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        La Bildung de la infamia: Pinochet Boy, de Rodrigo Ramos  Bañados
          
          Por Carlos Henrickson 
        
        
        
          
        
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        Se  acostumbra ver el nacer como un surgir, alzarse a la luz, como las plantas que  buscan el sol, y hasta nos suena natural el inicio del viaje de la vida de una  persona como ese acto de buscar el sol. Si uno se pone estudioso, se va a  encontrar siempre con esa imagen al inicio de la clásica Bildungsroman, la novela de  formación. De la nada al ser, para ir superando los desafíos de un mundo que no  es en sí mismo fundado en la justicia o la verdad, y que no nos ayudará en esa  lucha que sí se puede vencer siendo fiel a sí mismo, hallando y creando el  propio lugar en una vía que en principio se nos cierra, comprendiendo el  necesario pacto con una sociedad que se nos presenta como una contrariedad  suprema.
         Me  acuerdo de haber leído sobre la famosa Bildungsroman a inicios de los 90. Me inquietaba algo de fondo, que ahora, al leer Pinochet Boy, se me ha dado definir  con bastante mayor precisión. Hay otra noción sobre el nacer, que corresponde  más a cómo funciona el cosmos gnóstico: el alma no surge  hacia arriba buscando  la luz, sino que aparece en el mundo como enviada hacia abajo, a un calabozo,  marcado por la oscuridad, la injusticia, el dolor, la falsedad, la ilusión, la  multiplicidad del ser, la falta de sentido, la intuición de estar siempre fuera  de lugar. Desde esta visión del mundo, el hombre debía evadirse de este y  fijarse en su interior, por el bien de su alma; no hacer tratos con el Mal.  Concentrarse en el cuerpo y creer en la verdad de aquello externo significaría  entregarse a la anulación total y permanecer eternamente en el calabozo,  creyendo que no había jamás forma de salir.
hacia arriba buscando  la luz, sino que aparece en el mundo como enviada hacia abajo, a un calabozo,  marcado por la oscuridad, la injusticia, el dolor, la falsedad, la ilusión, la  multiplicidad del ser, la falta de sentido, la intuición de estar siempre fuera  de lugar. Desde esta visión del mundo, el hombre debía evadirse de este y  fijarse en su interior, por el bien de su alma; no hacer tratos con el Mal.  Concentrarse en el cuerpo y creer en la verdad de aquello externo significaría  entregarse a la anulación total y permanecer eternamente en el calabozo,  creyendo que no había jamás forma de salir.
         Estos  constructos -el de un mundo que invita a una lucha posible contra él que  culmine en un trato, y lo que podríamos llamar “la evasión necesaria” ante un  enemigo imposible y pernicioso- son para nuestra generación un ruido de fondo  que ni siquiera susurraba, sino que atronaba como los buses de la calle en la  hora peak. Nos tocaba crecer en un mundo lleno de viejas supervivencias,  conceptos e instituciones en los que ya nadie creía, en medio de una revolución  bastante más profunda que aquella con R mayúscula de la que escuchábamos  susurrar como otro concepto sobreviviente y ya absolutamente despojado de todo  sentido. En ese mundo inverso, la ilusión se hacía natural: los medios de  comunicación no informaban ni mostraban la verdad, y eso no era extraño, ya que  desde chicos teníamos claro que su función era, más que cualquier otra cosa,  llenar las horas de aburrimiento para no pensar en cosas que, de verdad, se  hacían imposibles de racionalizar. Porque, dicho de manera más correcta: las  cosas no podían ser así, la gente no puede aguantar esta distancia insufrible  entre la opinión general falsa del espectáculo y la realidad, una brecha que,  se supone, no se puede ensanchar indefinidamente. Pero ¿es que el tiempo no nos  demostraba –hasta hace poco- que el mundo real puede coexistir con máscaras  mentirosas sin provocar un problema mayor a un sistema social que parecía inconmovible  y soportable hasta el extremo de anular cualquier resistencia?
