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El último de Omar Saavedra Santis: la ruptura del contrato social o sobre la inexorabilidad
de la conversión en la escena postdictatorial

Por Carlos Hernández Tello



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Dedico este artículo a Omar Saavedra Santis, querido maestro
y amigo. Que esta tierra conozca y reconozca tu obra,
una de las cumbres de nuestra Literatura. In memoriam.
 

Probablemente, más de algún estudioso de la cultura se habrá preguntado sobre qué hubiese acaecido si los grandes próceres de las luchas revolucionarias, como César Augusto Sandino, Ernesto Guevara, Salvador Allende o Miguel Enríquez, hubiesen sobrevivido a sus aciagos destinos y hubiesen debido enfrentar las insidias metonimizadas del “libre mercado” o de la transición de regímenes dictatoriales a gobiernos “democráticos”. Precisamente, ese juego especulativo es el que imagina Omar Saavedra Santis en el engranaje narrativo que es su novela El último. Sumarísima relación de la historia de Samuel Huerta Mardones (2004). A través de la imbricación de dos tiempos, cuyos referentes corresponderían al de la Operación Retorno iniciada por el MIR a finales de los setenta (que se materializó en el envío de destacamentos guerrilleros a la zona cordillerana de Nahuelbuta y Neltume[1]), y el de los primeros años del siglo XXI, en el que ejerce el poder un gobierno de centro izquierda que, por las aclaraciones temporales del relato, todo indica que aludiría a la administración de Ricardo Lagos Escobar, Saavedra Santis elabora un artefacto narrativo cuyo desmantelamiento de la metonimia postdictatorial pretende reivindicar un contrato social cercenado por medio de las balas y la irrupción del neoliberalismo, a la vez que coteja dicho contrato social con el impuesto por una legislación fraudulenta que fue ratificada con creces por el ejercicio político de las administraciones de la postdictadura. A través de la lectura de El último asistimos, en última instancia, a la contemplación de un sujeto redivivo en el Chile postdictatorial que, anclado en la retórica del materialismo histórico inherente a las pugnas ideológicas del siglo XX, debe enfrentarse con cierto relativo grado de consciencia al hecho de ser motejado como “una especie que se creía extinguida para siempre[2]” (Saavedra Santis 12). En lo que sigue, intentaremos perfilar una propuesta de lectura que, teóricamente tributaria de las lecciones rousseaunianas sobre el contrato del hombre con el Estado, establezca las modalidades en que la novela de Saavedra Santis desmantela la metonimia de la transición encarnada en el relato por Roberto Niño, flamante Secretario General de Gobierno[3], conocido como “Julián” por los miembros del destacamento “15 de julio”, y que dirigió desde el exilio y como jefe político, el ingreso al país de los jóvenes revolucionarios de dicha unidad paramilitar. A la luz de lo anterior, lo que trataremos de pergeñar a partir de ahora es cómo en la novela se dejan en evidencia las tramas metonímicas de la retórica apologética de la transición que realiza Roberto Niño, contrastando su discurso actual con el de su pasado revolucionario, a la vez que dicha retórica es cotejada con el accionar de Samuel Huerta Mardones y de todos los miembros del destacamento “15 de julio” que perecieron rápidamente en la intentona revolucionaria para derrocar a la dictadura cívico-militar.

En el tratado Del contrato social (1762) Jean-Jacques Rousseau deslinda tempranamente la condición de libertad natural a la que es arrojado el individuo tras su nacimiento[4]: “El hombre ha nacido libre, y por doquiera está encadenado. Hay quien se cree amo de los demás, cuando no deja de ser más esclavo que ellos” (Rousseau 32). No obstante, y dado que el hombre no vive aislado, debe suscribirse a vivir en una comunidad que intentará revertir las condiciones de vida del hombre en su estado natural, pues “el orden social es un derecho sagrado, que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, tal derecho no viene de la naturaleza: está pues, basado en las convenciones” (33). Son estas convenciones las que marcarán el tránsito del hombre desde un estadio al otro, vale decir, desde un estado natural a un estado civil: “Este paso del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, sustituyendo en su conducta el instinto por la justicia, y dando a sus acciones la moralidad que les faltaba antes” (52). De lo que se trataría en este tránsito, y parafraseando a Rousseau, es de perfeccionar la condición humana del sujeto, pues sólo el estado civil puede otorgarle una contextura moral e intelectual de la que carecería si no se suscribe al contrato social, el del hombre con el Estado:

Aunque en ese estado [el natural] se prive [al hombre] de muchas ventajas que tiene de la naturaleza, gana otras tan grandes, sus facultades se ejercitan al desarrollarse, sus ideas se amplían, sus sentimientos se ennoblecen, su alma toda entera se eleva a tal punto, que si los abusos de esta nueva condición no le degradaran con frecuencia por debajo de aquella de la que ha salido, debería bendecir continuamente el instante dichoso que le arrancó de ella para siempre y que hizo de un animal estúpido y limitado un ser inteligente y un hombre (…). 

Lo que pierde el hombre por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le tienta y que puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de cuanto posee. Para no engañarnos en estas compensaciones, hay que distinguir bien la libertad natural, que no tiene por límites más que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la voluntad general, y la posesión, que no es más que el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no puede fundarse sino sobre un título posesivo.

Según lo precedente, podría añadirse a la adquisición del estado civil la libertad moral, la única que hace al hombre auténticamente dueño de sí (52-53).

Observamos así, dos nociones de libertad: una que brinda el estado natural del hombre y otra, la libertad civil, de orden o condición superior por cuanto dota al hombre de atributos morales y cognoscitivos que la naturaleza le niega. En este sentido, el contrato social corrige las desigualdades naturales (de fuerza o genio) para reemplazarlas por una igualdad determinada por la “convención y el derecho” (58), y en este punto es capital el rol del Estado, pues “Su vida misma [la que el ciudadano ha consagrado al Estado] (…), está continuamente protegida por éste, y cuando la exponen en su defensa ¿qué hacen sino devolverle lo que han recibido de él?” (69). Luego agregará: “El contrato social tiene por fin la conservación de los contratantes. Quien quiere el fin quiere también los medios, y estos medios son inseparables de algunos riesgos, de algunas pérdidas incluso. Quien quiere conservar su vida a expensas de los demás debe darla también por ellos cuando hace falta[5]” (70). En síntesis, en la concepción del contrato social de Rousseau tenemos a un individuo que, por suscribir dicho contrato adquiere una nueva condición de libertad civil, la que a la vez que lo somete al poder de la voluntad general (de hecho, en eso consiste la libertad civil) le garantiza la protección del Estado, dotándolo de la igualdad de derecho que eventualmente podría negarle la naturaleza, para por último adjudicarle también responsabilidades con la totalidad social. Como veremos en breve, el protagonista de la novela se enfrenta a una pugna que lo sitúa en una liminalidad entre el estado natural (“Pequén”) y el estado civil (“Samuel Huerta Mardones”), la cual intentará ser manipulada por Roberto Niño en su púlpito de Ministro de Estado. Sólo el final de la novela revelará al lector la opción del protagonista. Pero antes de analizar las menudencias de esa pugna interior de Pequén/Huerta, es necesario contrastar la categoría de “contrato social” rousseauniana con la perspectiva materialista del Estado que deslinda Marta Harnecker en Los conceptos elementales del materialismo histórico, pues será esa confrontación la que nos permitirá comprender a cabalidad la opción final del protagonista de la novela de aislarse en la montaña, ya no en la soledad de la espera por el arribo de la revolución marxista, sino solazado en las delicias del amor, amparado por la libertad natural, distante de la metonimización del contrato social entre la cofradía castrense, con su aparato jurídico-legislativo a cuestas, y la nueva administración gubernamental que profita de dicho aparato. 

