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        Eje San Diego, de Ricardo  Chamorro: Crónicas sin permiso
            Eje  San Diego. Arqueología de una calle mágica (Santiago: La Polla Literaria, 2013)
        Por Carlos Henrickson
        
        
          
        
        
        
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        Caracterizar  un libro como Eje San Diego. Arqueología de una calle mágica (Santiago:  La Polla Literaria, 2013), de Ricardo Chamorro, encara un desafío casi  imposible si es que no volvemos a la tradición más primordial de la crónica:  una expresión que siempre guardó con las bellas letras una cercanía  irónica y algo desdeñosamente insolente. Porque la crónica no tuvo sino hasta  muy recientemente su lugar en las bibliotecas: su cuna de nacimiento era el  quiosco de periódicos, y su objetivo de entretener fue siempre lucido  con ostentación en una época en que la cultura ansiaba democratizarse. En  nuestros días, en que el periodismo se ha convertido en oficio funcionario y  hay artistas que desean convertirse en íconos o figuras pop a cualquier precio  -a costa de embutir verdaderos enigmas al lector común en medios masivos, para  ostentar su propia altura-, se tiende a olvidar el espíritu original,  democratizante, de la crónica. 
         Desde  este ángulo, un libro como el de Chamorro es digno de agradecimiento. Su  perspectiva es puesta claramente desde el primer Resumen atolondrado de cómo  es vivir en San Diego: en primera persona y sin artificios -Vivo en los  alrededores de calle San Diego...- con una actitud marginal que es  desplegada con gracia y un tono de honestidad que no llega a la exageración.  Esto, desde el momento en que define desde ya, indirectamente, el ámbito  cultural al que no se considera perteneciente: el barrio es especialmente  adecuado para poetas y narradores de mala muerte. Esto conforma bien la  voluntad desde la que están escritas las crónicas: no serán excusa para  ostentación artística o visiones totalizantes.
         Esta  postura acostumbra ser en nuestra cultura espectacular un disimulo para la  frustración; pero en Chamorro se hace un medio de aligerar su prosa. A medida  que transcurre la lectura, el cronista se nos revela en carne y hueso, como  testigo y participante de anécdotas hasta domésticas, hechos delictuales,  aventuras amorosas y movilizaciones políticas: los “personajes” que presenta,  casi sin excepción, tienen alguna interacción personal con él; y suyas son  además casi todas las fotografías que acompañan el trayecto del libro,  efectivas ilustraciones, aludidas en las crónicas. 
         En  contraposición con la posible erudición de un estudio, la investigación  realizada por el autor con respecto a la historia del barrio, francamente  asombrosa, convierte a Eje San Diego en un ejemplo de rescate  patrimonial no institucional, hecho “a pie” y como sin permiso -esto es  francamente literal, cuando refiere, con respecto al edificio Reval, que no  pudo acceder a cierta información por no estar suscrito a El Mercurio. Esto le permite ir muchísimo más allá de amables estudios históricos como los  realizados por Sady Zañartu en su clásico Santiago, calles viejas:  partiendo desde antes de la fundación de Santiago, podemos ver el despliegue de  la modernidad, el impacto -incluso urbanístico- del Golpe del 73, y la  invasión inmobiliaria moderna. En este plano, el rescate histórico es efectivo,  intentando y logrando llenar vacíos que la cultura institucionalizada ha dejado  casi a propósito.
         Este  rescate hecho “a pie” lleva a otra característica del libro: el rescate  patrimonial tiene en primerísimo lugar al barrio como ámbito humano. Esta  voluntad, entonces, no puede sino establecer ante la desaparición de  arquitecturas, locales y formas de vida, una toma de posición, que anima y  justifica, de una u otra forma, desde el tono hasta los temas: Sopaipillas o Ratones, de nula importancia en un texto más “formal”, pueden ser  entendidos como formas de resistencia frente a un vendaval que ya no es el  abstracto “tiempo” de la modernidad, sino la bien concreta especulación  inmobiliaria de una ciudad que va quedando sin alma bajo el neoliberalismo  campante. 
         Sin  embargo, sería equivocarse suponer en esta posición el fin último del libro.  Chamorro deja espacio para la anécdota personal mínima, y cabe señalar que la  calidad y honestidad de la prosa hace que se lea no tan sólo con atención, sino  con verdadero placer. Mucho de esto tiene que ver con el formato que determina  la estructura de entrada de blog, en que Chamorro parece haber encontrado  exigencias análogas a las que en otra época tenía el cronista de diario: como  la síntesis, la capacidad de despertar el interés en pocas líneas y la empatía  con un rango amplio de posibles lectores. 
         Uno  desearía que la iniciativa que llevó a  Eje San Diego desde un blog hasta  el papel se multiplicara en un país al que le hace falta urgentemente el rescate  patrimonial no institucional como forma de resistencia política -entendida “microfísicamente”,  si cabe citar así a Foucault. Que sea la encargada de esto La Polla Literaria  no deja de ser importante, ya que uno de los objetivos del “campo de resistencia”  en que se van convirtiendo las Editoriales Independientes debería ser,  precisamente, el llevar a esta arena disciplinas y preocupaciones de las que la  institucionalidad cultural parece haber disfrutado -y malgastado- el monopolio  demasiado tiempo.
         Cabe  además hacer notar la buena factura del libro, el buen diseño y una alta  definición gráfica que hace lucir las fotografías: y sería una gran noticia que  fuese sólo el primero de una colección dedicada a preocupaciones análogas.