Cuando hacia 1440 Johannes Gutenberg ideó su artefacto para grabar símbolos y fijar definitivamente la oralidad en códigos inmóviles, asegurando la difusión del saber por los demás reinos del orbe, jamás imaginó que ese extraño objeto rectangular, construido a partir de pliegos encuadernados, trazaría en la Historia una curva que lo hiciera ser apreciado como uno de los bienes más sublimes de la humanidad, para luego descender vertiginosamente y ser abandonado como si fuera un trasto. Sin embargo, así no más fue.
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En general, se podría decir que soy de gustos austeros. Soy de la idea de que un individuo debiera aspirar a una casa y a algo en lo que desplazarse. Aunque, y ahora que lo pienso mejor, entre aquellos bienes no pueden faltar algunos libros, porque ¿qué es una casa sin libros? Ahora sí. Redefiniendo mi lista de prioridades en cuanto a la propiedad privada de una persona, ésta debiera integrarse por una casa, un auto y una “pomb” (pequeña o mediana biblioteca, para los que no están familiarizados con el acrónimo); en ese orden. Sé que la situación está difícil, y que la casa propia es cada vez más un sueño que una realidad palmaria, pero, para qué estamos con cosas, los autos nos han llovido. Los libros también, pero, hoy por hoy, son como el agua del grifo que se rompe y que fastidia a los transeúntes porque no pueden cruzar la calle, o que enerva a los conductores porque los obliga a bajar la velocidad para no ensuciarles el auto. En fin, lo cierto es que soy de gustos austeros.
Vivo solo y tengo algunos libros que he logrado comprar en librerías de viejo, ningún incunable en todo caso, sólo ejemplares que otros han dado de baja o han tenido que vender por necesidad. Entre mi catálogo figuran, por ejemplo, una de las reediciones de Cien años de soledad de la Editorial Sudamericana, ésa con portada de fondo blanco, letras rojas y figuras octogonales con más figuras dentro. También encontré una vez, de pura casualidad, una edición añeja de Os sertoes, que forma parte de la Colección Panamericana de Ediciones Jackson. No me gusta presumir, pero también tengo una edición de Martín Rivas de la Biblioteca Popular Nascimento, en dos volúmenes. Mi breve e inverosímil aventura tiene que ver con una de estas joyas de la literatura latinoamericana: Os sertoes, del olvidado y cornudo Euclides da Cunha.
Siempre me ha llamado la atención ese libro. Imaginarme el sertão brasileño en cuyo seno los yagunzos, liderados por el fanático religioso Antonio Conselheiro, hicieron frente heroicamente a los ejércitos republicanos, me evoca una historia continental que se ha repetido incontables veces. Estaba yo releyendo ese libro hace unos días en la comodidad de mi cama. Eran cerca de las diez. Estaba degustando aquel pasaje antropológico en el que Da Cunha describe al Brasil como una estirpe en la que confluyen “tres razas”, cuando noté que me empezaron a repetir las cervezas ingeridas la noche anterior. “¡Mierda!”, me dije. Dejé el libro en el velador. Repetí el ritual consuetudinario que todo mortal realiza al levantarse a regañadientes, y me dispuse a ir a la farmacia a comprar antiácidos. Siempre que salgo a comprar, sea el lugar que sea, llevo un libro bajo el brazo, por si hay que hacer fila. Lo tomé del velador, salí de la casa, me subí a mi nave, dejé a Euclides en el asiento del copiloto y encendí el motor de mi Maruti del año…, del año 2005. A estas alturas me cuesta que parta, pero logré que arrancara. No le puedo pedir más a mi viejo cacharro que acarrea mis huesos del hogar al trabajo, e incluso más allá. Mientras esperaba a que se calentara un poco el motor y sintonizaba la radio, repasé mis pertenencias que siempre mantengo en el auto: unas cuantas chauchas en el recipiente de monedas, un encendedor en ese mismo recipiente, el rosario que me obsequió mi madre colgado en el espejo retrovisor, un paquete de pañuelos desechables en el tablero; y en la guantera, unas pastillas de menta, unas cuentas sin pagar, un lápiz Bic y la corbata que dejé ahí cuando me despidieron de mi último empleo. Toda una fortuna.
Conduje con dirección a la farmacia. Justo se estaba desocupando un estacionamiento. “Quiébrese jefe, un poco más, ahora para el otro lado. Eso, un poco más, un poco más, ahí no más mi rey. ¿Va a estar mucho rato? Ah ya, viene a la farmacia, pensé que venía a la botillería. No me mire así, si ya le conozco las rutinas. No se enoje mi rey. Tranquilo. Yo se lo cuido”. Me bajé. Como observé desde el Maruti que no había fila para entrar a la farmacia, dejé a Da Cunha en el asiento. Le puse llave, y me encaminé a comprar los antiácidos. La farmacéutica se tomó su tiempo. “¿Antiácidos? Déjeme ver si nos quedan. Sí, tengo de varias marcas. ¿De cuál necesita? Ah, parece que ésas ya se acabaron. Espere, déjeme ir a ver en la bodega, para estar segura. No, efectivamente se terminaron. Está bien, de cualquiera no más le damos al señor, anda medio irritable parece. La resaca produce eso. No me mire así, si lo he visto en la boti de al lado. ¿Ah? Perdón, es verdad que no es de mi incumbencia, pero es difícil hacer la vista gorda. Ya. Acá están sus antiácidos. Gracias por preferirnos. Hasta luego”. Salí. Lo que me esperaba me dio más acidez. La puerta del piloto de mi Maruti estaba entornada. Busqué al cuidador que me ayudó a estacionar: se había esfumado. A todas luces me habían abierto el auto para privarme de mi propiedad privada. Las chauchas, el encendedor, los pañuelos, el rosario de mi madre, las pastillas de menta, el lápiz Bic, la corbata, todo había desaparecido, menos las cuentas impagas y mi ejemplar de Os sertoes, que descansaba incólume en el mismo sitio en que lo había dejado.
Me tomé dos antiácidos. Subí al auto y me dispuse a regresar a mi casa. En el trayecto divagué sobre lo ocurrido y me intrigaba lo de Da Cunha. ¿Qué habrá pensado el ladrón? Lo de dejarme las cuentas impagas lo puedo comprender, ¿pero no llevarse el libro?... Lo encontré un agravio a la memoria del Conselheiro. Le habría sacado algunos pesos en San Diego.
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Escondido tras un árbol, en la vereda ubicada al frente de los locales comerciales, acecha un sujeto extraño. Parece un ladrón. Observó mientras el cuidador asistía al inexperto conductor con cara de encañado. Esperó. Cuando el conductor se dirigió a la farmacia, el sujeto extraño se acercó al Maruti, le hizo un gesto amenazador al cuidador y éste huyó. No le tomó mucho trabajo violar la santidad de la chapa del cacharro. Vislumbró un gran tesoro: dinero, un rosario, un encendedor, pañuelos. Abrió la guantera y quedó más deslumbrado aun: un lápiz, unas pastillas de menta y una corbata. Tomó todo menos los papeles. No obstante, le intrigó un extraño objeto rectangular en el asiento del copiloto. Lo observó unos segundos, entornó la puerta y se fue. El cuidador de autos, quien escondido lo vio huir con el botín, reparó en que se iba persignando.
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Por Carlos Hernández Tello