Para Marta Harnecker, “La historia demuestra que el estado, como aparato especial de coerción, surge donde y cuando aparece la división de la sociedad en clases, es decir, en grupos sociales, uno de los cuales está en situación de apropiarse del trabajo ajeno, de explotar a los otros grupos” (sic) (Harnecker 115). Dado que el Estado es, para la tradición marxista, un aparato de coerción, Harnecker enumera tres afirmaciones sobre a lo que a aquél se refiere: “La primera sostiene que el Estado es una institución que no ha existido eternamente. La segunda apunta a que su existencia está ligada a la existencia de las clases sociales. Y la tercera se refiere a que el estado no es una institución neutra por encima de las clases sino que está al servicio de la clase dominante y que contribuye a su reproducción como tal” (sic) (117). Ahora bien, como aparato de coerción, el Estado al servicio de una clase dominante demanda la existencia de tres aparatos que serían funcionales para la reproducción de dicha clase: “el aparato represivo (ejército permanente, policía, cárceles, tribunales de justicia, etc.); el aparato técnico-administrativo (gobierno, parlamento, ‘administración pública’, etc.) y una serie de aparatos cuya principal función es ser reproductores de la ideología de la clase dominante que llamaremos ‘aparatos ideológicos del estado’” (cursivas de la autora) (127). En consecuencia, Harnecker es enfática en distinguir que un asunto son los aparatos del Estado y otro muy distinto el poder estatal: “El poder del estado o poder estatal es la capacidad que tiene una clase para hacer funcionar el aparato del estado de acuerdo con sus intereses de clase[6]” (cursivas de la autora) (133). De lo que se trata, por lo tanto, es de comprender que bajo esta categorización del Estado operamos en un plano práctico-material de ejecución efectiva de los aparatos estatales, ajenas a las elucubraciones teóricas del contrato social rousseauniano. Del deslinde de Harnecker colegimos que su estudio del Estado se desprende de la aplicación práctica de éste, mientras que Rousseau opera en el plano de la abstracción especulativa. Ambas concepciones, la teórica rousseauniana y la materialista marxista son las que marcan la pauta de acción de Pequén/Huerta, pues el personaje aspira a un modelo de sociedad en la que su libertad natural se transforme en libertad civil sólo en la medida en que exista un Estado que garantice la igualdad de los ciudadanos (llámese éste Estado liberal o Estado proletario en su fase socialista). No obstante, durante los veintidós años que el personaje permaneció resguardando los pertrechos bélicos del destacamento “15 de julio”, se desmoronó el contrato, e irrumpió con toda su fuerza mayestática un modelo de Estado garante, pero ya no de la seguridad del ciudadano y severo en el respeto irrestricto al contrato social (como el Estado que tiene en mente Mario Góngora), sino uno que resguarda los desmanes del mercado, las granjerías de la cofradía castrense, la mercantilización de la cultura, de los mass media y de la política, pero por sobre todo un Estado que difumina la legitimidad de las demandas de justicia por los crímenes de la dictadura, promoviendo, como hemos analizado ya en otros segmentos de este capítulo, la retórica metonimizada de la “reconciliación”. Sostenemos, en este tránsito de nuestra argumentación, que más allá de la retórica revolucionaria que el protagonista absorbe de los líderes de la guerrilla (Callulla y Julián) y de sus compañeros (la Tarrito, el Nivea, el Catete, etc.), el modelo de sociedad imaginado por Pequén no es necesariamente el de la dictadura del proletariado[7], sino el de la materialización efectiva de los preceptos teóricos del contrato social que enumeramos más arriba. No debemos olvidar que Pequén es considerado por sus propios compañeros como el ejemplar más débil del grupo, con escasa consciencia revolucionaria, ciertamente no el paradigma de la valentía (recuérdese su “heroico” acto al huir despavorido de un ejercicio bélico en plena realización), en cuya pérdida el destacamento no percibiría una gran baja. No debemos olvidar tampoco que él es el hijo de un detenido desaparecido, que su único familiar que podría esperarlo (su abuela) ha muerto antes de que Pequén partiera al exilio, que le aburre la lectura de los textos del Che Guevara y que se encuentra en la montaña casi por pura casualidad. Por último, es importante tener presente que, cuando escuchaba a sus compañeros hablar de la Nueva Canción Chilena[8] él pensaba que se referían a la música de última moda, y que se siente sólo levemente aludido con el adagio de Lenin de que “no hay acción revolucionaria sin teoría revolucionaria[9]”. Ese es el “eximio” curriculum revolucionario de Huerta Mardones, más allá de ser el último guerrillero apostado en defensa de los pertrechos bélicos del destacamento, y más allá de la admiración que aquél profesa a sus camaradas de lucha por las acciones heroicas que los han conducido a su inexorable destino.

Analicemos ahora la forma en que se materializa el desmoronamiento teórico del contrato social rousseauniano, en relación a lo que acontece en la escena postdictatorial chilena, escena en la que se corrobora la aplicación del poder estatal, ya no burgués como el que justificaba la lucha revolucionaria contra la dictadura, sino del poder estatal neoliberal que ostenta las características que hemos mencionado más arriba. Como puede inferirse fácilmente, los dos personajes de la novela que alegorizan ambas formas antagónicas de entender el poder estatal son Pequén/Samuel Huerta y Julián/Roberto Niño. Sobre este último la narración brinda abundantes pasajes con respecto a la conversión ideológica que compendia el desmoronamiento teórico del contrato social en la postdictadura chilena. Cotejemos tres pasajes. El primero pone de manifiesto la retórica revolucionaria de Julián. Los dos siguientes plasman la conversión y se construyen a partir de sintagmas metonimizados:

Nada mejor que ustedes simboliza [les dice Julián en misiva a sus compañeros del destacamento “15 de julio”] la tarea principal y esencial de un partido revolucionario. Esto es hacer la revolución con hechos y no con palabras. Vuestra gesta heroica es la mejor respuesta al oportunismo canalla de la izquierda de salón, que se empeña en encandilar a nuestro pueblo con la pirotecnia verbal de declaraciones chaqueteras para conducirlo otra vez a alianzas innobles con los partidos de la burguesía. Nuestra respuesta frente a tales maniobras es que con la dictadura y sus representantes no se transa ni se pacta. Las bizantinas discusiones sobre las vías revolucionarias pertenecen al pasado. La historia ha demostrado que el camino a la victoria siempre es uno solo. Ustedes ya han comenzado a recorrerlo. La liberación de nuestro pueblo sólo puede ser obra del pueblo mismo y su vanguardia (cursivas del autor) (Saavedra Santis 140).