         Ya  leía hace tiempo de esto: me recuerdo Conversación en la catedral, de  Vargas Llosa, en que el leitmotiv que va guiando el intento de visión lúcida  sobre la propia historia del joven periodista Santiago Zavala es: ¿En qué  momento se jodió el Perú? Allí, el protagonista, perteneciente a la  clase alta y criado bajo el ochenio de Manuel Odría, tiene la suficiente  distancia como para hacer esta pregunta de manera directa, viendo y analizando  de frente los acontecimientos, en la conciencia gradual de que en el proceso de  la absolutización de la corrupción brutal que se vive estaba no solo su misma  casta involucrada, sino que su misma familia.
                      Pinochet  Boy, en este sentido, sabe plantearse de manera opuesta y más  radical. La fragmentación, la corrupción social está absolutamente  internalizada en el protagonista, quien se ve moldeado absolutamente por un  proceso histórico y cultural del cual parece ser siempre absolutamente  consciente. Es también un periodista, que comprende y debe aplicar los  procedimientos que eternizan la ilusión y la máscara de la sociedad, habitando  plenamente esa brecha vacía entre la realidad y una mentira organizada, que se  muestra campante en esa provincia lejana y lindante con el desierto y los  yacimientos de explotación minera. Ramos Bañados logra, en el retrato general  del ámbito social, económico y cultural que despliega, característico de las  ciudades del Norte Grande (término que él mismo se encarga de instalar entre  comillas), una representación a escala de la violencia cultural del sistema  entero, internalizada y funcional hasta en los personajes más marginalizados de  la novela.
         Esta  violencia cultural está directamente señalada en el título: Pinochet  Boy; la alusión es obvia a la icónica banda punk de los 80; pero no  sé si es tan obvio para una generación más joven lo que resuena detrás. Al  escuchar estas dos palabras asociadas en aquellos años, uno iba entendiendo –a  regañadientes, con rabia- el hecho inevitable de la paternidad del dictador  sobre el nuevo país. Este genéticamente reproduciría rasgos bien propios del  general: la mentira compulsiva, la capacidad de enmascararse con propósitos  absolutamente amorales, la codicia apenas cubierta por los discursos sobre el  crecimiento económico y el supuesto desarrollo nacional, la naturalización de  la violencia, el autoritarismo y las relaciones jerárquicas vacías, el discurso  heroico y sublime desde una voz que evocaba sin dudas la mediocridad mezquina y  banal de un administrador de fundo. Toda nuestra generación –la que se crio  bajo la sombra de la dictadura-, en mayor o menor medida, naturalizaría estos  rasgos, y tendríamos un trabajo permanente de conciencia para saber que esto no  tenía por qué ser así, que los procesos sociales e históricos no se pueden  detener indefinidamente en un punto.
         Ahora  bien, en el protagonista de Pinochet Boy este proceso de  conciencia también se da, y los pliegues del personaje muestran de manera harto  precisa estos conflictos internos. Eso sí: el camino que lleva hasta Leonidas  está marcado por la naturalización completa del mundo en que vive. Su  estructura mental está llena de heridas apenas parchadas de esta lucha, que le  arrojan a una compulsión narcisista, en que la satisfacción personal parece  inicialmente ser el único balance disponible, llegando hasta la elevación de sí  mismo a un ensoñado plano heroico y supramoral. Pariente muy cercano de Julien  Sorel, hace surgir desde su impotencia la ilusión de gloria, en un ámbito  social fragmentado y pasivo que favorece sus acciones como digno hijo de su  época, siendo su misma personalidad muestra de esa fragmentación y de una  aceptación irónica de las condiciones del mezquino juego de poder en que se ve  envuelto como “trabajador de la cultura”.
         Este  último aspecto es vital para entender la perspectiva de Ramos Bañados: Mirko  nace y se cría con la condición indicada para convertirse en el artista e  intelectual que llega a ser, una capacidad de comprensión ágil del mundo en que  vive y su catadura moral; y el ámbito de su desarrollo laboral y personal es  precisamente el que corresponde a la “industria cultural” de la provincia  chilena: una orquesta filarmónica mediocre y funcional a la entretención pasiva  y a oscuros intereses, un periódico dedicado a la desinformación, el claro  parasitismo de la vida literaria sometida al burocratismo de los concursos y  los fondos estatales. Todos los personajes de la novela que se presentan desde  la adultez del protagonista respiran este mundo de oportunidades a corto plazo,  intereses ajenos y franca codicia, y la descripción de esta maquinaria  inhóspita es una de las grandes virtudes de Pinochet  Boy: Ramos Bañados es irónicamente cruel al exponer los engranajes  que entregan la actividad cultural a una incesante mendicidad y falta de  conciencia sobre sí misma; personajes como el escritor Rodolfo Rodríguez -en su  fracaso-, o Sol, encargada de relaciones públicas de una minera -en su éxito-,  muestran los puntos límite de una maquinaria que lamentablemente todos los envueltos  en la actividad creativa conocemos demasiado bien.
