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La vacilación trascendente de una conciencia estética:
presentación de Fractales, de América Merino

Por Carlos Henrickson

 



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Desde muy antiguo, el arte de la poesía se dio como programa la investigación sobre la verdadera naturaleza de nuestro mundo. Desde el primer instante, no fue sólo su tema la divinidad y su relación con la hechura del orden -cosmos- en que nos plantamos (la raíz más arcaica del arte), sino el cómo es que podemos conocer aquello no evidente (asumiendo que ese cómo existe), y seguidamente un segundo cómo, también en la duda más profunda: qué medios tenemos para representar, hacer visible, eso que encontramos, lo cual toca profundamente la naturaleza social de nuestros lenguajes. En buena medida, la problemática de entender la poesía como una gnosis, en su sentido más completo, fue fundamental para que naciera la ciencia como especulación en el pasado de nuestro tronco cultural como civilización, y la emancipada práctica científica no ha dejado de volver a lo que se conserva de los poemas de Parménides y Empédocles, en que la aproximación especulativa a lo arcano lleva el sello de la inspiración más elemental de la gnosis trascendente que nunca ha abandonado del todo a la poesía, hasta nuestros propios días. La mística, la poesía y la ciencia son, en este sentido, partes integrales de una experiencia humana cuyas raíces no dejan de encontrarse en los fundamentos secretos y visibles, incluso, de nuestra cultura.

Fractales obliga a que nuestra visión hacia estas tres prácticas esté todo el tiempo atenta, comprendiendo su relación íntima. La inquietud fundamental es la de un orden posible que habilite no sólo a una percepción válida universalmente, correcta, sino a una que pueda in/formar al hablante en cuanto parte de ese orden, más allá de su rol de espectador. Porque el observar la existencia vacilante de este mundo sólo puede conducir al pasmo, la oscuridad, la noche. Este momento oscuro es señalado como el punto de inicio de la vía de conocimiento, que en cuanto vía será viaje. Y el ámbito será un laberinto.  

Quien habla en Fractales sufre permanentemente la evidencia de la oscuridad, que se le propone como el fin efectivo del viaje una y otra vez. Esta será la noche del sentido, que cumplirá como permanente obstáculo a la posibilidad de conocimiento; el no ver el camino implica en otro plano no poder leer las claves, no poder entender signos y códigos, no llegar a una imagen posible de totalidad. La misma idea de totalidad, entonces, debe ser retirada para entender la esencia de esta vía.

Es aquí en que la llave posible de lo fractal entra, como analogía que desea realizarse en imagen poética. El fractal abre la posibilidad de un orden constituido por fragmentos, que parece no responder a una lógica formal (es decir, a un orden totalizador como sustrato previo), pero que asegurará que el objeto fragmentario se mantenga fiel a sí mismo, que la estructura sepa repetirse. El fractal va a continuar infinitamente desarrollándose en la teoría; sin embargo, las formas geométricas fractales en esta, nuestra naturaleza, tienen un punto de límite ajeno a su insistencia geométrica: las necesidades de alimentación de la célula, los ciclos del medioambiente, otras lógicas que resisten la repetición y saltan al cambio.

La inquietud del hablante de Fractales y la silenciosa respuesta que recibe tienen que ver con este nudo de conflicto. En la oscura deriva del laberinto, o en la navegación -otra imagen del mismo trayecto, análoga al viaje por agua junguiano-, el mundo que se encuentra tan sólo repite su mensaje de vacilante silencio y sinsentido: ni el laberinto ni el agua pueden realmente existir con certeza, son más bien visiones borrosas, cuando no se declaran expresamente como invenciones de un sujeto que ensueña. La expectable y legible lógica de la geometría fractal, que asombra y que en general se nos aparece como bella, está muy lejos de esta vivencia de lo real definida en varios trechos del volumen como hambre, sed, oscuridad, ceguera. La geometría fractal entonces será, más que una herramienta hecha a propósito, una que funciona por contraste, una llave inasible tan imaginaria como la puerta que se supone que debe abrir, o una lente tan nublada como la ceniza que cubre el paisaje reiteradamente en los poemas.

Lo fractal, entonces, está en otro lugar: en la misma noción de composición de los textos y en la conciencia poética, en su aspecto complejo de percepción, reflexión y expresión. Lo que vemos es la postulación de la expresión artística como una realidad que se quisiera fractal -fragmentaria, igual a sí misma, obediente a una ley que surge de sí misma- con respecto a un mundo proliferante y caótico que ha sabido oscurecerse bajo la crisis de la representación y el agotamiento de los modos expresivos. El poema se desea desarrollo fractal de la conciencia poética, revelando el volumen desde su estamento de obra una posible (otra) imagen del mundo. El libro es, en este sentido análogo, una colección de fractales, siendo cada poema una forma fractal de la propia conciencia estética.

Comprendida así esta poética, tenemos un umbral distinto para definir al hablante. Este ser que aparece conformado por su propia soledad angustiosa, por la ansiedad de saberse en trance de abandonar la cadena de la representación del mundo y de ser incapaz de separarse del todo para verla de frente, desea situarse en relación con su propia creación como legalidad única, pudiendo sacrificar su afectividad -su corazón-, sus sentidos y su posibilidad de existencia o destino para hacerse íntimamente creación él mismo. Más allá del pulso lento que en el volumen tienen imágenes de descubrimiento y esperanza de redención de un ámbito de conocimiento y percepción estética personal -en que se inscriben las imágenes de una naturaleza en plenitud-, los poemas insisten en un desarrollo hacia la ceniza, la oscuridad, el vacío en que no es posible ver ni moverse, la desaparición, el extrañamiento. Esto no es mera negatividad romántica: se trata, creo, de un resuelto paso a la nigredo, al compás oscuro de espera en la putrefacción -con su indeterminado no-color, como la ceniza, como la nada- para la creación de una nueva forma, en un momento en que la albedo -el trabajo introspectivo, líquido y blanco- ya se deja ver en la anticipación poética. Fractales es un poemario oscuro, reservado, en cuyo seno se va desplegando una operación compleja de clara -lúcida- reflexión sobre las posibilidades de percepción de sí mismo en el mundo como llave para la comprensión de este. En una analogía completa, podemos señalar al libro como un mándala -laberinto, composición fractal, creación artística, herramienta-, cuya puerta de entrada no está en la gráfica representada, sino en el movimiento intuitivo de su percepción, en su reflexión no intelectiva, en que la conexión de sus elementos se da en una deriva más acá de la Geometría con mayúscula, se da en la nublada geometría tan sólo virtual de la conciencia estética.

Intuición es la palabra. No creo que se pueda afirmar, en este sentido, que Fractales haya sido construido como una máquina de sentido, sino que resulta serlo para quien sepa experimentar la poética como gnosis en pleno derecho. América Merino inicia su camino literario formal con una valerosa muestra de introspección conciente, y por más que el escenario contemporáneo del oficio esté inundado de demandas externas al arte, sabe situarse en esa segunda línea de la poesía chilena (la de Humberto Díaz-Casanueva, Omar Cáceres, Gustavo Ossorio, o más cercanamente, Víctor López Zumelzu o Rodrigo Arroyo) que siempre resulta contemporánea y ya no tiene ni tendrá por qué esperar su momento.



 



 

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