Quiero sentir otra vez que mi negra compañera lave la ropa cantando, y que parta un amasao sin regatear con mis cabros…
“Cesante”. Quelentaro.
La muerte es una visitante recurrente. Yo mismo he sido testigo de su venida desde hace décadas. Mi hermano Juan me dejó cuando yo era apenas un joven padre primerizo. Mi padre lo hizo tiempo después, en los albores de mis treintas. Recuerdo la habitación donde vivió sus últimas bocanadas de aire, alimentadas, irónicamente, por el humo del cigarro que reemplazó a la sopa caliente de mi viejita. Años más tarde, ya en la madurez que más bien fue mi segunda edad y media, partió mi hermano Julio, y un año después lo hizo mi sobrino Luis. Ahora que lo pienso, perder un hijo seguramente es el dolor más tremendo que la Naturaleza le prodiga al ser humano. Yo mismo no he tenido la fortuna de padecerlo. Mi viejita sí, y son sus recuerdos, que son también los míos, los que vagamente voy a evocar acá.
Yo siempre fui un pelusa callejero. Me tocó vivir un siglo XX que, como dice el tango, fue “un despliegue de maldad insolente” que refrenda la idea de que “este mundo siempre fue y será una porquería”. Recuerdo mis primeros años: Hambre con mayúscula, piso de tierra, un frío que taladraba mis huesos y los de mis hermanos. Pellejerías sin fin y sin orador que las conjugue. Recuerdo que desde muy cabro me las ingenié para sobrevivir. Mi derrotero fue siempre el de vencer el hambre. Me las arreglé para, como diría Marx, reproducir mis medios de subsistencia. Recuerdo los viajes con mi hermano Juan a recolectar hojas de eucaliptus para venderlas en la feria; recuerdo también los carretones que fabriqué para el flete a las señoras “pudientes” de entonces. Se me vienen a la mente mis jornadas madrugadoras para ofrecer mi escasa fuerza física a los feriantes de los años sesenta, cuando los índices de desnutrición y mortalidad infantil en esta copia feliz del Edén eran de los más altos del planeta. Y aquí es cuando entra mi viejita chica, la abuelita Elena para sus nietos. Un filósofo alemán, Erich Fromm, afirma que el amor materno es incondicional, gratuito, es decir, la madre lo entrega a sus retoños por el simple hecho de existir, no demanda ser ganado por su prole. Se diferencia del amor paternal por la condicionalidad de éste, vale decir, por la exigencia de ser otorgado por los méritos del hijo. No sé si Fromm tiene razón sobre el amor paternal, dado que yo mismo soy padre. No me cabe duda de lo que sostiene sobre el amor de madre, pues es la reproducción exacta de lo que yo recuerdo.
Las personas acostumbramos a cuantificar el amor que entregan otros por las muestras de afecto. Un abrazo, un beso, una palmada en la espalda, una frase reconfortante, suelen ser las formas comunes de expresión de la interioridad. Los que conocieron a mi viejita saben que ella no necesariamente encajaba en este estereotipo, porque la abuelita Elena, tal y como declara Quelentaro, se “diplomó en los rigores”, y es lógico que así haya sido cuando la viudez fue relativamente prematura y tuvo que acostumbrarse a la partida de sus hijos cuando el sentido común dicta que sean los hijos quienes experimenten ese sufrimiento. Para mí, el amor de una madre, el amor de mi madre, se mide en base a otros parámetros. Éstos son a mi juicio de mucho mayor alcance. Mi viejita era una roca, y por eso su amor se mide en la cantidad de pan que dejó de comer para prodigarlo a sus hijos, en la cantidad de ropa ajena que lavó para que yo, para que mis hermanos, pasaran menos hambre. “Mamá, tengo hambre”, le dije muchas veces. “¿Cuántos panes quedan, Negro?”. “Queda uno”. “Saca la mitad del que queda, Negro”. La mitad restante era la del pan entero que originalmente correspondía a su ración, mujer adulta que demandaba mucha más resistencia física que yo, quien ya se había desembuchado su marraqueta asignada. No era suficiente entonces, pues el hambre insistía en reclamar presencia en la voracidad de un niño que peluseaba para llegar con algunas chauchas para su viejita. Cualquier método era válido. No me importaba cascar a algún cabro de la población, apostar en los dados o salir a las cinco de la mañana a sobrevivir. Hoy ya no tengo hambre, pero no es que esté ahíto de alimento material. No me puedo sacar de la memoria, y por supuesto que no quiero hacerlo, el hecho de que mi viejita dejó de comer para que yo no sufriera los rigores de la miseria. La madre es sagrada y lo que dicta su voluntad es una verdad inmutable universal. Yo no creo en Dios, sólo creo en lo que mi viejita me entregó, y ante esto Dios es sólo una idea vaga, sin mayor trascendencia. Dios nunca se quitó el pan de la boca, tampoco lavó la ropa ajena para que mis hermanos y yo mismo no pasáramos hambre. En este sentido, pongo toda mi fe en ella, porque sé que su labor sólo puede medirse a escala astronómica.
Todos sabemos que la muerte es parte de la vida. Es un cliché sobradamente manoseado que todos esgrimimos para confortar a otros, al prójimo, a un amigo, a un conocido. Pero cuando la padecemos directamente ese cliché deja de serlo, y la frase hecha se convierte en una novedad. Es como si la muerte fuera una sorpresa, algo desconocido. El poeta Francisco de Quevedo afirma sobre esto mismo que sugiero. Cito: “Corto suspiro, último y amargo, / es la muerte forzosa y heredada; / mas si es ley y no pena, ¿qué me aflijo?”. Efectivamente, ¿qué me aflijo? Lo sé, pero la madre es sagrada, y la mía lo es mucho más. La dureza adquirida por un carácter disciplinado en los rigores de la existencia no puede ser juzgada por las blanduras de la sensiblería. El amor de una madre se cuantifica en toda época, ahora lo sé, por el hambre menos que padece un hijo angurriento y por las grietas en las manos de tanto escobillar. No pido más. Sólo me queda agradecer y llorarla en la convicción del hijo que fue lo suficientemente inteligente para percibir esta cuota de realidad, realidad eterna que enmendaría los males de este mundo abandonado por Dios. Gracias viejita. In memoriam.
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Quitarse el pan de la boca y lavar ropa ajena, o sobre el amor de madre.
Epístola de un hijo doliente.
Por C.H.G.