Observemos ahora cómo el narrador, por medio del estilo indirecto libre (que dicho sea de paso es el recurso estilístico primario empleado por el narrador de la novela), ingresa a la consciencia de Roberto Niño para desmantelar su retórica conversa atiborrada de metonimias y sintagmas justificatorios:

Al escucharse, comprobaba que en el fondo, su filosofía era y seguía siendo la de un verdadero revolucionario. Renegar de lo obsoleto, abjurar de lo caduco, liberarse de antiguas idolatrías, y sobre todo de reconocer los propios errores, como él lo había hecho, había sido un valeroso acto revolucionario del que Niño no podía sino sentirse orgulloso, aunque algunos de sus ex-compañeros insistieran inquisitorialmente en infamarlo como oportunista (…). La dialéctica de la vida era severa en castigar a los que se empecinaban en la adoración de cadáveres exquisitos. La llamada revolución socialista era uno de esos cadáveres. Ahora, una verdadera revolución social ya no era la obra de masas anónimas y brutas dirigidas por vanguardias mesiánicas, sino la suma de esfuerzos individuales de sujetos reales y contemporáneos movidos por el deseo de mejorar sus propias condiciones de vida con sus propias manos. Al contrario de las perversas tesis igualitaristas de antaño, la acepción moderna de solidaridad no era repartir entre muchos desposeídos lo que tenían unos pocos, sino dar a esos muchos desposeídos la posibilidad de dejar de serlo. Esa era la única y simple fórmula para escapar del subdesarrollo (…). Aceptar la realidad: en nada más y nada menos consistía el secreto de la gobernabilidad democrática de los países modernos (…). Con frescor inclemente, la nueva realidad había dado al traste con la catastrófica entelequia del colectivismo de la propiedad, para devolverle al individuo concreto su albedrío absoluto en la siembra y cosecha de los frutos de su trabajo, para sí mismo y los suyos (166-167). 

Y ante la pregunta que Pequén realiza a Julián: “¿Pero ganamos o perdimos?” la respuesta no puede ser sino la que sigue:

¡Por supuesto que ganamos, Pequén! (…), dime ¿estaríamos aquí, hablando tan tranquilamente sobre estas cosas, si no hubiéramos ganado? Por supuesto que no fue la victoria que nosotros imaginamos, pero es una victoria por donde se le mire. Acabamos con la dictadura, eso es lo más importante (…). Nuestra democracia no sólo es la más sólida de toda América Latina, sino también la que registra un mayor crecimiento económico (…).
Preguntando estoy por la revolución, amigo Julián, ¿la ganamos o la perdimos? (…).

Las revoluciones no se ganan ni se pierden, mi querido Pequén, las revoluciones se hacen. Son un proceso muy largo. Para completar la idea del Che habría que recordar además lo que dijo el viejo Trotzki sobre la revolución permanente. La verdadera revolución no termina nunca, porque es la lucha que cambia lo nuevo por lo viejo. Eso nos incluye a nosotros, los revolucionarios. El revolucionario que no cambia ya no merece ser llamado revolucionario (cursivas del autor) (168-169).

Sin duda observamos en este diálogo la tragedia de una victoria pírrica. No obstante, uno de los primeros aspectos que merece ser comentado tras la lectura de estos fragmentos es que hablamos del mismo individuo: Julián es el administrador de la retórica revolucionaria de principios de los ochenta, es la voz que constituye la sinécdoque de una totalidad humana que no transa su proyecto político-económico con los sectores de la burguesía, su discurso será la efigie que encarna la vía armada como única solución al derrumbe de la dictadura. En contraposición a esa cadena sintagmática revolucionaria, observamos el discurso converso de Roberto Niño, en quien se visualiza el tránsito, no de un estado sociológico a otro (como ha sido definida la “transición”), sino de un estado ideológico-espiritual a otro. Al leer su argot justificatorio de la conversión, el narrador desmantela la metonimia, deja al descubierto el deslizamiento del referente, pues al “renegar de lo obsoleto”, al individuo “liberarse de antiguas idolatrías”, al no empecinarse “en la adoración de cadáveres exquisitos”, al convencerse de que el crecimiento es la “suma de esfuerzos individuales”, al abjurar de las “perversas tesis igualitaristas de antaño” o de “la catastrófica entelequia del colectivismo de la propiedad”, incluso es más, al sostener que la democracia chilena “es la más sólida de toda América Latina” y que “el revolucionario que no cambia ya no merece ser llamado revolucionario”, el relato revela la ruptura del contrato social y la inexorabilidad de la conversión en la escena chilena postdictatorial. Iniciamos el análisis de esta novela preguntándonos sobre cómo habrían reaccionado Sandino, el Che Guevara, Allende o Enríquez a los procesos transicionales como el que experimentaron los países latinoamericanos tras el término de las dictaduras militares. Ante esta inquietud, nos resulta imposible no remitirnos al verdadero testigo que rastreaba Agamben en su lectura de los testimonios de Primo Levi: el verdadero testigo, el único sujeto capaz de brindar testimonio es el que ha perecido. Si llevamos esto a los procesos de transición, la conclusión no puede ser sino muy similar a ella: el verdadero revolucionario, aquél que encarna las virtudes del sujeto puro e inmarcesible, cuya acendrada convicción revolucionaria es incapaz de sucumbir a la mácula del neoliberalismo y del conformismo, es aquel que ha perecido en la lucha, es el Callulla, la Tarrito, el Catete, el Nivea, el Guatón chico o el Guatín feo. Este grupo humano es el que alegoriza las posibilidades de plasmación efectiva del contrato social. Sin embargo, el remanente de esa lucha son individuos como Roberto Niño, los que alegorizarían la inexorabilidad de la conversión, pues Julián sucumbió con sus compañeros del destacamento “15 de julio”: no tiene espacio en el Chile de la postdictadura. De este modo, y dado que la ruptura del contrato social en el que un grupo humano anhela suscribir a un modelo nuevo de libertad civil, materializada ésta en la protección que brinda el Estado al sujeto particular que se prosterna en beneficio del bien común y de la voluntad general, lo que queda es la sumisión (voluntariamente funcional o inexorable) de los sobrevivientes al poder del Estado neoliberal que direcciona sus aparatos en perspectiva de los intereses de una clase particular, que en el caso de la novela será la caterva de conversos que encarna Niño, o la cofradía castrense[10] representada por Koerner (el Comandante en Jefe del Ejército), o la clase empresarial mercantilizadora de los traumas como lo es Luz Mayor Villarreal, la sobrina de Callulla que le ofrece ochenta mil dólares a Pequén por los derechos de su historia, etc. Ante estos hechos, la novela pareciera indicarnos que el individuo postdictatorial tiene sólo dos opciones: o perece en la lucha revolucionaria como mecanismo para resguardar un estado de pureza ideológica, justificando así un pasado heroico inmarcesible (lo que es sin duda paradójico pues dicho sujeto, para no sucumbir al proceso transicional, debe perecer antes de vivirlo empíricamente), o bien, y que es el derrotero final por el que opta Pequén, el sujeto puede aislarse, autosegregarse, retornar a la montaña[11]. Esta opción por recobrar la libertad natural es, a nuestro entender, el devenir lógico y el único posible para que el protagonista no sucumba, pues no es el contrato social por el que él y sus correligionarios lucharon[12]. Así, el héroe problemático lukacsiano que se ve inmerso en un mundo degradado y que debido a ello emprende la búsqueda de valores auténticos es, en la escena chilena postdictatorial, inexorablemente derrotado y pasa a convertirse en una pieza de museo.

Un segundo eje de nuestro análisis de la novela de Saavedra Santis se sustenta en el abordaje narrativo que se hace de la guerrilla[13], pero no de la guerrilla como un fin en sí mismo, sino en cómo esta forma de lucha ofrece réditos exegéticos que nos permiten comprender a cabalidad la operación de desmantelamiento de la metonimia transicional que subyace en la narración. De todos modos, nos parece conveniente detenernos sucintamente en la forma en que la guerrilla es narrada en El último. En este punto, nos apoyamos en el trabajo de la investigadora Cecilia Vera Wilke, Narrativa de acción guerrillera. Resistencia en Neltume (2016), en el que ha estudiado en profundidad la manifestación de la guerrilla en la producción narrativa nacional. Vera complementa la categoría “narraciones guerrilleras” de Juan Duchesne y propone la de “narrativa de acción guerrillera”, conceptualización más abarcadora pues no incluye sólo los relatos testimoniales

en los cuales generalmente el autor es, a la vez, narrador y protagonista de la historia, sino otras modalidades discursivas más próximas a la ficción y que, por tanto, no cumplen con ese patrón. Muchos escritores sin ser protagonistas o testigos directos de alguna lucha armada, pueden configurar un mundo narrado a partir del conocimiento de los hechos históricos y de los diferentes relatos orales que hay en torno a la guerrilla (…).

