En primer lugar, dada la levedad del campo literario chileno de los últimos veinte años, que impide a un grado cada vez mayor una lectura mesurada de la producción poética que pueda imprimir un peso proporcionado al real aporte de cada nuevo libro que aparece, en todos los niveles de la actividad editorial. En segundo lugar, por la ganancia de pescadores que este río revuelto produce de forma natural, bien aprovechada por quienes canalizan inquietudes institucionales –en relación directa y desembozada con las luchas políticas partidistas. Vale decir, toda nuestra producción de los últimos años son, efectivamente, textos idos, y cada vez más rápido. Sin embargo, al leer con calma el movimiento incesante de reacción ante el posicionamiento fácil y desasido de nuestra vida literaria, Elvira Hernández ha ocupado un espacio paradojalmente privilegiado, al instalar su obra en una resistencia implícita contra la aceptación de los procedimientos estratégicos de nuestro actual campo de juego cultural.

La crisis en tal campo durante los últimos años sólo puede ser puesta en perspectiva sobre un plano ético. El pasmo de la cultura chilena ante la experiencia de la victimización -efecto traumático que castiga todos los ámbitos sociales, si bien de formas distintas- fue el incentivo para una trascendentalización ahistórica de tal experiencia y el maridaje confuso, patológico, de ciertos creadores con las fuerzas políticas a cargo del Estado y las instituciones normativas, que parecía imponer el desplazamiento de la reserva ética en pos de un supuesto frente de guerra cultural que pudo incluso salir de la sombra, para convertirse en código de conducta, administrable burocráticamente por una nueva forma de poeta oficial. Esta nueva forma se asumió fundiendo el sesgo místico e irracionalista que, de un modo u otro, está siempre presente en la historia del arte poético, con un papel de operación micropolítica de validación de las minorías, produciendo así un privilegio del gesto superficial, la validación de la no-elaboración emocional o intelectual, el desplazamiento absoluto del deber reflexivo desde el creador a las instituciones académicas, y la espectacularización de tal como víctima sacrificial y voz inspirada. Dado lo anterior, podía formarse un poderoso frente institucional (que supo casarse con esas sombras, que no alcanzaban para ideas, que lograron consolidar el poder político de la Concertación), cuya capacidad de administración sobre el intercambio cultural era absolutamente inédita en Chile –y bien probablemente a nivel internacional, considerando el perverso status simbólico que ya venía adquiriendo el oficio poético a través del siglo XX en nuestro país.

Leo a Elvira en el Apéndice crítico de Actas Urbe, y me doy cuenta de cómo lo que ya he dicho está alimentado, en parte, por haber sido contemporáneo de su trayectoria, su obra y el lugar que ha ocupado a través del río revuelto de la transición. Dice:

Pareciera que el desarrollo poético en Chile es unidireccional, sin interrupciones, y creo que no se ha examinado desde el punto de vista del lenguaje lo que la dictadura le puede hacer a un país. Eso no se ha hecho, hay mucha tarea. (p. 211)

Me doy cuenta que el índice resuelto con que apunta es harto más que al reconocimiento adialéctico de una marca dolorosa que se fija como una fotografía en una reja, sino a un sentido de historia literaria que aún no hemos desarrollado –si bien nuestro país estuvo a punto de plantearse la necesidad de aquél en el proceso social vivido bajo el gobierno de la Unidad Popular. La representación espectacular de la cultura literaria chilena como una narrativa moral, ligada a una representación, a su vez, espectacular, de la clase trabajadora –una construcción en la que no faltan héroes, villanos, peripecias y nudos-, se ha consolidado tras la Dictadura, logrando una capacidad excelsa de asimilar fenómenos radicalmente distintos dentro de un programa cultural unidimensional y decididamente dirigido a fines de autovalidación como discurso(s) único(s): la presencia fetiche de la literatura como parodia del rol legislador primario de la creación; un bufón que se autoconvence de que no lo es vistiéndose –sólo vistiéndose- de sacerdote, monje inspirado o chamán semisalvaje.

La presencia viva y permanente de la obra de Elvira Hernández, en este sentido, supo durante años ser escamoteada por los administradores literarios en forma eficiente. Viene fácilmente a la mente una oposición que la misma Elvira describe más o menos expresamente en el Apéndice crítico: frente a autores que saben bien lo que hacen en su escritura, operadores en sentido propio, su situación reviste toda la inseguridad de un sujeto en zozobra. En este sentido, Elvira identifica y reproduce en modo palpable su escritura como una resistencia no programática ni fiada en agenciamientos políticos, sino un texto que se presenta como duplicado de la presencia del creador mismo en condiciones de peligro. No puede ser de otra forma, desde el momento la autora misma asume que el censurado no es el autor ni el texto, sino la palabra misma con que se trabaja. Cuando Elvira plantea la necesidad de desmontar esa censura, entrar a traducir (p. 208), cabe asumir que la traducción que implica esa palabra poética es en sí un acto libertario sin necesidad de un registro ideológico expreso, que sólo sumaría una dimensión de enajenación a un advenimiento de sentido que se desea rescate, redención de lo que quedó en silencio.

