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        Nor Sud. Narrativas contemporáneas del norte de Chile  y sur del Perú: una espléndida toma  de terreno.
        Por Carlos Henrickson 
        
          
          
          
        
          
        
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          Nos  gusta -y digo nos, porque sé que muchos son los que comprenden este  placer desviado- alejarnos de los centros de la gran distribución editorial,  los escenarios de entronización de nuestras republiquetas literarias.  Republiquetas, sí, porque no son nuestras repúblicas: los medios culturales de  nuestros países se han acostumbrado, en su pasión burocrática, a mimar los  procedimientos y malas conductas de nuestras administraciones políticas, en  donde se supone que las obras tienen que desplazarse hacia un centro convenido para adquirir reconocimiento, puro valor simbólico que no siempre -ya  que no tiene por qué- coincide con el valor intrínseco del trabajo literario:  su capacidad de conformación original, el manejo desarrollado de técnicas  complejas, la formulación de un mundo literario capaz de pararse enfrente hasta  desafiar al mundo de arena, piedra, carne y cemento. Hacer labor literaria  fuera de los grandes centros magnéticos del campo cultural, es trabajo de  honestidad y de una resistencia íntima, más que social, política o artística.
           El  plantar imanes fuera de las capitales es, entonces, necesario, para que esa  resistencia íntima se haga productiva y no un llanto de niño abandonado. Esto  es, creo, una de las fortalezas que informan Nor Sud. Narrativas contemporáneas  del norte de Chile y sur del Perú (Arica:  Cinosargo, 2016): el llevar hacia esta área de frontera la selección,  inevitablemente nos fuerza a una forma de lectura distinta, a buscar en estos  relatos la señal de una otra pertenencia. Ya que el límite es el que nos  dicta este pensamiento  de orillas. Si bien la literatura de provincias  apartadas (y pienso ahora en el caso de Chile, esperando que lo que digo  aplique más allá de la frontera) fue históricamente marcada por una definición  de las características propias -gesto obviamente dirigido a ser reconocida desde  el centro del campo cultural por alguna particularidad irreductible-, el pensar  desde el mismo ser de frontera es la nueva señal de reacción que me parece ver  reiteradamente en lo que nos viene entregando este polo literario de nuestro  “Norte Grande”. Este gesto ya no se dirige hacia la capital, sino que destaca  la difícil construcción de sí misma de esta literatura; es capaz de tantas  particularidades distintas que deja de ser particular, pudiendo aspirar a  comunicar su fronteridad a cualquier otra frontera de todo el ancho mundo. Las  categorías fijas -armadas y hechas para ser administrables y domesticadas fuera  del terreno en que las cosas ocurren, en los espacios de la inmovilidad y el  silencio bibliotecario, en la concentración que requieren los objetos  científicos-, estas categorías de precisión y método químico, acaban dejando de  aplicarse, y la obra queda en esas huerfanías errantes que se acaban  encontrando con otras huerfanías errantes. Y estas cuando se juntan hacen  ruido, barullo y hasta escándalo, y hasta procrean de tanta emoción efectiva y  vital, natural a toda real actividad literaria.
           ¿Es  que no pertenecen a esta huerfanía los autores efectivamente malditos de los  cuentos de Juan José Podestá (Tocopilla, 1979) y Daniel Rojas Pachas (1983)?  Juvenal Ruz, de  San Martín 1556, del primero de los mencionados, puede  perfectamente bien estar en Santiago -como nos señala apenas el índice del  metro-, pero ese no-lugar al que se le debe ir a ver, es indudablemente  característico de una larga dinastía de excéntricos que supieron hacer o dejar  de hacer todo para no confundirse con esa plebeya clase de los exitosos y bien  situados. En la precisa y habilísima torpeza de la voz narrativa, se sabe  sugerir bien la noción de arte más cercana a un modo de vida que a la  burocratización forzada que está en el corazón del autor que ha ubicado su  nicho. Por su parte, Óscar Collazos, en Una forma de escribir es irse  epigrafiando, de Rojas Pachas, llega a su summum de in-situación a  través de cómo se nos presenta, entregando su ser a la irrealidad en un relato  que en su misma forma se plantea la casi-total literaturización del autor. Tal  como en el relato de Podestá, la presencia del anhelo amoroso es un polo  crítico en la asimilación de estas figuras en el límite, que parecen resistirse  a la literatura que los ha consumido parcial o totalmente; las figuras del  deseo resuenan como las espaldas enormes de la vida puestas enfrente, la vida  que sabe siempre el real peso de lo hecho y lo escrito.