En este sentido, las narraciones de acción guerrillera se constituyen, en primer lugar, como relatos y, por consiguiente, existe en ellas la construcción de una realidad a través del lenguaje, independiente de si éstas reproducen fielmente los hechos acontecidos o ‘ficcionalizan’ la experiencia guerrillera, seleccionando sucesos, recreando diálogos, describiendo personajes, manteniendo una trama, etc. (Vera 52-53).

Si bien suscribimos plenamente a esta categorización, a la vez que enfatizamos el carácter pionero de su investigación por cuanto sus aportes inauguran los estudios sobre los relatos de acción guerrillera en Chile, nos interesan más, por este momento, las apreciaciones de Vera sobre la novela de Saavedra Santis, pues es una de las pocas referencias críticas de las que tenemos noticia. Para Vera,

El último expone un pensamiento crítico que va más allá del cuestionamiento acerca de las razones del fracaso de la guerrilla chilena, pues aborda más bien el fracaso del proyecto revolucionario en general, contrastándolo con la realidad social, política y económica de la actualidad. Desde esa perspectiva, el autor nos plantea el siguiente interrogante: ¿Qué pensaría hoy uno de esos guerrilleros, que ofreció su vida en el monte por un ideal, si observara la vida moderna y neoliberal que llevamos actualmente? (109).

Vera repara en la naturaleza ucrónica de la novela, sacando a la luz el carácter, si se nos permite la expresión, “doblemente imaginativo” de la misma, asumiendo que todo dispositivo narrativo es, en su naturaleza intrínseca, un artificio de imaginería. Paralelamente, Vera repara en una operación que también es relevante en la obra, la que ella denomina “desmitificación del discurso revolucionario”: “[éste] no pasa porque Pequén se convierta en el último guerrillero, sino más bien por el rumbo que ha tomado la sociedad luego de alcanzar la democracia, olvidándose muy pronto de la utopía socialista. Este devenir se refleja insistentemente en un personaje particular, Roberto Niño (…), quien bajo el nombre político de Julián, fue el encargado de preparar el proyecto de guerrilla que se asentaría en la precordillera austral” (110-111). En cierta forma, lo que Vera califica como “desmitificación del discurso revolucionario” en la novela de Saavedra Santis es lo que nosotros denominamos desmantelamiento de la metonimia, pues las acciones de Pequén/Huerta y Julián/Niño, así como sus discursos, son los que permiten percibir el deslizamiento del referente en la escena chilena postdictatorial[14].

Afirmamos más arriba que la guerrilla en la novela de Saavedra Santis es un medio para alcanzar un fin, el cual entendemos como el desmantelamiento de la metonimia. Pero, ¿cómo se materializa en la narración la lucha guerrillera en el marco del desmantelamiento? Sospechamos que el contraste entre pasado revolucionario y presente neoliberal lo brindan los valores humanos del guerrillero[15] y la ancilaridad de la literatura. Estudiemos brevemente el primer elemento. Sobradamente conocida es la frase de Salvador Allende en su última alocución: “Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”. Este sintagma es tributario, sin duda, de las acciones ejemplarizadoras del Che Guevara[16] y de tantas otras acciones revolucionarias de luchadores anónimos. A modo de ejemplo, en su alocución del 11 de diciembre de 1964 ante la Asamblea de las Naciones Unidas, titulada “No hay revolución sin sacrificios”, Guevara sostiene que la proclama de todos los pueblos que emprendan luchas revolucionarias contra el invasor imperialista no puede ser otra que “PATRIA O MUERTE” (sic) (Guevara 312). De igual manera, en otra de sus alocuciones ante la ONU, del mismo día y año, titulada “Nuestra lucha es una lucha a muerte”, Guevara expresa la tarea abnegada y de sacrifico que comporta la acción del luchador revolucionario: “Soy cubano y también soy argentino y, si no se ofenden las ilustrísimas señorías de Latinoamérica, me siento tan patriota de Latinoamérica, de cualquier país de Latinoamérica, como el que más y, en el momento en que fuera necesario estaría dispuesto a entregar mi vida por la liberación de cualquiera de los países de Latinoamérica, sin pedirle nada a nadie, sin exigir nada, sin explotar a nadie” (Guevara 316). Ahora bien, esta convicción sin duda va aparejada a la tesis de Guevara de que el hombre revolucionario es un individuo situado en un escalafón superior de la condición humana. Al respecto afirma en su Diario en Bolivia (1968): “[E]ste tipo de lucha nos da la oportunidad de convertirnos en revolucionarios, el escalón más alto de la especie humana, pero también nos permite graduarnos de hombres: los que no pueden alcanzar ninguno de estos estadios deben decirlo y dejar la lucha” (Guevara 663). Es por eso que en La guerra de guerrillas (1961) Guevara comienza su manual estableciendo que el foco insurreccional puede crear las condiciones para la lucha revolucionaria, como acicate para contrarrestar la abulia de la inacción de otros mecanismos de resistencia que para él no eran ni suficientes ni efectivos[17].

Ahora observemos cómo se plasman estos valores de lucha y sacrificio en la novela de Saavedra Santis. Consideramos que, en la línea argumentativa que hemos venido sosteniendo sobre el uso de la guerrilla en la obra, la díada Pequén/Huerta-Julián/Niño permite ingresar satisfactoriamente al desmantelamiento de la metonimia que subyace en el relato. Convengamos en que los paradigmas Pequén/Julián son dos códigos onomásticos que se insertan en la retórica revolucionaria de la guerrilla. Ambos son nombres que forman parte de una tradición de lucha revolucionaria que se articula a un acendrado código moral aledaño a lo heroico y lo épico, si nos remitimos a la categorización de Cecilia Vera. La abnegación y el sentido de sacrificio de los guerrilleros del destacamento “15 de julio” se traducen en una férrea disciplina, en el estudio profundo de la teoría revolucionaria de los próceres del marxismo-leninismo, en dar la vida por el compañero de lucha, en no abandonar al camarada herido, en ingerir menos alimentos de los que demanda el cuerpo, en escuchar las tragedias sentimentales y existenciales del otro, en tolerar las impertinencias del carácter ajeno en el cotidiano de la convivencia, en soportar el hedor del cuerpo adquirido de las condiciones del medio y de los propios procesos biológicos, etc. Es a esa retahíla de rasgos morales a la que debe enfrentarse Roberto Niño en el presente postdictatorial tras el arribo de Samuel Huerta, pues él “sabía mejor que nadie, lo que eran la disciplina militar y el sentido del deber revolucionario en sus antiguos ex-compañeros. Eran valores que él mismo había indoctrinado a los combatientes del “15 de julio” durante los cursillos teóricos en la escuela de cuadros militares en la Isla. Los mismos valores que por dos largas décadas habían mantenido a ‘Pequén’ oculto en la cordillera, a la espera de una guerra que había fracasado antes de empezar” (Saavedra Santis 45). El estilo indirecto libre empleado por el narrador permite una vez más ingresar a la consciencia de Niño y retratarlo en su metonimizada situación actual. Esos valores que “él mismo había indoctrinado” a sus camaradas son, en su chaquetera perspectiva ideológica presente, narrada desde la atalaya del poder, una representación de aquellos “años locos del infantilismo rebelde” (61). En este punto, es esencial el cotejo de los códigos onomásticos Huerta/Niño, pues desnudan la maroma del Ministro Secretario General de Gobierno. Desde el punto de vista de los valores revolucionarios, el paradigma “Huerta” sigue designando esos mismos valores. El respeto irrestricto a las órdenes de Callulla, su jefe militar, de garantizar la seguridad del arsenal bélico para cuando arribe la vanguardia revolucionaria, de resistir en la lucha, de no defraudar a Julián[18], de cumplir con la promesa de entregar la medalla de la Virgencita del Carmen a Lucero Mayor, son acciones que pueden endosarse tanto a Pequén como a Huerta, pues observamos en su trayectoria de vida una consecuencia política y humana que, resguardada por la montaña y la lectura de Don Quijote de La Mancha y de Canto General, está en condiciones de resistir la arremetida neoliberal de la postdictadura, y por tanto no suscribir a su contrato social. Como es obvio, y en eso consiste en buena medida el desmantelamiento de la metonimia subyacente en la novela, no se puede afirmar lo mismo sobre los paradigmas Julián/Niño. En definitiva, Pequén/Huerta reescribe la consigna del Che “Patria o muerte” incorporando un tercer paradigma: “Patria, muerte o montaña”, pues en ese espacio inmarcesible se encuentra a salvo del Chile neoliberal al que fue a parar, y es sólo en ese recinto en donde puede recobrar su libertad natural, aunque ahora acompañado de Ceci, en cuyo regazo ha conocido la experiencia del amor y que le hará compañía, amparados ambos, en la nueva consigna. 

