Una luz sin borde, de Milagros Abalo: un diario de duelo.
Por Carlos Henrickson
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La elegía en su sentido más estricto y actual —la lamentación por la muerte de un ser querido— es ya una forma antigua, en que bien se podría plantear un registro casi agotado históricamente. Resultaría así paradójicamente sencillo dar el paso a un quiebre total en la forma o en el imaginario, ya que permanecer fiel al carácter y al registro elegíaco como tal implicaría salir a encontrar una expectativa “malcriada” por incontables páginas y patrones imitados sin cesar. Una luz sin borde (Viña del Mar, Mundana, 2021), de Milagros Abalo (Santiago, 1982), toma precisamente el desafío de habitar la naturalidad de la voluntad elegíaca, en una ruta directa hacia la expectativa del lector.
Una de las características que hacen resaltar la escritura de Una luz sin borde, es ser el registro de un proceso. En contraste al lirismo “puro” que implica la mirada del hablante a partir de un punto fijo (una “escena” de soledad que llama a una sola efusión emocional), el hablante acá no desea ocultar que el texto se trata de un diario de duelo. Por ello no es casual la falta de efectos de sorpresa o proezas formales, casi desde el pudor ante cualquier intento de dejar a lo literario en un estrato superior al registro de una vivencia íntima. De hecho, la conciencia de la impotencia del lenguaje ante ese registro es patente y expresa:
Apenas se juntan las palabras, apenas salen. Quedamos desarmados. No hay literatura posible en el duelo, no interesa. Se lee y todo resbala. Las palabras en las páginas caen, se desarman. Suenan huecas como tumbas después de un tiempo. (p. 17)
Esto no significa que el texto renuncie a su condición poética, sino al contrario: hace que la búsqueda de la expresión adecuada se alce a un tanteo que logra la plenitud de su efecto en la naturalidad del lenguaje más llano. La correspondencia física del dolor emocional, por ejemplo,
De nada sirve ponerse abrigo, estar cerca del fuego. El fuego no alumbra ni da calor cuando el frío viene de adentro. Un frío en la matriz de los huesos, ancestral. La pena da frío, necesitamos cubrirnos. Esa noche el cuerpo en idas y venidas (p. 8),
no se atreve a presentarse en comparaciones que complementen o agreguen intensidad. Lo mismo con respecto al devenir de la imagen del ausente, personalizada al interior del relato íntimo:
El muerto repentino se confunde. Delirio de gritos y llantos. A la semana recién comienza a encontrar su lugar, ya fuera de todo lenguaje. (p. 16)
Todo esto contribuye al especial tono de la prosa: da la impresión de un monólogo recitado a tiempo preciso y modulación natural, alejada de cualquier intención formal de lamento. Sería más preciso decir que se trata de una especulación, un reordenamiento consciente de las imágenes mentales, un proceso de duelo consciente que no puede dejar de apelar a la razón, aun cuando se haga natural la permanente invocación de conceptos en torno al vacío, la ausencia y la muerte:
Tanto nombro la muerte que pierde su sentido, su razón de ser, quizás por eso la nombro, para espantarla, para que ya no sea ni suene ni pese lo que pesa, para allanarla. Que suene como cualquier otra palabra: cielo, jardín. Que suene como un chincol. ¿Será que todo muere cuando digo muere? (p. 33)
Si bien la prosa hace la columna vertebral de Una luz sin borde, los poemas presentes en el libro agregan una dimensión menos especulativa y más directamente vivencial y contemplativa, mas no necesariamente por su contenido, sino por el trabajo formal que modula de otra manera —más estricta y concentrada— las imágenes. Desde los poemas más breves —por ejemplo, Un barco sale del puerto / sin saber adónde / ni si volverá (p. 32)— hasta el fragmento Al teléfono mandas fotos, imaginé cómo las mandarías desde allá (pp. 53-54) muestra el extremo cuidado e intensidad con que Abalo es capaz de elaborar la imagen poética, sin que entreguen “efectos” grandilocuentes, sino que acaben siendo piezas inseparables del todo del libro.
Una luz sin borde no es, como tal, un conjunto puramente literario. Llamarle un conjunto poético, acaso, sea más preciso, ya que las 14 fotografías en blanco y negro en su interior (también obra de Abalo) constituyen una parte integral del todo. El libro no es tan solo un libro para leerse, sino que una experiencia visual que desea asimilar lo reflexivo en lo contemplativo, en lo que es de alguna forma un reflejo de la finalidad misma del proceso del duelo. La contemplación del vacío como último resumen, inquietante más asumido, debe ser, naturalmente un (posible) cierre del proceso: Tus ojos son las negras cuencas / por las que se mira al universo. / Un miedo invade pensar que ahora / eres esa oscuridad (p. 61).
La coherencia visual y poética de Una luz sin borde nos habla de una labor cumplida no solo desde la autoría, sino desde la producción editorial: el sobrio y expresivo diseño de Constanza Jarpa-Luco debe ser mencionado como un acierto. Editorial Mundana insiste en crear libros en que la experiencia de lectura va mucho más allá del simple disfrute literario.
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Por Carlos Henrickson