La pregunta que puede darnos la llave de lectura para entender una obra tan aparentemente diversa en estilos e intenciones que recién hoy podemos ver en Actas Urbe surge precisamente de lo que hablaba antes: ¿de qué es traducción aquí la palabra poética? ¿Qué se ubica detrás del lenguaje de lo cual esta escritura es huella? ¿Que hay detrás del silencio? La respuesta que me sugiere la lectura paciente de Actas Urbe es: la experiencia cotidiana bajo el peso de un trauma histórico, experiencia que debe hacerse visible, debe acceder a la puerta de la palabra. En este sentido, se está lejos de la falta de elaboración de la experiencia del dolor, la cual puede ser puro gesto vacío y acabado en sí mismo o bien, como lo practicó el C.A.D.A., puede ser hecha trascender en sentido estético para la fijación de “enigmas” que reproduzcan el pasmo hasta el infinito.

Para entender el sentido perverso de un tiempo bajo el peso traumático, El orden de los días, publicado el año 1991 en Colombia, resulta imprescindible. Lo cotidiano termina revelándose en sí como una fuente de inquietud, inverso el signo de seguridad que en condiciones indemnes sería la rutina (todo permanece igual // es aterrador, p. 101), y con el desplazamiento de cualquier posibilidad de cambio (de real paso del tiempo) hacia el vacío (Así, el penúltimo texto de El orden de los días, Mañana: ni pedazo de presente ni pedazo de futuro / una palabra hueca hecha de pedazos de sonidos, p. 144). Inevitablemente este vacío remitirá a la superficie del texto, cuya materialidad es permanentemente puesta en evidencia mediante el juego gráfico, en un poderoso mecanismo de distanciamiento. La dimensión del cambio sólo está en el escenario de la ilusión, del artificio: la vida efectiva se ha estancado en sí misma. El sentido inverso de la tradicional relación arte-vida en el planteo escritural resulta fundamental para entender la visión de una época de shock, como se desprende de esta respuesta a una entrevista del 2009:

Nosotros morimos por las simulaciones. Nos convencen de que la manera de salir adelante es olvidarnos de nuestro pasado, y con eso se nos está pidiendo que vivamos nuestro tiempo de manera mutilada, porque ya es un tiempo sin perspectiva. Hoy día se habla mucho de memoria, pero al mismo tiempo se está diciendo que olvidemos el pasado cuando el pasado es el tiempo de la memoria. (p. 210)

El registro profundo -traducción- de la experiencia es, en este sentido, no sólo del dolor, sino de la manipulación inevitable del pasmo social por parte de un poder: el procedimiento del artista mima el procedimiento de los administradores de una sociedad que ha asumido la lógica del espectáculo como su razón de persistir en la propia inercia.
 
Las "sociedades frías" son las que han ralentizado en extremo su parte de historia; las que han mantenido en un equilibrio constante su oposición al entorno natural y humano y sus oposiciones internas. Si la extrema diversidad de las instituciones establecidas para este fin testimonia la plasticidad de la autocreación de la naturaleza humana, este testimonio no aparece de manera evidente más que para el observador exterior, para el etnólogo que vuelve desde el tiempo histórico. En cada una de estas sociedades una estructuración definitiva ha excluido el cambio. (tesis 130 de La Société du spectacle, de Guy Debord)

Este tiempo administrado, en que la visión del horror puede bien ser una alucinación sobre la verosimilitud vacía del falso equilibrio social, es precisamente el que, en general, es puesto entre paréntesis en la escritura de Elvira Hernández, señalando con ello una fidelidad a la esencia histórica de lo real a la que sólo la poesía puede aspirar: y esto bien probablemente sólo podemos tenerlo en perspectiva tras la lectura de Actas Urbe.

El libro de Elvira Hernández -que reúne textos inencontrables, si no idos, como ¡Arre! Halley ¡Arre!, Meditaciones físicas por un hombre que se fue, Carta de viaje, El orden de los días, Trístisco, así como una serie de inéditos y publicados en revistas- representa una avanzada decidida de Ediciones Alquimia en pos de la relectura de autores que han permanecido en el flujo subterráneo que el sistema cultural chileno encauza para evitar ponerse en evidencia como unidireccional y políticamente intencionado. Actas Urbe, junto con El margen de la propia vida, de Carlos Cociña, Más íntimas mistura y otro poema, de Andrés Ajens, y País sin territorio, de Bruno Serrano Ilabaca, representan un acontecimiento mayor en el devenir editorial del año 2014.    



 



 

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