Para cerrar nuestras reflexiones sobre El último, y concretamente sobre la funcionalidad de la guerrilla en el desmantelamiento de la metonimia de la transición, un último aspecto conviene revisar para complementar la moral revolucionaria sobre la que hemos venido argumentando en este segmento. Este elemento constituye el andamiaje cultural que sostiene los “dos estadios sociológicos” que estamos estudiando, a saber, el régimen dictatorial y la postdictadura. Al culminar la lectura de la novela el lector puede observar que cada estadio se sostiene en pilares culturales completamente antagónicos. El pilar en el que se sustentan los valores revolucionarios de Pequén, ya lo hemos anunciado, es en la lectura de las obras de Cervantes y Neruda:

Pronto había tomado el gusto a aquellas letras tan bien hilvanadas con el hilo de la aventura. Desde esa vez, ya no había vuelto a caminar solo los senderos de su selva. Según fuera la ocasión o el tiempo solían acompañarle el buen caballero, bien molido y mal andante, o Sancho Panza, el majadero y el escudero más fiel. Ambos contándole sus historias que no por mucho sabidas, fueran menos sabrosas. Samuel no se había atrevido largo tiempo a abrir la boca ante ellos por temor a ser inoportuno.

En cuanto más profunda se hizo la relación con ellos, tanto más admiró Samuel el genio humano de ‘Julián’ por haberles entregado al Buen Caballero como compañero de camino. Nadie habría podido negar que había una gran afinidad entre el hidalgo fuerte y los muchachos, incluido ‘El Catete’ que de hidalgo había tenido poco. Como el de la Mancha, ninguno de ellos habría podido decir si eran buenos, pero sí que no eran malos, que su único anhelo había sido servir al bien, aunque no fuera tarea fácil la de desfacer agravios o enderezar entuertos. Caballeros habían sido también los muchachos y caballera ‘La Tarrito’, que llenaron de hazañas ignotas todo el orbe. Escuchando los ingenios del manchego don Quijó y viendo su grande empeño por llevarlos a la práctica, Samuel nunca había podido comprender ni aceptar que sus paisanos lo llamaran loco. Ni siquiera cuando aquello de los molinos de viento o de los cueros de vino tinto o algunas otras de sus nobles confusiones (291).

Como se desprende fácilmente, la lectura de las hazañas del hidalgo manchego son compatibles con las acciones heroicas que han dispendiado los compañeros caídos. Si bien en el fragmento que hemos seleccionado no hay alusiones a la obra de Neruda, el narrador consigna en varias oportunidades los diálogos que Pequén sostiene con el vate, además de aclarar que Canto General era uno de los libros de poesía que el Che Guevara portaba durante la guerrilla en Bolivia. El hecho de que estos libros “Habían sido leídos y releídos infinitamente, que del empaste no quedaban más que unos hilos mugrientos. Las páginas cansadas habían perdido sus esquinas, sus bordes, y hasta el negro de las letras había empalidecido, bajo las manchas de humedades resecas” (242), o bien, la aclaración del narrador de que “Samuel no podía imaginarse entonces [cuando los textos les son entregados por Julián para constituir la biblioteca del destacamento], que después, arriba en el monte, estos libros iban a ser algo más que libros. Gracias a ellos había sido a veces menos duro sentirse solo” (265), es decidor por cuanto, ambas obras, se mimetizan con los valores del verdadero revolucionario, el sujeto abnegado y dispuesto a entregar la vida por sus camaradas y por la libertad de los pueblos oprimidos.

Instancia abiertamente contraria es el proscenio cultural de la postdictadura, en la que se ha desacralizado brutalmente aquella concepción de la literatura en la que se encarnaban los valores revolucionarios de entrega y sacrificio. Naturalmente, el rol desacralizador le está reservado a la televisión como dispositivo embrutecedor de esta nueva comunidad imaginada. La forma en la que irrumpe la televisión en el reencuentro de Pequén con la “civilización” es como canal de actualización, pues será este artefacto el encargado de poner al día al convaleciente ex guerrillero de las transformaciones experimentadas por el mundo tras el arribo del neoliberalismo, pero también, sospechamos, en esta irrupción se encuentra la insidia de Niño de corroborar la obsolescencia de Pequén:

La fuerza magnética de las imágenes y la ilusión de omnipresencia que ellas generaban en el telespectador, ahorrarían cualquier esfuerzo por describir con palabras algunos de los cambios esenciales experimentados por la historia en los últimos veintidós años. Con este objetivo le había pedido a Ojeda, el jefe del departamento de comunicaciones de su ministerio, que le preparara algunos breves video documentales sobre la caída del muro de Berlín, la desaparición de la Unión Soviética, las últimas guerras balcánicas, las guerras tribales entre tutsis y hotus, la fuga de los balseros de Cuba, la retención de Pinochet en Londres, el atentado a las Twin Towers en Nueva York, las guerra en Afganistán, las dos guerras del Golfo, la guerra de Chechenia; pero también le pidió a Ojeda que incluyera unos videoclips sobre la elección de la Cecilia Bolocco como Miss Universo, los últimos cinco campeonatos mundiales de fútbol y algún tráiler turístico que mostrara imágenes actuales del país. Roberto Niño estaba seguro que nada mejor que la tele para poner a ‘Pequén’ al tanto de las vueltas del mundo en los últimos años y para que conociera las tres características esenciales del tiempo posmoderno al que había regresado: la trivialidad, la premura y el consumo. Así, después de algunos días de esos cursos intensivos de cultura audiovisual, Niño confiaba que sería mucho más fácil explicarle a su amigo en qué consistía su plan de reinserción social que había preparado para él (184).       