                      ¿Hasta qué  punto el sistema nos acorraló como borregos y no nos dejó sostener nuestras  vidas?, pregunta Leonidas, al mismo tiempo que sostiene una granada  envuelta en su mano. Al fin, ¿qué mueve la máquina destructiva que vemos en Pinochet  Boy, es solamente este abuso contestado por la pura pasividad?¿O  todo sucede solo por nacer en una época de mierda? Sin responder esta pregunta,  Ramos Bañados nos fuerza a poner los ojos sobre una cultura de la impotencia, y  sabe enfocar esto precisamente desde la conciencia activa de alguien que  elabora sin cesar su visión de mundo, esto es, aquel que estaría virtualmente  obligado a la crítica activa de este. La respuesta del crimen vengativo que  emprende Pedro, es la señal del daño profundo de un país que ya no es capaz de  pensarse constructivamente a sí mismo, de una violencia que termina alimentando  al propio sistema del que Leonidas es, en cierta medida, un componente  ejemplar. La separación interior de este protagonista debe ser bien leída desde  esta fragmentación general, y la nula emoción que parece demostrar ante su  propia realidad traumática, se ve bien reflejada en cada una de las acciones de  venganza, al no llegar a necesitar en el ánimo narrativo la descripción precisa  del crimen, sino más bien enfocarse en el destino de los restos. Estos, por su  parte, parecen bien “olvidados” en lugares que parecen hechos para darle a la  ciudad el perfecto vaciadero para la vida. Esta ciudad, como nuestro país, está  llena de sitios para olvidar cadáveres: este mundo de Pinochet  Boy no podría tener límites más acordes a su naturaleza destructiva,  y todo el sistema social y cultural que refleja parece requerir de estos  depósitos para lo que rápidamente va quedando obsoleto. La máquina destructiva  es reproducida efectivamente por Pedro, como un agente consciente de todo el  triste macrocosmos que él -y nosotros- habitamos.
         Por  ello, el triunfo no puede ser sino de la fragmentación. No es suficiente que el  “éxito literario” de Leonidas sea resultado de una mímesis acabada y asumida de  los modos y prácticas de un mundo que desprecia profundamente; además le será  imposible acabar con el gesto de rebeldía -sea irónico o desesperado- de su  ancestro Sorel. Ni siquiera le es dado el acabamiento: Ramos Bañados sabe  introducir un efecto de anticlímax que dejará al protagonista ante su fracaso  más profundo, en cuanto es el más íntimo, y en el que su rápida decadencia  personal no tiene vías de salida. La caracterización del publicista Campbell  resulta, en este sentido, un procedimiento notable para que el protagonista  aparezca bajo una luz más directa y precisa, dándonos a entender además al  deseo erótico como un índice fértil para comprender un entramado de caracteres  y atmósferas emocionales que se nos va revelando a cada página de un realismo  más descarnado. Este realismo descarnado, sin abuso de efectos y con el extremo  patetismo que las propias condiciones históricas entregan, es fundamental para  presentarnos la tragedia de Mirko (o de Pedro, o de Leonidas) como algo más acá  de lo trágico, liberado de cualquier peso trascendente y absolutamente  plausible, cotidiano y a la altura del ojo.
         El  ritmo de la prosa de Ramos Bañados vuelve a presentársenos acá en un gigantesco  mural de la tragedia chilena, en la faceta que nos toca como seres que  pretendemos ser críticos y no logramos salir de los engranajes que ya hace más  de treinta años están siendo aceitados por el reiterado fracaso programado de  cualquier expectativa de cambio cultural. Dolorosa e irónica, invita a revisar  de vuelta las aristas de esta ruina y su perverso árbol genealógico.