           Pero  no es menor la falta de lugar de los protagonistas de Volver a Ayacucho y Máncora, lejos del gran mundo del arte. El primero de los relatos, de  Orlando Mazeyra (Arequipa, 1980), encubre tras su ausencia de peripecia el  desgaste radical de la vida ante un modo de vivir de una intensidad  debilitada, en que una suerte de deriva sin norma arrastra las decisiones y los  deseos; vemos aquí cómo la bien europea náusea existencial se hace acá un flujo  bien distinto de bilis negra, en una expresiva no pertenencia, una lejanía que  incluso se da ante la tragedia histórica, y no en vano se deja entrever que el  protagonista es un profesional del periodismo, forzado en cierta forma a esa  distancia. Por su parte, Máncora, de Jorge Alejandro Vargas Prado  (Cusco, 1987), sabe dar en otro estilo y plano la misma falta de necesidad de  los actos desde el escape de baja intensidad que es la vida de balneario; en el  autoexamen y la diversidad de ajustes que hacen y esperan hacer sus personajes,  apreciamos una desazón que no llega a ser trágica, al asumir precisamente la  ligereza necesaria para encarar una vida que se ha hecho falta de sentido hasta  llegar al riesgo más supremo. 
           En  él último relato ese riesgo supremo -la muerte- se salta con la paradójica  ligereza de la aceptación, casi opuesto perfecto de la seca inquietud de la  aceptación del narrador de Mazeyra. En este índice me saltan a la vista Asmodeo  Ramos y Camino de Calasaya como una resistencia absoluta hacia esa  aceptación. En el primero de los relatos, Cristián Geisse (Vicuña, 1977)  presenta en una prosa de vértigo una marginalidad grotesca, marcada por la  locura y la decadencia, en que la violencia, la corrupción de los cuerpos y la  mente, y la muerte al fin, se expresan de cara al lector, dándole el rabioso  registro de un mundo que, de tanta humanidad, está a punto de perder hasta las  señales de la realidad efectiva bajo el peso del dolor, de lo impensable, lo  que paradójicamente intensiona un lirismo que me atrevo a llamar apocalíptico.  El segundo, de Luis Pacho (Puno), que parece tan distinto a primera vista, en  su prosa de cuidada intensidad emocional, me parece emparentado con el ya  mencionado en la resistencia íntima al curso de las cosas, en el desespero  trabajado hasta en los períodos de la escritura; el tratamiento del tempo  escritural resulta aquí fundamental, y produce en este relato una eficiencia  expresiva asombrosa, logrando situarnos integralmente en un ámbito natural y  humano que define la distancia insalvable espacialmente con lo que se desea y  la nostalgia de un tiempo irreversible.
           Quien  acceda al libro, como me parece transparentar acá, tendrá una diversidad de  estilos interesantísima, en el mejor sentido en que esta se puede dar: la  experimentación nace desde el tema mismo, sin pasar a lo gratuito de un juego  literario vacío. El cumpleaños de Tía Julia, de Rodrigo Ramos Bañados  (Antofagasta, 1973), puede señalar una anécdota lineal y sin lirismos, mas va  generando un relato que si bien puede compartir aspectos formales con la  crónica, deja ver un registro de experiencia harto más profundo. Cuando  Giovanni Barletty (Moquegua, 1988), en Recuerdos imperfectos, describe  momentos de infancia, refleja la paradójica precisión física de hechos que ya  no pueden ser reflejados bien en la memoria, marcando a trazos fuertes y  bruscos toda una esfera de percepción que no deja descansar al lector, al  instalarlo en un mundo de sensaciones directas y potentes. Juan Malebrán  (Iquique, 1979), en Creolina, ocupa por su parte una deriva alucinada  que llega hasta ahogar los períodos narrativos cuando debe retratar una  evocación de una marginalidad que, más que social, ha llegado a darse con  respecto al corazón de la misma lógica de funcionamiento de la sociedad  organizada.
          Nor  Sud entrega una galería de experiencias y estilos que la  hace una de las selecciones de narrativa más interesantes que al menos yo he  visto en años. De algún modo sabemos el destino de las selecciones de narrativa  -se acaban leyendo rápido, difícilmente el lector promedio destaca a un autor,  etc.-, pero ante esto hay que decir que Nor Sud es una ventana a algo  más que un registro formal y técnico de narrativas. Es una espléndida toma de  terreno, en medio de la madrugada de dos ciudades.