El fragmento condensa en escasas líneas dos concepciones sobre el conocimiento y de la aproximación del sujeto a la realidad inmediata. Por una parte, observamos una secuencia de sucesos históricos que, en gran medida, determinó las producciones artísticas de antaño: una cadena en la que cada eslabón constituía la materia prima para dar pábulo a la maquinaria inventiva de escritores comprometidos, no sólo con la realidad histórica de su tiempo, sino también con el ars poética. A la caída de los socialismos reales y de la fabricación de desastres para justificar una aviesa e inverosímil “guerra contra el terrorismo”, la caja de imágenes adiciona el arresto del dictador en Londres como muestra aleccionadora para que Pequén acuse recibo de que incluso la derecha del presente ya es otra, renovada aunque todavía fiel a su rol secular coactivo y expoliativo, pero que ya está tomando distancia de la figura del sátrapa que les trazó el derrotero que debían seguir. Frente a toda esta abrumadora y luctuosa realidad, Pequén es expuesto a la irrupción en la pantalla de imágenes burdas y faranduleras que galardonan una proeza tan absurdamente perecedera como lo es la belleza física, además de la atención cada vez más agresiva que concita el fútbol como engranaje aletargador de la consciencia política del individuo. Como fría y calculadoramente lo aclara Roberto Niño, las tres características esenciales del nuevo proscenio postdictatorial son “la trivialidad, la premura y el consumo”, valores que en su desnuda y trágica veracidad mandaron al trasto de los desechos de la historia el “patria o muerte” de los guerrilleros de antaño y de los que Pequén es el último bastión. El devenir del personaje es el esperable: al verse sin sus libros demanda por ellos, lo que es atendido, pero no sin antes ser expuesto a una última dosis de bazofia televisiva: la contemplación del programa de Keko Subiabre (la referencia nos parece obvia), quien dirige un concurso en el que los participantes deben fagocitar la mayor cantidad de hot dogs posibles: el ganador se lleva unos cuantos millones para su casa. Sospechamos que la observación de estas últimas imágenes son las que motivan la hégira de Pequén a la vez que lo hacen concluir que, en esta escena postdictatorial, regida por las “tres características esenciales” del Chile moderno y global, la única salida es (no puede ser otra) la montaña. El epílogo de la novela es en este sentido esclarecedor: “El intempestivo vuelco en el caso Samuel Huerta coincidió con el horrendo homicidio del sacerdote italiano Faustino Gazziero en la Catedral Metropolitana (…). Todos los demás sucesos, nacionales e internacionales, incluido el deporte, se esfumaron en la insustancialidad de las noticias marginales de dos líneas. La historia del Último Guerrillero desapareció de la actualidad noticiosa con la misma presteza con que había surgido” (346). Se ratifica así la veracidad de lo aseverado por Niño en cuanto a las nuevas tres características esenciales.

La lectura que hemos formulado de la novela El último de Omar Saavedra Santis viene a cerrar este capítulo que se propuso el examen crítico de las metonimias trazadas en la postdictadura. Así como intentamos plasmarlo en el estudio de Estrella distante de Roberto Bolaño, observamos en estas novelas ejercicios artísticos de gran envergadura formal y cultural, no sólo para desmantelar las metonimias que hemos ido enumerando, sino por sobre todo para confirmar que un arte crítico y político en la era del capitalismo en su fase neoliberal es aún no sólo posible, sino indispensable. Más allá de que solidaricemos con la acción final de Pequén, y nos compadezcamos de su derrota, creemos que ya la mera publicación de obras como la de Saavedra Santis es un gesto de resistencia al olvido y al mercado.

 

 


 

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Notas

[1] Para un relato testimonial sobre este episodio de la historia de Chile, referencia obligada es el libro Guerrilla en Neltume. Una historia de lucha y resistencia en el sur chileno (2003), creación colectiva del Comité Memoria Neltume. Como modo de contrarrestar el olvido en el que ha caído ese episodio en la historiografía oficial, uno de los narradores anota: “El Chile ya en tinieblas no lo supo, pero durante tres meses un puñado de hombres luchó, combatió y resistió en la montaña de Valdivia, hasta que en diciembre de ese año, diezmados y agotados por una lucha perdida, desalentado por la evidente nula resistencia armada en el resto del país, optan por replegarse hacia las ciudades del llano chileno y argentino” (Comité Memoria Neltume 35).

[2] El hallazgo no está exento de humor y así se desprende de lo referido por el narrador ante tan excéntrico descubrimiento: “Ahora resultaba que de ese paleolítico ideológico, regresaba uno que con su dramática historia resumía un tiempo terrible de fratricidios e iconoclastias. Samuel Huerta Mardones representaba el último ejemplar vivo del homo discordabilis, esa especie que alguna vez, enceguecida por utopías y antiutopías, había estado a punto de incendiar el mundo” (29).

[3] En otra de sus novelas, Prontuarios y claveles (2011), Omar Saavedra Santis también despliega el leitmotiv del oportunismo político, ahora encarnado en un exiliado que hace muchos años bailó en una fiesta estudiantil con la que ahora es la flamante y primera Presidenta de la historia de Chile. Enterado del hecho, este exiliado solicita el adminículo de un escritor venido a menos para que le redacte una elocuente misiva en la que, primero, insta a la Presidenta a recordar ese olvidado episodio acaecido en un territorio ignoto del pasado y de la diáspora; asimismo, la epístola tiene por objeto persuadir a la mandataria de que le conceda una plaza diplomática en alguna embajada chilena en Europa.

[4] Antes de ingresar al breve deslinde de las ideas rousseaunianas y de la categoría “contrato social”, nos parece relevante enfatizar que estamos conscientes de la vertiente liberal en que se insertan tales ideas. Como lo aclara Bernardo Subercaseaux en Historia de las ideas y de la cultura en Chile. Volumen I (2011), el liberalismo vendría a ser, en términos globales, “una incitación a romper las relaciones sociales características de la sociedad estamental en favor de nuevas relaciones típicamente burguesas” (Subercaseaux 36), lo que en primera instancia podría parecer una contradicción en extremo problemática cuando tratamos de vincular el “contrato social” rousseauniano a las acciones revolucionarias de un destacamento guerrillero de raigambre marcadamente marxista-leninista. Sin embargo, y más allá de las paradojas que afloran de inmediato, sospechamos que el proyecto de alcanzar un estado de libertad civil amparado por un Estado que asegura dicha libertad y pertrecha al individuo de un aura de igualdad en relación al resto de los seres humanos con los que convive en sociedad, no nos parece tan distante del objetivo perseguido por ese grupo guerrillero. Insistimos en la paradoja de ambos idearios, pero nos parece que la categoría “contrato social”, levemente matizada, responde satisfactoriamente a lo acaecido al protagonista de la novela, sobre todo si tomamos en consideración su opción final de regresar al estado de libertad natural. En lo que sigue, intentaremos argumentar este punto.

[5] Rousseau insistirá más adelante en la tesis de que el individuo, al suscribir al contrato social, es despojado de su libertad natural para ingresar en un sistema de orden superior, en el que el sujeto renunciará a su propio bienestar en perspectiva del bien común: “Quien se atreve con la empresa de instituir un pueblo debe sentirse en condiciones de cambiar, por así decir, la naturaleza humana; de transformar cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del que ese individuo recibe en cierta forma su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para reforzarla; de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente que todos hemos recibido de la naturaleza. En una palabra, tiene que quitar al hombre sus propias fuerzas para darle las que le son extrañas y de las que no puede hacer uso sin la fuerza de los demás (…). De suerte que si cada ciudadano no es nada, ni puede nada sino gracias a todos los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es igual o superior a la suma de las fuerzas naturales de todos los individuos, se puede decir que la legislación está en el más alto grado de perfección que puede adquirir” (77).

[6] Es importante enfatizar en este punto la fuerza histórica que tiene la categoría de “poder estatal” y los aparatos de los que dispone, pues fue esto lo que marcó el rumbo funesto de la “vía chilena al socialismo”. En ese sentido, la lectura que realiza Harnecker en perspectiva (pues la edición que hemos venido citando de Los conceptos elementales… es la versión revisada de 1984) sobre la gestión de Salvador Allende es coherente con la imposibilidad que tuvo su administración de acceder verdaderamente al poder: “El proceso generado por la Unidad Popular no logró superar el marco de la democracia burguesa, marco al que muy hábilmente la Democracia Cristiana trató y logró encadenar a la Unidad Popular. Como se recordará, este partido puso como condición para votar por Allende en el Congreso – paso necesario para que fuera ratificado como presidente – que éste aceptara el llamado ‘Estatuto de Garantías Constitucionales’ a través del cual se amarraba al nuevo gobierno a los puntos más esenciales del marco democrático-burgués: no hacer modificaciones en las fuerzas armadas, no crear grupos armados más allá de estas instituciones, plena libertad de prensa y educación, es decir, en síntesis, no tocar aquellos aspectos que permiten la reproducción del sistema capitalista y del orden burgués en el nivel de la superestructura. Dicho de otra manera, lo que se buscaba era la defensa del orden burgués, del estado burgués” (126). En otros términos, la Unidad Popular de Salvador Allende accedió al gobierno, mas no al poder: sólo consiguió, parcialmente, el usufructo de los aparatos del Estado.

[7] La conceptualización más empleada sobre el paradigma “dictadura” es la que define el DRAE en su primera acepción: “Régimen político que, por la fuerza o violencia, concentra todo el poder en una persona o en un grupo u organización y reprime los derechos humanos y las libertades individuales” (s.v.). Por eso no es para nada extraño que dicho paradigma, contaminado por el accionar totalitario del régimen soviético, haya adquirido la carga semántica de la violencia y el crimen. Sin embargo, y en directa congruencia con las categorías de “poder estatal” y “aparatos del Estado” que deslinda Harnecker, esta última precisa el sintagma “dictadura del proletariado” para no incurrir en lecturas erróneas sobre lo que éste designa realmente: “[E]l marxismo define como dictadura de la burguesía a la manipulación del aparato del estado en función de los intereses de la burguesía, aunque ésta se ejecute en la forma más democrática de gobierno (…). Ahora, cuando a través de un largo proceso de lucha de clases en todos los niveles esta relación de fuerza entre las clases cambia a favor del proletariado, y éste se transforma en la clase dominante, el nuevo estado que surge, a pesar de ser un estado que, ahora sí, representa los intereses de la mayoría del pueblo, es también una dictadura de clase: la dictadura del proletariado. Por lo tanto, el concepto marxista de dictadura no se opone al concepto de democracia; el concepto de dictadura se opone a la concepción de un estado por encima de las clases, al servicio de toda la sociedad. El estado es siempre una dictadura de clase en la medida en que, aparentando estar al servicio de todo el pueblo, de hecho está fundamentalmente al servicio de una clase: la clase dominante” (134-35). En otros términos, cuando hablamos de “dictadura del proletariado” aludimos a la monopolización del poder del Estado por parte de los intereses de una clase particular, en este caso, de la de aquellos individuos que históricamente no han sido poseedores de los medios y fuerzas sociales de producción: la clase proletaria.

[8] Desde el punto de vista de la producción testimonial, tres relatos nos parecen relevantes para ingresar al fenómeno cultural de la Nueva Canción Chilena. Por la enorme carga cultural que contienen, y porque en su lectura se visualizan también los anhelos que justificaron la lucha de tantos, referencias obligadas nos parecen los textos Víctor, un canto inconcluso (1983) de Joan Jara, concretamente el Capítulo 6 “La canción como arma” (pp. 123-152); Canto de las estrellas: Un homenaje a Víctor Jara (2013) de Moisés Chaparro, José Seves y David Spener; y Mi Nueva Canción Chilena. Al pueblo lo que es del pueblo (2016) de Ángel Parra.

[9] “‘Callulla’ o ‘Julián’, uno de los dos, había recordado en cierta ocasión – ambos eran capaces de citarlo de corrido – lo que Lenin había dicho en vísperas del asalto al Palacio de Invierno: que cada cocinera debía aprender a dirigir el estado. Por eso había que estudiar y prepararse. No para ser cocinero, se entiende. Samuel había creído escuchar en tales citas, alusiones indirectas a su persona. Archiconocido era en el grupo, que ni la lectura ni el estudio lo volvían loco. La revolución lo había enrolado antes de que él terminara la escuela básica” (51). 

[10] Un ejemplo de cómo el poder del Estado neoliberal incurre en la utilización del aparato represivo, en beneficio de una clase particular, nos lo brinda el narrador de la novela al referirse a la alianza entre los gobiernos de la transición y las Fuerzas Armadas, como mecanismo primario para garantizar la gobernabilidad: “Al Presidente le preocupaba ante todo, la disposición real de las Fuerzas Armadas, del Ejército en especial, a participar del proyecto en la forma prevista por Niño. ‘Con los milicos todo, sin los milicos nada’ seguía siendo un parágrafo escrito con tinta simpática en el contrato social firmado y sellado por los representantes de la dictadura saliente y los de la democracia entrante, y que había hecho posible el cambio democrático (…). Las relaciones entre las Fuerzas Armadas y de Orden con la autoridad civil, extraordinariamente tensas al inicio de la transición democrática a comienzos de la década de los 90, se habían ido desarrollando hasta alcanzar un saludable grado de madurez y confianza mutua. Cada nuevo día de lejanía que se ganaba de aquel infausto martes 11 de septiembre de 1973, era una paletada más de tierra que se echaba sobre esa fecha esperpéntica” (73).

[11] La montaña como espacio prístino y acendrado de la lucha revolucionaria tiene asidero, podría afirmarse, en una tradición narrativa. Desde nuestra lectura, la montaña alegoriza los valores del ser revolucionario que entrega su vida por una causa noble, y en el que la abnegación es el precio por una sociedad más justa. En este sentido, nos parece revelador el relato testimonial La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1982) de Omar Cabezas, en el que se profundiza el sentido superior de la montaña como espacio predilecto para la consecución de un ideal que acabe con las diferencias económicas del pueblo latinoamericano. Citamos algunos pasajes: “Cuando yo me fui a la montaña yo me voy a la montaña con una gran firmeza, sin vacilaciones – aunque a veces resulta feo decir esto. Cuando yo me fui a la montaña yo sabía que detrás de mí estaba el Frente, como Frente, que no me iba solo” (Cabezas 57); “Entonces, cuando yo me voy a la montaña yo sé que me pueden matar, pero también yo sé que esa marcha de indios es una marcha de indios latinoamericanos, es una marcha de indios contra el colonialismo, es una marcha de indios contra el imperialismo, que es una marcha de indios que podrían rubricar, o empezar a rubricar, el fin de la explotación de nuestros pueblos” (60); “[C]uando yo me voy a la montaña, sé que yo no voy solo. Voy con una sensación de compañía de miles de subtiavas y de obreros de los barrios de León, de fogatas… Es decir, me voy acompañado de un desafío colectivo que había proliferado en las masas, me voy acompañado de millones de malas palabras que sintetizaban el odio de las masas y las aspiraciones de las masas (…). Por eso es que yo me fui a la montaña con una fe infinita. Porque no era sólo el sentimiento romántico de aquella marcha que te refería, sino que detrás de eso ya había toda una práctica política, una práctica organizativa, una práctica de combate (…), de movilización de masas” (67-68). Para una perspectiva similar sobre la montaña como crisol de la revolución, remitimos a la novela La insurrección (1982) de Antonio Skármeta, también situada en el marco de la revolución sandinista de finales de los años setenta en Nicaragua. Por último, y para complementar el escueto corpus de novelas que ofrecen lecturas sobre la acción guerrillera, aunque en este caso el escenario pareciera ser el nacional, remitimos a la obra Cien pájaros volando (1995) de Jaime Collyer. 

[12] En Del contrato social, Rousseau reflexiona sobre aquellos individuos que deciden renunciar al pacto social que los vincula al Estado, para de este modo recobrar su libertad natural: “[N]o hay en el Estado ninguna ley fundamental que no se pueda revocar, ni siquiera el pacto social; porque si todos los ciudadanos se reunieran para romper este pacto de común acuerdo, no puede dudarse de que sería roto muy legítimamente. Grocio piensa incluso que cada cual puede renunciar al Estado de que es miembro, y recuperar su libertad natural y sus bienes saliendo del país. Ahora bien, sería absurdo que todos los ciudadanos reunidos no pudieran lo que puede por separado cada uno de ellos” (Rousseau 151). Como señalamos, el autoexilio de Pequén no se traduce en la salida de éste del país, pero sí en el abandono de un modelo de sociedad totalmente ajena a la que él imaginó o por la que él luchó, pues su esquema mental no concibe, por ejemplo, la mercantilización del pasado revolucionario o la conversión de la muerte de un compañero de lucha en un insumo que se pueda expender. 

[13]En relación al concepto de “guerrilla”, nos remitimos en primera instancia a la categorización que proporciona Juan Duchesne Winter en La guerrilla narrada: acción, acontecimiento, sujeto (2010): “La guerra de guerrillas es un género de acción bélica con amplias variantes y antecedentes históricos, caracterizada, como lo sugiere el diminutivo, por pequeños grupos de combatientes irregulares con alta movilidad que se enfrentan a ejércitos regulares, compensando sus desventajas mediante el secreto, el mimetismo, el camuflaje y el ocultamiento, para emplear tácticas de sorpresa, ataque y retirada (…). En la década de 1930, gracias a Mao Zedong, presidente del Partido Comunista chino, la guerra de guerrillas ingresa al repertorio de formas insurreccionales anticoloniales inspiradas en el ideario marxista-leninista, vinculándose así por primera vez el objetivo de la revolución global con el reto a las formas modernas y europeas de hacer la guerra y la política” (Duchesne 13). Por otra parte, Ernesto Guevara también precisa en “Guerra de guerrillas: un método” (1963) lo siguiente respecto a la guerrilla: “Ante todo hay que precisar que esta modalidad de lucha es un método; un método para lograr un fin. Ese fin, indispensable, ineludible para todo revolucionario, es la conquista del poder político” (Guevara 355). Y más adelante agregará a propósito de la violencia como forma primaria de la acción guerrillera: “[N]o debemos temer a la violencia, la partera de las sociedades nuevas; sólo que esa violencia debe desatarse exactamente en el momento preciso en que los conductores del pueblo hayan encontrado las circunstancias más favorables. ¿Cuáles serán éstas? Dependen, en lo subjetivo, de dos factores que se complementan y que a su vez se van profundizando en el transcurso de la lucha: la conciencia de la necesidad del cambio y la certeza de la posibilidad de este cambio revolucionario” (360).

[14] Quisiéramos agregar una última consignación sobre el aporte crítico de Vera a las narrativas de acción guerrillera. Insistimos en ello porque la novela El último constituye una suerte de caso ejemplar en el corpus de relatos que narran la experiencia de las luchas revolucionarias durante el siglo XX: “La concepción que asume el personaje Roberto Niño revela el fin de los años dorados de la revolución, mostrándonos cómo ante el fracaso del proyecto revolucionario, sus más acérrimos defensores comienzan a tomar nuevos rumbos. Y este es un aspecto que generalmente no se aborda en las narraciones de acción guerrillera, pues el discurso de la revolución pareciera que permanece congelado en el idealismo y en los mártires de las luchas guerrilleras, pero ¿Qué ocurre después cuando se logra o se frustra la revolución?, ¿Qué sucede con sus integrantes? Sin duda El último… nos muestra esta cara de la moneda y nos hace reflexionar acerca de los procesos históricos del pasado reciente del país. ¿Dónde están ahora los revolucionarios? ¿Ocupando altos cargos políticos como Niño o marginados e invisibles como Pequén?” (113).

[15] En este ítem, también somos deudores de las aportaciones críticas de Cecilia Vera en su libro ya citado. Ver el Capítulo 3, “Elementos para una narrativa de acción guerrillera en Chile” (pp. 63-96), específicamente el acápite “Lo épico”.

[16] Verbigracia, en La montaña… de Omar Cabezas el narrador insiste en cómo Leonel, el compañero revolucionario que lo recluta para sumarse a la lucha sandinista, lo insta permanentemente a “ser como el Che”: “Salí de la universidad con la frase repitiéndola interiormente como si fuese una cinta magnetofónica; aún recuerdo con nitidez los gestos y la expresión de la cara, la firmeza con que Leonel pronunció eso. ‘Ser como el Che… ser como el Che…’. Por supuesto que jamás me imaginé yo la influencia que eso iba a tener posteriormente en mí porque, efectivamente, después de esa época yo empecé a estudiar al Che” (Cabezas 22).

[17] “Consideramos que tres aportaciones fundamentales hizo la Revolución cubana a la mecánica de los movimientos revolucionarios en América, son ellas: (1) Las fuerzas populares pueden ganar una guerra contra el ejército; (2) No siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución; el foco insurreccional puede crearlas; (3) En la América subdesarrollada el terreno de la lucha armada debe ser fundamentalmente el campo. De estas tres aportaciones, las dos primeras luchan contra la actitud quietista de revolucionarios o seudorrevolucionarios que se refugian, y refugian su inactividad, en el pretexto de que contra el ejército profesional nada se puede hacer, y algunos otros que se sientan a esperar a que, en una forma mecánica, se den todas las condiciones objetivas y subjetivas necesarias, sin preocuparse de acelerarlas. Claro como resulta hoy para todo el mundo, estas dos verdades indubitables fueron antes discutidas en Cuba y probablemente sean discutidas en América también” (Guevara 15-16).

[18] Para esclarecer este punto, el testamento del Callulla tiene la fuerza sémica que constituye la tragedia de la conversión de los ex revolucionarios: “Ya sé que te he pedido muchos favores. Ahora te pido el último, el más grande. Pase lo que pase, por favor, cumple la tarea que yo no hice, Pequén. Sólo así podremos decir después que valió la pena. No les falles a los que vendrán. A Julián, al Partido. Lo más posible es que tarden algo en llegar, pero llegarán. Tú estarás acá para recibirlos. Espéralos. Estaremos todos. Yo también, y los muchachos. Si ha de haber héroes en esta historia, lo seremos todos, Pequén, tú el primero” (cursivas del autor) (274). El discurso del Callulla, permeado por la sensación del fracaso, adelanta su inexorable destino: ante la inminencia de la derrota y de la postración que comporta una pierna amputada, el valiente guerrillero decide terminar con su vida.



 

 

 



 

 

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El último de Omar Saavedra Santis: la ruptura del contrato social o sobre la inexorabilidad
de la conversión en la escena postdictatorial
Por Carlos Hernández Tello